Entre las sombras (30 page)

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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

BOOK: Entre las sombras
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—Es un placer —dije en tono neutro, estrechándole a continuación la mano al personaje en cuestión.

Stephem era un tipo alto, pálido, con una perilla de chivo que le cubría casi toda la barbilla. Sus ojos eran de un azul acuoso, que le daban el aspecto de estar casi ciego.

—Tengo entendido que usted se ocupa del caso del Destripador, inspector —habló el referido tutor de la Casa Real—. He oído que afirma que ese asesino es un médico… Si es así, ha venido al sitio adecuado, inspector —abarcó la gran sala con los brazos—. Elija al que más le guste. Aquí hay sospechosos de sobra.

Livesey le rió la gracia.

—Siempre tan ocurrente, señor Stephem —comentó jocoso el máximo responsable del Departamento de Seguridad Interior—. Aunque me parece absurdo que sospeche de un médico, inspector, este país nuestro está lleno de miles de asesinos y desquiciados. Elija donde quiera, que aquí hay judíos, socialistas, anarquistas… Son gente que quiere desestabilizar la Corona y el Imperio con historias burdas y ridículas como la de ese Destripador. A ellos debería usted perseguir y no a eminentes médicos.

—Muy acertado —convino Stephem.

Ambos se marcharon al poco, de modo que Carter y yo nos quedamos solos en medio de aquellos corrillos de médicos.

—¡Cabrones! —mascullé asqueado.

—Déjelos… Busquemos a ese doctor Neil —razonó el agente especial.

Un hombre anciano, alto y de anchas espaldas se dio la vuelta y nos miró con mucha atención.

—Disculpen, caballeros, pero no he podido evitar escuchar su conversación… ¿Buscan al doctor Neil? —preguntó cortés.

—En efecto, señor… ¿Lo conoce usted? —inquirió Carter, a su vez.

El anciano asintió.

—Sí, sí le conozco, pero debo informarles de que el doctor Neil se ha sentido indispuesto y no ha podido acudir a la convención. Si puedo ayudarles en algo… —se ofreció solícito.

—¿Es usted cirujano? —sabía cuál sería la respuesta de antemano.

—Soy Sir William Whithey Gull y sí, claro que sí, soy cirujano —el hombre me tendió la mano, la cual estreché, al igual que Carter.

—Aparte de ser el médico personal de Su Majestad, la reina Victoria —añadió mi acompañante—. Soy el agente especial Carter y este caballero es el inspector Abberline, del Departamento de Investigación Criminal.

—Mucho gusto, caballero —dijo el doctor Gull—. Tengo entendido que están ustedes a cargo del caso de ese Destripador. He leído algunas de sus antiguas declaraciones, inspector, y he de decirle que me parecieron muy interesantes.

—Gracias —dije lacónico.

El doctor Gull bebió de su copa antes de seguir hablando.

—Sin embargo, sus declaraciones han variado mucho últimamente, inspector. Dicen que ha descubierto a otros dos posibles sospechosos; ese tal
Leather Aprom
y el judío Aarom Kominsky —apuntó, penetrándome con su escrutadora mirada.

—He de decirle que tengo mis dudas sobre la implicación de Kominsky en el caso, doctor —reconocí.

—Como yo —afirmó el galeno de la soberana—. No quiero que crean que soy un impertinente, pero como el doctor Neil no les ha sido de mucha ayuda… tal vez yo pueda echarles una mano, si ustedes me lo permiten, claro está.

—Por supuesto, Sir William. Será un honor para nosotros contar con su colaboración —repuso Carter cortésmente.

El doctor Gull acercó una cerilla a la lámpara de gas y esta se encendió con una llama azulada. Pude ver con claridad la sala a la que el anciano médico real nos había conducido. Esta parecía ser una especie de aula, lo que obviamente supuse por los bancos en las paredes y la pizarra en el centro; era como un extraño dios que mostraba a los alumnos todos los saberes se escribían en ella. El galeno se colocó detrás de una imponente mesa de operaciones que había delante de la pizarra y nos miró con fijeza.

—Han venido a hablar con un cirujano y eso es lo que les traigo. No se sientan violentos por esto, caballeros. Estoy acostumbrado a responder preguntas, pues es a lo que me dedico desde hace algún tiempo. ¿Qué desean exactamente?

Me adelanté a cualquier iniciativa verbal de Carter.

—Hay ciertos aspectos que el forense de la División H, el doctor Phillips, ha observado en su informe y que le ruego que eche un vistazo —precisé.

Saqué el informe de mi chaqueta y se lo puse encima de la mesa. Gull sacó unos pequeños anteojos y, con cierta dificultad, se los colocó.

—Disculpen… —su rostro se contrajo en una mueca—. Ando un poco mal de los huesos últimamente, sobre todo de las articulaciones de los brazos —se frotó los hombros dolorido—. ¿Saben ustedes cuál es la única enfermedad que un médico moderno no puede curar? Su propia vejez…

—Y la de los demás —añadí yo, aunque con un poco de sorna.

El médico de Su Majestad me sonrió comprensivo.

—Volvamos al informe, caballeros —apuntó con sus exquisitos modales, a tiempo que observaba el legajo de papeles y las fotografías—. Interesante… —murmuró—. El doctor Phillips acierta en muchas cosas, por lo que veo. Falta parte de la matriz del útero y varios trozos de intestino seccionados magistralmente. Si lo que buscan es una confirmación, he de decirles que el buen doctor Phillips está en lo correcto; se enfrentan a un demente, pero a un demente muy bien instruido en el arte de la disección humana.

Aquella confirmación sobre mis suposiciones —aunque no por esperada— me dejó plantado en el sitio. Hasta ahora solamente había manejado hipótesis, pero su ratificación había supuesto un fuerte golpe.

"Dios, ya no hay duda. Es un hombre culto", cavilé mentalmente. Pensé también en la manera en la que iba a presentarme en casa de un médico eminente y preguntarle: "Perdone, ¿es usted Jack
el Destripador
?".

—¿En qué datos se basa? —preguntó Carter interesado.

—Bueno, principalmente me centro en las fotografías —respondió Sir William con calma—. Los cortes pos mortem son precisos y hábiles, lo que nos indica que la persona en cuestión es muy ducha en el manejo de los útiles quirúrgicos y que está bien familiarizada con este trabajo con los cadáveres…, tanto en la extracción como en la localización. Les cortó el cuello de izquierda a derecha, por lo que deduzco que es diestro.

Asentí en silencio antes de preguntar:

—¿Y el arma? Si se tratase de un objeto quirúrgico…, ¿podría decirnos cuál sería el adecuado? —insistí ansioso.

Gull se paseó por la sala pensativo. Se tomó su tiempo.

—Verá, por el diámetro y grosor de las heridas infringidas… yo apostaría por un bisturí de Liston.

El veterano galeno cogió una tiza y dibujó en la pizarra un cuchillo afilado y largo.

—Lo inventó un cirujano de la guerra de Crimea. La gangrena obligaba a amputar miembros con rapidez, y Liston se vio forzado a fabricar este instrumento tan afilado. Puede cortar una pierna en menos de un minuto. Debido a su ligereza y rapidez, es un instrumento posible.

Carter arqueó mucho las cejas.

—¿No podría haber utilizado otra arma? ¿Tal vez una daga oriental? —aventuró un poco al azar de las conjeturas.

Sir William Whithey Gull sonrió comprensivo, pero enseguida negó suavemente con la cabeza.

—Si se refiere usted a un kukri o a un cuchillo pesh kabz, solo puedo decirle que es posible, aunque yo apostaría por un cuchillo de Liston. Lo digo porque todo parece indicar que el asesino es un hombre culto. Piénsenlo bien… —apuntó sagaz—. Para un médico sería mucho más útil el bisturí de Liston que un cuchillo hindú… ¿He resuelto su duda?

El agente especial asintió convencido.

—Si no les importa, hablemos ya de los crímenes —sugirió, abriendo las manos en paralelo—. En el último, el asesino prefirió jugar con ventaja. Me explico… Estranguló a Annie Chapman por la espalda, para después cercenar su cuello y extraerle las vísceras… Esto es, a todas luces, un ritual, señores, un macabro ritual. Este asesino no se conforma con matarlas, pues hace con ellas una tarea casi de cirugía y, además, con un fin que todavía desconocemos.

—¿Y la otra mujer? —preguntó el doctor Gull.

—¿Mary Ann Nicholls…? —intervine presto—. Por la ausencia de sangre, suponemos que la mató en otro lugar… La señora Nicholls murió a causa del tajo en el cuello, como es de suponer, pero antes fue debilitada con otro más pequeño en el cuello.

—Es obvio que el asesino se vio amenazado e intentó asesinarla de forma impulsiva, y eso le llevó a cometer el error de la primera herida —apuntó Carter, siempre incisivo en sus apreciaciones.

El doctor Gull suspiró hondo. Nos observó con renovado interés antes de dar su docta opinión.

—Recuerden, caballeros, que solo barajamos hipótesis —nos previno.

—Por supuesto, Sir William —convino Carter—. Créanme, caballeros, he visto muchos crímenes en mi vida y me parece que sé reconocer las manos que los cometen… Nuestro hombre puede ser ducho en el manejo del cuchillo, así como en materia de disección y anatomía humana, pero… es un tipo débil, asustadizo e inexperto en asesinatos —añadió con absoluto convencimiento.

—Ha enfocado bastante bien su mentalidad, agente Carter. Pero olvidan ustedes un detalle, Martha Tabram. Siento decirle que treinta y nueve puñaladas antes de que se desangrase por completo es puro ensañamiento… lo que nos conduce a ese sentimiento humano tan común que es la ira… Y la ira no es algo metódico precisamente. ¿No creen ustedes?

Tras un titubeo, volví a intervenir en aquella reveladora conversación.

—Yo ya había pensado en ello, doctor Gull —respondí cauto—. Deduje que el asesino perdió la cabeza a causa del nerviosismo que le produjo matar a su primera víctima.

—También es una buena explicación, sin duda —dijo Sir William, que carraspeó luego—. Lo que a mí me intriga es el motivo… Me refiero al hecho por el cual una mujer se deja guiar hasta un callejón oscuro y sucio por un tipo al que no conoce de nada y del que se fía plenamente.

—Creo que puedo responder a eso, doctor —contesté seguro—. Pude oler el aroma del vino en boca de las dos últimas víctimas. Era vino de cosecha, muy caro. Y hay algo más… Pude reconocer el olor a láudano en sus bocas.

—Comprendo… —admitió el facultativo de la reina—. El fin podría ser atontarlas, emborracharlas y drogarías para hacerlas después más vulnerables.

Los tres nos sumimos en un silencio profundo que Carter rompió.

—Muchas gracias, doctor Gull. Nos ha sido usted de mucha ayuda.

—El placer ha sido mío, caballeros —sonrió satisfecho de su aportación—. No duden en preguntarme si necesitan más datos.

—No querríamos molestarle más, doctor —incidí para comprobar su buena disposición.

—No es molestia… ¿Conocen esa vieja máxima que dice qué pide el Señor de ti, pues es mi favorita. Ustedes luchan contra el mal, señores. Tal vez lo que el Señor pida de mí es que les ayude… ¡Ojalá atrapen pronto a ese monstruo! —exclamó mientras miraba el techo de la sala.

"Dios le oiga", pensé.

La conversación con el médico real me turbó profundamente. Estaba claro ya. El asesino era un hombre de alta cuna y, además, tenía una misión muy definida. Su obsesión era asesinar al grupo de prostitutas de Grey… ¿Por qué razón? No lo sabía aún. Ahí podía estar la clave del caso que tanto me obsesionaba. Y luego estaban Kominsky —a quien el buen sargento Carnahan buscaba incansablemente— y Ostrog.

Para distraerme, y dado que el suboficial estaba ocupado con el rastro de Aarom Kominsky, me dediqué en persona a recorrer todos los orfanatos y hospicios de Londres, en busca de la pequeña de mi sueño. Tenía a la madre, Annie Crook, y gracias a su nombre encontraría a la pequeña y, posiblemente, al padre. Esto me aclararía algunas cosas, ya que en mi sueño la niña y el padre no eran asesinados… Mi mundo onírico había vuelto de nuevo y se repetía cada noche.

Como decía, recorrí todos los hospicios de la ciudad en busca de la niña, hasta que al final di con ella en Marylebone. Una enfermera me dejó pasar al jardín para que la viera. Tenía unos años más, pero era la misma de mi sueño. La pequeña jugaba con otras niñas a pillarse.

—La pequeña Alice —me indicó la esquelética enfermera—. Su madre la tuvo aquí hace tres años, el 18 de abril. Durante un tiempo no volvimos a saber nada de ellas, hasta que una mañana la niña apareció en la puerta del hospicio.

Pedí a la enfermera que me enseñase la partida de nacimiento, pero no se conocía el nombre del padre.

Joder. Tampoco sacaría nada en claro de allí.

38

(N
ATALIE
M
ARVIN
)

Era tarde, como siempre, y Lizie y yo volvíamos juntas a casa, después de otra dura jornada de trabajo soportando babosos y borrachos, para variar… Menos mal que habíamos ganado bastante aquella noche.

Ahogando el sonido de las monedas en mis bolsillos con las manos, para evitar que nos atracasen ante tan tentador ruido, caminamos por Dorset Street lo más rápido que pudimos.

Mi corazón se calmó un poco al adentrarnos en Miller's Court.

—¡Joder! —mascullé asqueada—. Estoy reventada y…

Unos gritos de discusión nos alertaron de inmediato. Procedían del interior de nuestra casa. Giré el picaporte.

Mary estaba de pie con los puños apretados y el rostro desencajado, discutiendo con un hombre alto y fornido, con barba de tres días y bastante atractivo por cierto.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Lizie, ceñuda.

—Chicas, este es Joe Barnett, que ya se iba —dijo Mary, apretando luego los dientes.

El no se mostró de acuerdo.

—Tú no puedes echarme de mi casa, Marie Kelly.

Uno de los apodos de Mary era Marie, es decir, su nombre en francés. Ella solía contarles a todos que había estado una temporada en Francia, lo cual era mentira. Yo sabía que le gustaba el nombre porque uno de sus innumerables amantes la había bautizado así.

—¿Tu casa? ¡Querrás decir nuestra casa! —bramó Mary.

—La mantenemos entre los dos, Marie, y tengo poder sobre ella. Esta casa era para nosotros… para que follásemos en paz. ¡Y tú la has llenado de tus asquerosas amigas! —gritó Joe, sin importarle nuestra presencia.

—¡Eh, tú, cabrón de mierda! ¡Sin faltar! —le espeté con furia.

—¡Cállate, furcia! —me miró con gesto amenazador antes de seguir con la discusión—. Marie, solo te pido que las eches de aquí. Es nuestra casa y yo no mantengo putas. Esto no es una pensión.

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