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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (72 page)

BOOK: Endymion
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—Aferraos —advertí innecesariamente cuando pasamos bajo el arco de metal.

El paisaje se diluyó como si nos rodeara una vaharada de calor. De repente la luz cambió, la gravedad cambió, nuestro mundo cambió.

53

El padre capitán De Soya despierta gritando. Tarda unos minutos en comprender que es él quien grita.

Abriendo el ataúd, se incorpora. En el monitor parpadean luces rojas y amarillas, aunque todas las indicaciones esenciales están en verde. Gimiendo de dolor y confusión, De Soya trata de levantarse. Su cuerpo flota sobre el nicho abierto, sus manos aletean. Nota que sus manos y brazos están rojas y rosados, como si le hubieran quemado la piel.

—Santa Madre de Dios... ¿dónde estoy? —solloza. Las lágrimas cuelgan frente a sus ojos—. Gravedad cero. ¿Dónde estoy? ¿El
Baltasar
? ¿Qué ha sucedido? ¿Batalla espacial? ¿Quemadura?

No. Está a bordo del
Rafael
. Poco a poco las vejadas dendritas de su cerebro empiezan a funcionar. Está flotando en una oscuridad iluminada por instrumentos. El
Rafael
. Debería estar en órbita de Bosquecillo de Dios. Había fijado los ciclos para Gregorius, Kee y él en unas peligrosas seis horas en vez de los tres días habituales, «jugando a Dios con la vida de mis hombres», recuerda que pensó. Este ritmo acelerado aumenta las probabilidades de que fracase la resurrección. De Soya recuerda al segundo correo que le había llevado órdenes al
Baltasar
. El padre Gawronski. Parecen décadas atrás. El padre no había logrado una buena resurrección. El capellán del
Baltasar
... ¿cómo se llamaba ese cretino...? El padre Sapieha había dicho que el padre Gawronski tardaría semanas o meses en resucitar después de ese fracaso inicial. Un proceso lento y doloroso, había dicho acusador el capellán.

El padre capitán De Soya se despabila mientras flota sobre el nicho. Todavía en caída libre, como había programado. Recuerda haber pensado que quizá no estuviera en condiciones de caminar en gravedad uno. No lo está. Dirigiéndose al cubículo, se mira en el espejo. Su cuerpo reluce como una víctima de quemaduras, y el cruciforme es una cuña vívida en esa carne rosada y cruda.

De Soya cierra los ojos y se pone la ropa interior y la sotana. El algodón le lastima la piel inflamada, pero él ignora el dolor. El café se ha filtrado tal como lo programó. Saca el bulbo de la mesa y se dirige a la sala común.

El nicho del cabo Kee emite un fulgor verde en los últimos segundos de resurrección. El nicho de Gregorius emite luces de advertencia. De Soya murmura un juramento y desciende hacia el panel del sargento. El ciclo de resurrección está abortado. El ciclo acelerado ha fracasado.

—Maldito sea Dios —susurra De Soya, y luego ofrece un acto de contrición por tomar el nombre del Señor en vano. Necesitaba a Gregorius.

Kee resucita sin inconvenientes, aunque confundido y dolorido. De Soya lo levanta, lo lleva al cubículo para enjugarle la piel inflamada y ofrecerle zumo de naranja. Al cabo de unos minutos Kee empieza a comprender.

—Algo salió mal —explica De Soya—. Tuve que correr este riesgo para ver qué se proponía la cabo Nemes.

Kee asiente. Aunque está vestido y la temperatura de la cabina es elevada, el cabo tiembla espasmódicamente.

De Soya lo conduce al módulo de mando. El nicho del sargento Gregorius emite luces amarillas mientras el ciclo entrega al sargento a la muerte. El nicho de la cabo Rhadamanth Nemes muestra luces verdes para el ciclo normal de tres días.

Las pantallas indican que ella está dentro, sin vida, recibiendo el Sacramento de la Resurrección. De Soya teclea el código de apertura.

Parpadean luces de advertencia.

—No se permite apertura del nicho durante el ciclo de resurrección —dice la voz chata de
Rafael
—. Cualquier intento de abrir el nicho ahora produciría la muerte verdadera.

De Soya ignora las luces y los zumbidos de advertencia y empuja la tapa. Permanece cerrada.

—Déme esa barra —le ordena a Kee.

El cabo le arroja una barra de hierro. De Soya encuentra una rendija para insertar la barra, reza en silencio, esperando no estar equivocado y paranoico, y abre la tapa. Suenan alarmas.

El nicho está vacío.

—¿Dónde está la cabo Nemes? —le pregunta De Soya a la nave.

—Todos los instrumentos y sensores muestran que está en el nicho —dice el ordenador.

—Ajá —murmura De Soya, soltando la barra, que cae en un rincón con la lentitud de la gravedad cero—. Vamos —le dice al cabo, y los dos regresan al cubículo. La ducha está vacía. En la sala común no hay lugar donde ocultarse. De Soya se dirige a su silla de mando mientras Kee se dirige al tubo de conexión.

Las luces de status muestran una órbita geosincrónica a treinta mil kilómetros. De Soya mira por la ventana y ve un mundo de nubes arremolinadas excepto una franja ancha en el ecuador, donde el terreno verde y pardo está cubierto de tajos. Los instrumentos muestran que la nave de descenso sigue enganchada y desactivada. La nave, interrogada, confirma que la nave de descenso está en su sitio, y que la cámara de presión no se ha usado desde la traslación.

—Cabo Kee —dice De Soya por el interfono. Se concentra, aprieta las mandíbulas. Siente un dolor intenso, como si tuviera la piel en llamas. Quiere cerrar los ojos y dormir—. Informe.

—La nave de descenso no está, capitán —responde Kee desde el túnel de acceso—. Todas las luces de conexión están verdes, pero si yo abriera la cámara de presión, respiraría vacío. Desde aquí veo que la nave no está.


Merde
—susurra De Soya—. De acuerdo, regrese aquí. —Estudia los demás instrumentos mientras espera. El registro muestra esos dobles disparos, hace tres horas. Pidiendo el mapa de la región ecuatorial de Bosquecillo de Dios, De Soya inicia una búsqueda por telescopio y radar en el tramo del río que rodea el tocón del Arbolmundo—. Encuentra el primer portal teleyector y muéstrame todos los tramos intermedios del río. Infórmame de la posición del repetidor de la nave de descenso.

—Los instrumentos indican que la nave de descenso está amarrada al botalón del módulo de mando —responde la nave—. El repetidor lo confirma.

—De acuerdo —dice De Soya, ansiando arrancarle chips de silicio como si fueran dientes—, ignora la señal de la nave. Sondea esta región con telescopio y radar. Informa sobre cualquier forma de vida o artefacto. Todos los datos en pantallas principales.

—Enterado —dice el ordenador. La pantalla fluctúa mientras inicia una magnificación telescópica. De Soya ve un portal teleyector a sólo cientos de metros de distancia—. Planea río abajo.

—Enterado.

El cabo Kee entra y se sujeta al asiento del copiloto.

—Sin la nave de descenso, no podemos bajar.

—Trajes de combate —dice De Soya en medio de las oleadas de dolor que lo sacuden—. Tienen escudo ablativo... cientos de microcapas de ablativo de colores para resistir una descarga de luz coherente, ¿verdad?

—Correcto, pero...

—Mi plan era que usted y el sargento Gregorius usaran el ablativo para la reentrada —continúa De Soya—. Puedo llevar el
Rafael
a la órbita más baja posible. Usted usará un pak auxiliar de retropropulsión. Los trajes deberían soportar una reentrada, ¿verdad?

—Posiblemente, pero...

—Utilizará los repulsores EM para encontrar a esta... mujer. La encuentra y la detiene. Después usa la nave para regresar.

El cabo Kee se frota los ojos.

—Sí, señor. Pero he revisado los trajes. Todos tienen brechas de integridad.

—¿Integridad? —repite estúpidamente De Soya.

—Alguien cortó el blindaje ablativo. No se nota a simple vista, pero efectué un diagnóstico de integridad clase tres. Estaríamos muertos antes del apagón de ionización.

—¿Todos los trajes?

—Todos, señor.

El sacerdote capitán contiene el impulso de maldecir una vez más.

—De todos modos, haré descender el
Rafael
, cabo.

—¿Para qué, señor? Siempre estaremos a cientos de kilómetros, y no podremos hacer nada.

De Soya asiente pero teclea parámetros para el módulo de guía. Su desconcertado cerebro comete muchos errores —uno solo bastaría para que ardieran en la atmósfera— pero la nave los detecta. De Soya reconfigura los parámetros.

—Aconsejo no descender a una órbita tan baja —dice la voz asexuada de la nave—. Bosquecillo de Dios tiene una atmósfera superior volátil, y trescientos kilómetros no es suficiente para satisfacer los requerimientos de seguridad que...

—Cállate y hazlo —gruñe el padre capitán De Soya.

Cierra los ojos cuando se activan los propulsores principales. El retorno del peso agudiza el dolor. Kee gruñe en el asiento del copiloto.

—La activación del campo de contención interna aliviará las incomodidades de la desaceleración de cuatro gravedades —dice la nave.

—No —responde De Soya. Quiere ahorrar energía.

El ruido, las vibraciones y el dolor continúan. La curva de Bosquecillo de Dios crece en la ventana.

«¿Y si esa traidora ha programado la nave para que se interne en la atmósfera en caso de que despertemos e intentemos alguna maniobra? —piensa de pronto De Soya. Sonríe a pesar de la aplastante gravedad—. Entonces tampoco ella regresará a casa.»

El castigo continúa.

54

El Alcaudón había desaparecido cuando atravesamos el portal.

Bajé el rifle y miré en torno. El río era ancho y poco profundo. El cielo era profundamente azul, más oscuro que el de Hyperion, y al norte se veían imponentes estratocúmulos. Las columnas de nubes parecían recibir la luz del atardecer, y al mirar atrás vimos un sol bajo y enorme. Tuve la sensación de que era el poniente y no el alba.

Las orillas mostraban rocas, malezas y un suelo ceniciento. El aire mismo olía a cenizas, como si atravesáramos una región arrasada por un incendio forestal. La baja vegetación confirmaba esta impresión. A nuestra derecha, un volcán se erguía a muchos kilómetros.

—Bosquecillo de Dios, creo —dijo A. Bettik—. Aquéllos son los restos del Arbolmundo.

Miré de nuevo el negro cono volcánico. Ningún árbol podía haber alcanzado ese tamaño.

—¿Dónde está el Alcaudón? —pregunté.

Aenea se levantó y caminó hacia el lugar donde la criatura se encontraba un instante antes. Pasó la mano por el aire, como si el monstruo se hubiera hecho invisible.

—¡Aferraos! —advertí de nuevo. La balsa se dirigía hacia un modesto conjunto de rápidos. Regresé al timón y lo desaté mientras el androide y la niña cogían las pértigas. Saltamos y viramos, pero pronto habíamos pasado las ondas blancas.

—¡Eso fue divertido! —exclamó Aenea. Hacía tiempo que no la veía tan animada.

—Sí, divertido. Pero la balsa se está despedazando. —Era una leve exageración, pero no una hipérbole. Los troncos flojos del frente se estaban desatando. Nuestro equipo rodaba sobre la tela de la microtienda.

—Hay un lugar plano donde desembarcar —dijo A. Bettik, señalando una zona herbosa a la derecha—. Las colinas lucen más inhóspitas hacia delante.

Saqué los binoculares y estudié esos riscos negros.

—Tienes razón. Tal vez haya verdaderos rápidos más adelante, y pocos lugares donde atracar. Hagamos las reparaciones aquí.

La niña y el androide remaron hacia la orilla. Bajé de un salto y arrastré la balsa hacia la orilla lodosa. Los daños no eran graves en el frente y a estribor, sólo unas correas sueltas y algunos tablones rajados. Miré río arriba. El sol estaba más bajo, aunque parecía que tendríamos una hora más de luz.

—¿Acampamos esta noche? —sugerí, pensando que tal vez éste fuera el último lugar apropiado—. ¿O seguimos adelante?

—Seguimos adelante —dijo Aenea.

Comprendí su afán. Aún era de mañana, según la hora de Qom-Riyadh.

—No quiero estar en aguas blancas después del anochecer —le dije.

Aenea echó una ojeada al sol.

—Y yo no quiero estar aquí después del anochecer. Lleguemos tan lejos como podamos. —Cogió los binoculares y estudió los riscos negros de la derecha, los oscuros cerros de la izquierda del río—. No habrían puesto el sector del Tetis en un río que tuviera rápidos peligrosos, ¿verdad?

A. Bettik se aclaró la garganta.

—Sospecho que gran parte de ese flujo de lava se creó durante el ataque éxter. Pueden haber surgido rápidos muy peligrosos con las perturbaciones que causaría el bombardeo.

—No fueron los éxters —murmuró Aenea.

—¿Qué dices, pequeña?

—No fueron los éxters —repitió con firmeza—. Fue el TecnoNúcleo. Construyó naves para atacar la Red y simuló una invasión éxter.

—De acuerdo —dije. Había olvidado que Martin Silenus decía lo mismo al final de los
Cantos
. No había comprendido bien esa parte cuando estaba aprendiendo el poema. Ahora nada tenía importancia—. Pero las colinas derretidas aún están allí, y puede haber aguas caudalosas. O cataratas. Es posible que la balsa no pueda pasar.

Aenea asintió y guardó los binoculares en mi mochila.

—Si no se puede, no se puede. Caminaremos y atravesaremos el próximo portal a nado. Pero reparemos la balsa pronto y recorramos la mayor distancia posible. Si vemos rápidos peligrosos, nos dirigiremos a la orilla más próxima.

—Tal vez sólo haya peñascos. Esa lava no parece prometedora.

Aenea se encogió de hombros.

—Pues escalaremos y seguiremos a pie.

Admito que admiré a esa chiquilla esa noche. Estaba cansada, enferma, abrumada por emociones que yo no comprendía, muerta de miedo. Pero no estaba dispuesta a renunciar.

—Bien, al menos el Alcaudón se ha ido. Ésa es buena señal.

Aenea me miró con desgana. Pero trató de sonreír.

Las reparaciones nos llevaron sólo veinte minutos. Reforzamos las ataduras, pasamos al frente algunos soportes del centro y extendimos la microtienda como una especie de forro para mantener secos los pies.

—Si hemos de viajar en la oscuridad —dijo Aenea—, deberíamos instalar de nuevo el mástil con el farol.

—Sí —dije. Había reservado un poste alto para ese propósito. Lo calcé en la base y lo sujeté. Con el cuchillo abrí una muesca para la manija del farol—. ¿Lo enciendo?

—Todavía no —dijo Aenea, mirando el poniente.

—De acuerdo. Si vamos a botar en aguas blancas, debemos mantener el equipo en las mochilas y guardar los elementos más importantes en los sacos impermeables.

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