—Thick abandonó el caso porque no pudo cargárselo a nadie. ¡Hijo de puta! —bramó el sargento—. Todavía anda por ahí jodiendo y mucho, me temo, pero lo tendremos aquí si hurgamos en
Leather Aprom
.
—El caso encaja con nuestro Jacky. Jack Pizer,
Leather Aprom
, era un tipo misógino que puteaba a las zorras de Whitechapel. Recuerdo el caso perfectamente, aunque no lo pasaron al departamento. El comisario Smith y sus chicos de la División J se encargaron de él… —dijo Donald Swanson—. Y así les fue —concluyó, haciendo después una mueca.
—Y más poniendo al capullo de Thick al frente —coreó el sargento.
—Es interesante, porque se encontró un mandil de cuero en el escenario del crimen de Annie Chapman… —intervino el doctor.
Bostecé cuatro veces antes de intervenir.
—Todas las piezas encajan —apunté incisivo—. Parece hecho adrede.
—Ya tenemos un sospechoso —convino Carnahan—. Que ellos se encarguen de buscarlo… —se pasó la lengua por la parte baja de la dentadura.
Acordamos realizar una rueda de prensa verdadera —no como las que les decía que realizaría a los periodistas para que me dejasen en paz de una vez por todas—, y el doctor y el jefe Swanson salieron de mi despacho. Poco después, también lo hizo el sargento.
Una vez más, yo dormí rodeado de las fotografías de las prostitutas muertas. Me pesaban los párpados como si fueran de plomo tras pasar una noche agitada.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
El propio McCarthy nos enseñó la casa a Mary y a mí. Era una pequeña habitación dividida en dos por un tabique tan estrecho que parecía de cartón. Se suponía que únicamente nos la alquilaba a las dos, pero pensábamos meter también a Lizie y a Kate. La casa entera era el número 26 y nuestra habitación, la 13. Como es de suponer, ya nos habían echado de la pensión, y las cuatro nos habíamos dirigido directamente hacia la antigua casa de Mary en Miller's Court, un patio de Dorset Street.
No era muy grande y el austero mobiliario estaba formado por unas sillas y una mesa, una gran cama empotrada en la pared y una mesilla al lado; por lo menos tenía chimenea. Había dos grandes ventanas en la habitación que daban al patio de Miller's Court, el cual comunicaba con Dorset Street a través de un estrecho pasadizo. Quedamos satisfechas y nos instalamos con nuestras escasas pertenencias.
Extendimos unas mantas en el suelo. Mary y yo ocuparíamos la cama, y Lizie y Kate dormirían sobre la vieja tarima que tanto crujía.
Durante aquellos días trabajábamos como esclavas. Apenas dormíamos y comíamos, pero eso no importaba. Debíamos conseguir el dinero a cualquier precio para aplacar la cólera de los McGinty.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Tras haber llamado y obtenido el correspondiente permiso verbal, el agente Mason abrió la puerta de mi despacho y le cedió el paso a la persona que yo aguardaba desde que todos los periódicos de Londres publicaron nuestro cuento de
Leather Aprom
. Era el sargento Thick, alias Jolinny el Recto. Sonreí. Le esperaba desde hace días.
Conocía a aquel hombre taciturno y serio, de mostacho y nariz prominentes. El apodo le venía por su habilidad para arrancar confesiones y su creencia de que East End se enderezaría con unos buenos golpes de su vieja porra.
—Buenos días, inspector Abberline —me saludó en tono correcto.
—Igualmente, sargento. Pero siéntese, por favor. Lo hizo ante mi mesa.
—Creo que usted ha venido por lo de
Leather Aprom
… ¿no es así? —fui directo al grano.
Thick asintió en silencio. Después se disparó él solo. Había picado en el anzuelo.
—Vengo a solicitarle que me permita investigar por mi cuenta el caso. Lo llevé hace años y se convirtió en algo personal —explicó mientras arrugaba el gran apéndice nasal.
Sonreí otra vez.
—Su ayuda es verdaderamente estimable, Thick —le adulé con tacto—. No tengo ningún inconveniente para no aceptarla —añadí, señalando las paredes llenas de papeletas y fotografías.
Parece ser que Thick esperaba que le hubiese mandado al diablo o algo parecido, porque se mostró sumamente desconcertado.
En honor a la verdad, he de decir que en otras circunstancias jamás le hubiese cedido el caso a aquel bestia de mierda. Si lo hacía, era sencillamente porque Thick se consideraba a sí mismo un "héroe de East End". Además, en su insoportable pedantería, gustaba que los periodistas le preguntasen y publicasen artículos que le favorecieran. Su presencia en el caso podía alejar a los posibles informadores del antipático inspector Frederick Abberline, para dirigirla sin tregua al honrado sargento Thick.
—¿Puedo ayudarle en algo más? —pregunté con mi mejor cara, fingiendo ser solícito.
—No, gracias, inspector Abberline —repuso Thick.
Se colocó el casco y se marchó de mi despacho con un seco buenos días.
Otra de mis piezas había entrado en juego en el imaginario ajedrez. Satisfecho, consulté mi reloj de bolsillo. Las cinco.
Como Lancaster estaba ocupado, pedí al agente Mason que me consiguiera un coche y, sin más, me dirigí hacia mi casa.
Ataviado como un mecánico y tras alquilar una calesa, me fui a la sede del
Star
con la esperanza de ver cumplido mi plan. Lo cierto es que me costó bastante conseguir el disfraz apropiado, y no digamos ya los útiles de trabajo.
No había avisado al sargento Carnahan de mis intenciones, pues prefería hacerlo solo.
La razón por la que me encaminé hacia la sede del conocido periódico londinense fue ese maldito periodista desconocido, ese cabrón que publicaba aquellas fotografías y artículos. Y solo el
Star
, uno de los diarios más conocidos y polémicos de Londres, podría darme la respuesta.
La calesa se detuvo frente al vasto edificio de oficinas y yo me apeé. Pagué al cochero y esperé hasta que se hubo marchado. Había unas cuantas boñigas frescas en la calle, que nadie había recogido aún.
Me dirigí hacia un oscuro callejón cerca del edificio, donde mi agente encubierto me esperaba.
—Buenas tardes, señora Dilber —saludé cortés.
La limpiadora pegó un respingo y suspiró aliviada al verme. Di por buena mi apariencia, porque al primer vistazo no me reconoció.
—Buenas tardes, inspector.
—¿Me ha conseguido lo que le pedí? —pregunté interesado.
Indagando en la familia de un viejo borracho, el cual se pudría en la comisaría por agresión, encontré a la señora Dilber, que trabajaba en el
Star
. Me puse en contacto con ella de inmediato.
La buena mujer había conseguido tomar prestada una llave de los archivos del citado diario, a cambio de que le hiciese un pequeño favor. Me tendió una pequeña llave de hierro.
—Logré quitársela al director ayer, inspector. Debe darse prisa y actuar rápido. Y procure que no le atrapen, pues me vería en un serio aprieto —me informó la gruesa mujer, a tiempo que, desconfiada, miraba a su alrededor.
—¿Y lo otro?
—Le arreglé una de las máquinas de imprimir —me comunicó como en un susurro.
—Perfecto. Muchas gracias, señora Dilber. Su marido será soltado mañana, a eso de la medianoche. Vaya a recogerlo —le anuncié y su rostro se iluminó de inmediato. Aparte, le entregué tres fibras por su ayuda.
—Descuide, que así lo haré, inspector —la mujer recogió el dinero sin ninguna vacilación—. ¡Ah! Y tenga cuidado con el archivero —me advirtió—. Es un viejo gruñón que se pasa el día en el archivo.
Los dos salimos del callejón. La señora Dilber lo hizo antes que yo para que no sospecharan de ella. Así pues, me introduje en el gran edificio.
Después de subir unas cuantas escaleras, llegué hasta la sede del
Star
.
Varios periodistas corrían de un lado para otro, y el incesante y rítmico teclear de las máquinas de escribir me dañaba los oídos. Oí voces estentóreas, gritos y comentarios por todos lados. Aquello parecía un manicomio. Había un tipo tras un mostrador cercano. Me acerqué si vacilar.
—Buenas tardes —me saludó el tipo en cuestión—. ¿Qué desea? —inquirió con cara de aburrimiento.
—Soy el mecánico que solicitaron. Vengo a arreglar la impresora —dije con voz segura.
Mi plan era sencillo y obvio.
La señora Dilber me había indicado que las máquinas de imprimir estaban cerca de los archivos del periódico. Ella había estropeado una sin que nadie la viese, y ahora me tocaba a mí hacer como que la arreglaba… Por eso me había presentado vestido de mecánico y con una caja de herramientas. Llevaba la cara y la ropa con manchas de grasa.
—Le llevaré hasta la sala —me comunicó el gris empleado.
Seguí al tipo por unos cuantos corredores, hasta que se detuvo frente a una puerta.
—Aquí es. Las pararon esta mañana y todos los técnicos tienen el día libre. Así podrá trabajar sin que nadie le moleste —dijo el hombre con aire cansino.
—Gracias.
Entré en la sala y el abúlico empleado cerró la puerta tras de mí.
Las máquinas de impresión estaban delante, descansando. Las ignoré y pegué el oído a la superficie de madera de la puerta. Cuando los pasos del tedioso empleado de la entrada dejaron de oírse por el corredor, abrí la puerta y salí con sumo cuidado.
Me acerqué a la puerta de al lado —coronada con el letrero metálico de "Archivo"— e introduje la llave que me había proporcionado la señora Dilber. La hice girar y el ruido que produjo la cerradura al abrirse se me antojó demasiado escandaloso.
Penetré en el archivo y cerré la puerta tras de mí. Saqué mi caja de cerillas, froté un fósforo contra la pared y la prendí al segundo intento. Un pequeño resplandor iluminó la sala tenuemente. Varias estanterías ocupaban toda la estancia.
No tardé en localizar lo que buscaba. En una ancha y abultada carpeta, con tapas de grueso cartón, encontré una etiqueta donde se leía: "East End: Jack
el Destripador
".
¡Bingo! La cerilla se consumió. Saqué otra.
Extraje el pesado volumen y lo trasladé hasta una pequeña mesa situada en el fondo de la solitaria sala. Lo abrí y observé las distintas instantáneas de las prostitutas muertas, los artículos anónimos que se debían publicar próximamente… "¡Joder!", pensé sorprendido; allí había suficiente material para hundir toda mi carrera en la Policía.
Contuve mis deseos de quemar todo aquello con la cerilla que empuñaba, pero esta, como alentada por un divino deseo, se apagó y con ella, mis turbias ansias de arruinar el maldito diario
Star
. Encendí un nuevo fósforo y me concentré en buscar nombres. Nada.
El tiempo se me echaba encima y no hacía más que lanzar frecuentes miradas a la puerta, temiendo que alguien la abriese de pronto y me cazase fisgoneando donde no debía. ¿Cómo explicar allí la presencia de un supuesto mecánico? Comencé a sudar.
¿Dónde podía encontrar el nombre de ese cabrón de periodista?
Miré las fotografías y el informe del Destripador y acabé soltando un prolongado suspiro de impotencia. Lo encerré todo en la cargada carpeta y me resigné ante lo evidente. Guardé el informe en la estantería.
Se me llevaban los demonios. ¡Y pensar que algún cabrón estaba en su casa, llenándose los bolsillos a costa de todas esas mentiras que yo podía destruir en esos momentos! ¿Llenándose los bolsillos? Caí al fin en la cuenta.
Busqué desesperadamente el informe de los pagos a los informadores. Allí tenía que estar. Lo localicé en una estantería cercana a la puerta y lo abrí allí mismo, sin llevarlo a la mesa. La excitación y los nervios hacían temblar sin control mis ansiosas manos.
Había varios tipos que recibían dinero constantemente, pero entre ellos destacaba uno en particular. "Michael P. Curtis", leí.
—¡Te he cazado, listo hijo de puta! —mascullé triunfal.
Apunté la dirección del periodista en una pequeña libreta y me guardé luego el papel en un bolsillo. Después dejé el informe en su lugar correspondiente y me dirigí con paso sigiloso a la puerta. Por desgracia, el inconfundible ruido de la vieja cerradura corriéndose y las voces de tres hombres resonaron al otro lado de la puerta.
Corrí a ocultarme detrás de una estantería de la segunda fila, con la puerta a punto de abrirse, y me refugié allí momentáneamente, procurando que no me descubrieran. Apagué la última cerilla justo antes de que tres personas penetrasen en la sala.
—¿Lo ve, señor director? —decía el tipo que me había recibido en la entrada—. Todo está en orden.
—Mire, Watkins… He perdido la llave y no la encuentro. Y sería grave que me la hubiesen robado —dijo un hombre viejo al que no pude ver el rostro.
Los tres se aproximaron a las estanterías, siguiendo el recorrido de la primera fila. Cuando los tuve lo bastante lejos, salí veloz de mi escondite y me precipité hacia el pasillo. Oí la voz del otro de los tres hombres, que daba explicaciones al director.
—…En la sala de máquinas está el mecánico reparando la tres, que se ha estropeado…
Abandoné el corredor y salí a la sala central.
No respiré a gusto hasta que no hube salido del
Star
y pedí un coche. Tenía por fin a mi hombre al alcance de la mano.
—Creo que lo he encontrado, señor —informé a Sir Charles Warren en su propio despacho.
Me había inventado una historia bastante convincente para explicar cómo había logrado identificar al periodista. Pero no pude engañar al agente Carter, que me miraba con creciente desconfianza.
"¡Joder…! ¡Ojalá no diga nada!", pensé con el corazón en un puño y rezando por que el agente no abriese la boca. En aquel despacho era el único que podía cazarme.
—Buen trabajo, inspector —reconoció Sir Charles, pero había un tono extraño en su voz—. ¿Cuándo piensa detenerlo? —quiso saber.
—En cuanto usted o el jefe Swanson firmen la orden —le tendí el documento que ya tenía preparado. Con un rápido movimiento de pluma, el jefe de Scotland Yard estampó su aparatosa rúbrica sobre el papel—. Muchas gracias, señor.
El agente especial carraspeó con suavidad.
—Sir Charles…, solicito que se me permita acompañar al inspector.
—Por supuesto. Tiene mi permiso —dijo el aludido, haciéndonos un ademán con la cabeza para indicar que podíamos irnos.