Pusimos manos a la obra. En mi saco guardé una camisa extra, otro rollo de soga, el rifle de plasma plegado, una lámpara de mano y la linterna láser. Iba a guardar el comlog en la mochila, pero pensé que, aunque fuera inservible, no pesaba nada, así que me lo sujeté a la muñeca. Habíamos recargado las baterías del comlog, el láser y la lámpara en la clínica de Qom-Riyadh.
—¿Todo listo? —pregunté, dispuesto a lanzarme nuevamente a la corriente. La balsa parecía mejor con su suelo nuevo y su mástil, los bártulos amarrados, el farol de proa preparado.
—Listo —dijo Aenea.
A. Bettik asintió y se apoyó en la pértiga. Nos internamos en el río.
La corriente era rápida —al menos veinte o treinta kilómetros por hora— y el sol aún estaba encima del horizonte cuando nos internamos en la región de lava negra. Ambas orillas se tornaron acantilados, y botamos en olas de aguas blancas, siempre saliendo bien librados. Empecé a escudriñar las orillas en busca de sitios donde atracar en caso de que oyéramos rugido de cataratas o rápidos muy violentos. Había lugares —caletas y zonas planas— pero delante el terreno era visiblemente más escabroso.
Noté que en las barrancas había más vegetación —siempreazules y pinos achaparrados— y el sol bajo pintaba con radiante luz las ramas más altas. Estaba pensando en sacar nuestro almuerzo, cena o lo que fuera de las mochilas y preparar algo caliente cuando A. Bettik advirtió:
—Rápidos enfrente.
Me apoyé en el timón y miré. Rocas en el río, aguas blancas, espuma. Mis años de barquero en el Kans me ayudaron a evaluar ese tramo de rápidos.
—Todo saldrá bien. Afirmad las piernas, moveos hacia el centro si se zamarrea demasiado. Empujad cuando os lo diga. El truco consiste en mantener la proa bien orientada, pero podemos lograrlo. Si os caéis, nadad hacia la balsa. Tengo una soga preparada. —Tenía un pie apoyado sobre la soga enrollada.
No me gustaban los peñascos de lava negra y los pedrejones de la orilla derecha, pero el río parecía más ancho y más apacible más allá de estas aguas encrespadas. Si esto era todo, quizá pudiéramos continuar el viaje durante la noche, usando el farol y el láser para alumbrar nuestro camino.
Alineamos la balsa para entrar en los rápidos, tratando de esquivar los pedrejones que asomaban en las espumosas aguas, cuando todo empezó. Si no hubiera sido por un remolino que nos hizo girar dos veces, todo habría terminado antes de que yo me diera cuenta.
Aenea gritaba de alegría. Yo sonreía. Hasta A. Bettik sonreía. Era un efecto de las aguas blancas moderadas, lo sabía por experiencia. Los rápidos clase cinco habitualmente aterran a la gente, pero los saltos inofensivos son divertidos. «¡Empujad! ¡A la derecha! ¡Esquivad esa roca!», nos gritábamos. Acabábamos de eludir una gran roca cuando vi que el mástil y el farol eran despedazados.
—¿Qué diablos...? —atiné a exclamar, y entonces despertaron mis viejos recuerdos, y con ellos los reflejos que creía atrofiados años atrás.
Estábamos girando hacia mi izquierda. Grité «¡Abajo!» a todo pulmón, abandoné el timón y me arrojé sobre Aenea. Ambos caímos de la balsa.
A. Bettik había reaccionado al instante, corriendo a popa, y los monofilamentos que habían cortado el mástil y el farol como mantequilla le erraron por milímetros. Emergí pisando roca y abrazando a Aenea, a tiempo para ver que los monofilamentos que había debajo del agua cortaban la balsa en dos, y volvían a cortarla a medida que el remolino hacía girar los troncos. Los filamentos eran invisibles, pero esa potencia de corte sólo podía significar una cosa. Yo había visto usar ese truco contra camaradas míos en la brigada de Ursus; los rebeldes habían colocado monofilamento en la carretera, y cortaron un autobús que trasladaba a treinta tíos desde el cine de la ciudad; los treinta fueron decapitados.
Traté de avisar a A. Bettik, pero las rugientes aguas me llenaron la boca. Manoteé una roca, resbalé, apoyé los pies en el fondo, cogí la roca siguiente. Se me estrujó el escroto al pensar en los filamentos que podía haber debajo del agua, frente a mi rostro.
El androide vio que la balsa era despedazada por tercera vez y se zambulló. Tapado por la corriente, alzó instintivamente el brazo izquierdo. Una bruma sanguinolenta tiñó el río cuando el filamento le cercenó el brazo por debajo del codo. Bettik asomó la cabeza en silencio mientras aferraba una roca filosa con la mano derecha. El brazo izquierdo se perdió río abajo con su espasmódica mano.
—¡Santo cielo! —grité—. ¡Maldición!
Aenea asomó la cabeza y me miró con intensidad, pero sin pánico.
—¿Estás bien? —grité en medio del estruendo. Un monofilamento tiene un corte tan limpio que uno puede perder la pierna y tardar medio minuto en enterarse.
Aenea asintió.
—¡Aférrate a mi cuello! —grité. Necesitaba liberar el brazo izquierdo. Aenea se aferró a mí, la piel fría por el agua congelada.
—Maldición, maldición, maldición —repetí como un mantra mientras hurgaba en mi saco con la mano izquierda. Tenía la pistola en la funda, apretada bajo mi cadera derecha contra el fondo del río. Aquí había poca profundidad, menos de un metro en ciertos lugares, muy poca agua para cubrirse cuando el francotirador comenzara a disparar. Pero eso no importaba. Todo intento de zambullirnos nos arrastraría río abajo, hacia los filamentos.
Vi que A. Bettik asía su roca ocho metros río abajo. Alzó el brazo izquierdo. Brotaba sangre del muñón. Hizo una mueca y vaciló al sentir el aguijonazo del dolor después del shock. «¿Los androides mueren como los humanos?» Ahuyenté ese pensamiento. Su sangre era muy roja.
Escruté los flujos de lava y los campos de roca buscando el destello del sol sobre metal. Pronto recibiríamos la bala o el rayo del francotirador. No lo oiríamos. Era una maravillosa emboscada, de manual. Y yo había caído como un incauto. Encontré la linterna láser, solté el saco y apreté el cilindro entre los dientes. Tanteando bajo el agua con la mano izquierda, me desabroché el cinturón, lo saqué del agua, indiqué a Aenea que cogiera la pistola con la mano libre.
Aferrándose de mi cuello con el brazo izquierdo, ella abrió la funda y extrajo la pistola. Yo sabía que ella nunca la usaría, pero ahora ya no importaba. Necesitaba el cinturón. Me puse el láser bajo la barbilla, sosteniéndolo mientras enderezaba el cinturón con la mano izquierda.
—¡Bettik! —grité.
El androide me miró con ojos doloridos.
—¡Ataja! —grité, arrojándole el cinturón de cuero. Con esa maniobra casi perdí la linterna, pero logré recobrarla con la mano izquierda.
El androide no podía apartar la mano derecha de la roca, y había perdido la izquierda, pero usó el muñón sangrante y el pecho para detener el cinturón. Había sido un tiro perfecto, mi única oportunidad.
—¡Kit médico! —expliqué—. ¡Torniquete, ya!
Creo que no me oyó, pero no era necesario. Apoyándose en la roca para que el agua no lo arrastrara, se puso el cinturón en el brazo izquierdo y ciñó la correa con los dientes. No había orificio en esa parte del cinturón, pero él lo ciñó con un tirón de la cabeza, le dio otra vuelta y lo volvió a anudar.
Yo había logrado encender la linterna láser. Puse el haz en dispersión máxima y lo proyecté por encima del río.
El cable era monofilamento, pero no superconductor. En tal caso no habría destellado como lo hizo. Una red de cables calientes relucía como rayos láser entrecruzados. A. Bettik había pasado flotando debajo de uno de ellos. Otros se sumergían en el agua a su izquierda y su derecha. Los primeros filamentos empezaban a un metro de los pies de Aenea.
Moví el haz a izquierda y derecha. Nada relucía allí. Los cables que había encima de A. Bettik relucieron unos segundos al disipar el calor y desaparecieron como si nunca hubieran existido. Moví nuevamente el láser, alumbrándolos de nuevo, angosté el haz. El filamento al que apunté destelló pero no se derritió. No era superconductor, pero no se derretiría con la baja energía que podía dirigirle con una linterna láser.
«¿Dónde está el francotirador?» Quizá sólo fuera una trampa pasiva. Viejo truco. Nadie al acecho.
No lo creí ni por un segundo. Noté que A. Bettik perdía su contacto con la roca a medida que lo empujaba la corriente.
—Mierda —dije. Calzándome el láser en la cintura, aferré a Aenea con el brazo izquierdo—. Agárrate.
Con el brazo derecho trepé a la resbaladiza roca. Tenía forma triangular y era muy lisa. Afirmando el cuerpo contra la corriente, subí a Aenea. La corriente me molía a puñetazos.
—¿Puedes sostenerte? —pregunté.
—Sí.
Aenea tenía la cara blanca, el pelo pegado a la coronilla. Vi raspones en su mejilla y su sien, y una magulladura cerca de la barbilla, pero ninguna otra lesión.
Le palmeé el hombro, me cercioré de que estuviera bien sujeta y me solté. Corriente abajo vi la balsa hecha trizas, rodando en la curva de aguas blancas junto a los peñascos de lava.
Rebotando en el fondo, abofeteado por la corriente, logré llegar a la roca de A. Bettik sin golpear al androide.
Lo sujeté, notando que las filosas rocas y la corriente le habían desgarrado la camisa. Manaba sangre de varios raspones de su piel azul, pero yo quería ver su brazo izquierdo. Gimió cuando le alcé el brazo.
El torniquete ayudaba a detener la hemorragia, pero no lo suficiente. Estrías rojas rodaban en el agua. Pensé en los tiburones arco iris de Mare Infinitus y tirité.
—Vamos —dije, alzándolo, apartando su mano fría de la roca—. Larguémonos de aquí.
El agua me llegaba a la cintura cuando me levanté, pero tenía la potencia de varias mangueras de bomberos. A pesar del shock y la hemorragia, A. Bettik me ayudó. Nuestras botas rasparon las cortantes piedras del fondo del río.
«¿Dónde está el rayo del francotirador?» Me dolían los hombros de la tensión.
La ribera más próxima estaba a la derecha, una extensión plana y herbosa que era el único sitio accesible. Invitaba a ir allí.
Una invitación demasiado evidente.
Además, Aenea aún se aferraba a la roca ocho metros corriente arriba.
Con el brazo bueno de A. Bettik sobre el hombro, avancé corriente arriba, tambaleando, nadando, gateando mientras el agua nos pegaba y nos salpicaba. Yo estaba medio ciego cuando llegamos a la roca de Aenea. La niña tenía los dedos blancos de frío y nerviosismo.
—¡La orilla! —gritó ella mientras la ayudaba a incorporarse. Caímos en un pozo y la corriente le pegó en el pecho y el cuello, cubriéndole la cara de espuma blanca.
Sacudí la cabeza.
—¡Río arriba! —grité, y los tres nos internamos en la espumosa corriente. Sólo mi fuerza maniática nos mantuvo en pie y en movimiento. Cada vez que la corriente amenazaba con tumbarnos, yo me imaginaba tan sólido como el Arbolmundo que antaño se erguía al sur, hundiendo sus raíces en el cauce rocoso. Había un tronco caído a veinte metros, sobre la orilla derecha. Si podíamos refugiarnos detrás de él... Tenía que aplicar el torniquete del kit médico en el brazo de A. Bettik dentro de pocos minutos, pues de lo contrario él moriría. Si intentábamos detenernos en el río, la corriente podía arrastrar el kit, el saco y todo lo demás. Pero no quería permanecer expuesto en esa acogedora ribera herbosa...
«Monofilamentos.» Saqué la linterna láser y alumbré el aire. No había cables. Pero podían estar debajo del agua, acechando para cortarnos los tobillos.
Tratando de calmar mi imaginación, los guié río arriba. La linterna láser se me resbalaba. A. Bettik me aferraba el hombro con menos fuerza. Aenea me aferraba el brazo izquierdo como si yo fuera su única salvación. Era su única salvación.
Habíamos avanzado menos de diez metros cuando las aguas estallaron delante. Tambaleé. La cabeza de Aenea se hundió y la levanté, aferrándole la camisa empapada con dedos frenéticos. A. Bettik cayó contra mí.
El Alcaudón emergió del río, los ojos rojos y llameantes, alzando los brazos.
—¡Mierda! —gritó uno de nosotros. O quizá los tres.
Giramos, mirando por encima del hombro, mientras sus dedos acerados hendían el aire.
A. Bettik cayó. Le cogí la axila y lo levanté. La tentación de sucumbir a la corriente y dejarse arrastrar río abajo era muy grande. Aenea tropezó, se incorporó, señaló la orilla derecha. Asentí y fuimos en esa dirección.
A nuestras espaldas, el Alcaudón se erguía en medio del río, agitando los brazos como colas de un escorpión de metal. Cuando miré de nuevo, había desaparecido.
Caímos varias veces antes de que mis pies sintieran lodo en vez de roca. Empujé a Aenea a la orilla, ayudé a A. Bettik a tenderse en la hierba. El río aún rugía contra mi cintura. Sin salir del agua, arrojé el saco sobre la hierba.
—El kit médico —jadeé, tratando de salir. Apenas podía mover los brazos. Tenía el torso entumecido por el agua helada.
Los dedos de Aenea también estaban fríos. Le costó sacar el torniquete del pak médico, pero lo consiguió. A. Bettik estaba inconsciente cuando ella le colocó los paños de diagnóstico, desanudó mi cinturón de cuero y rodeó el brazo mutilado con la manga. La manga se ciñó con un siseo, y siseó de nuevo cuando le inyectó un analgésico o estimulante. Las luces del monitor parpadearon.
Probé de nuevo, logré encaramarme a la orilla, salir del río. Me castañeteaban los dientes.
—¿Dónde está la pistola? —le pregunté a Aenea. Ella sacudió la cabeza. También le castañeteaban los dientes.
—La perdí cuando apareció el Alcaudón.
Apenas atiné a asentir. El río estaba vacío.
—Tal vez se haya ido —dije, apretando los dientes.
¿Dónde estaba la manta térmica? El río se la había llevado. Habíamos perdido todo lo que no estaba en mi saco.
Erguí la cabeza, miré río abajo. El poniente iluminaba las copas de los árboles, pero las sombras ya cubrían el desfiladero. Una mujer caminaba hacia nosotros por las rocas de lava.
Alcé la linterna láser y seleccioné HAZ ANGOSTO.
—No usarás eso contra mí, ¿verdad? —preguntó la mujer con tono burlón.
Aenea dejó de mirar el monitor médico para volverse hacia la mujer. La mujer usaba un uniforme negro y carmesí que yo no conocía. Era de baja estatura, tenía cabello corto y oscuro, rostro pálido en la luz evanescente. Parecía tener huesos de fibrocarbono encastrados en la despellejada mano derecha.
Aenea se puso a temblar, pero no era miedo sino una emoción más profunda.