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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (11 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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Los infantes ni siquiera pudieron demorarlos. Takamal contempló admirado cómo las bestias abrían un camino de muerte entre las hermosas filas de guerreros. Sabía que más tarde lloraría por los cuerpos destrozados en el ataque, pero ahora su mente buscaba, sin perder un segundo, la réplica adecuada.

——¡Allí! —exclamó, señalando un punto en la trayectoria de la carga—. ¡Vienen por donde los habíamos esperado!

——Tu sabiduría muestra una vez más las bendiciones de Zaltec —afirmó Naloc, con una mirada de profundo respeto a su jefe. Takamal había deducido que los monstruos, si aparecían, atacarían por el sector de terreno con menos obstáculos.

Y, precisamente allí, el cacique había colocado la trampa.

Alvarro sonrió mientras su lanza atravesaba el escudo de plumas de un kultaka. Su caballo avanzó como un trueno, aplastando bajo sus cascos a los nativos aterrorizados. A sus espaldas, se desplegaron los lanceros para avanzar en una línea que significaba la muerte para cualquiera que saliera a su encuentro.

El capitán encabezaba al grupo, y clavaba las espuelas a su caballo para mantenerse por delante de los demás. Su coraza negra le servía de distintivo, pero, para que sus hombres —y también el enemigo— pudieran verlo desde cualquier lugar del campo, llevaba unas cintas negras enganchadas al yelmo.

¡Los salvajes se dispersaban! El corazón le vibró de entusiasmo al ver que sus lanceros llevarían el peso de la batalla. Volvió a matar, y esta vez perdió la lanza, que quedó enganchada en el cuerpo de su víctima. El jinete desenvainó el sable, como ya habían hecho la mayoría de sus compañeros.

La carga llevó a los lanceros a las primeras estribaciones de la cordillera. Muy pronto llegarían al lugar donde los nativos tenían cercados a Daggrande y sus ballesteros.

El capitán no vio el mástil, con sus estandartes de plumas, que se bajaba y ondeaba en lo alto del risco. De todas maneras, no habría podido entender la orden.

En cambio, vio los resultados.

Alvarro abrió la boca atónito al ver que un enorme felino manchado, más grande que cualquier leopardo, saltaba sobre una roca. Con un terrible rugido de rabia, la bestia mostró sus largos colmillos curvos, y atacó al jinete.

Por puro instinto, Alvarro levantó el sable, pero fue la reacción natural de su caballo lo que lo salvó. El caballo se encabritó espantado y, con las patas delanteras, golpeó al felino y logró desviar su trayectoria. El Jaguar se agazapó en cuanto tocó tierra, dispuesto a atacar de nuevo, y Alvarro observó, aterrorizado, que más de estas criaturas salían de los matorrales para enfrentarse a sus lanceros,

——¡Atrás! —aulló el capitán Alvarro—. ¡Apartaos de estos demonios! —Descargó un sablazo contra el cráneo de uno de los Jaguares, que cayó exánime. En el mismo momento, vio caer a un caballo atacado por varios felinos. El jinete, que chillaba horrorizado, fue arrancado de la silla, y a los pocos segundos desapareció en un torbellino de garras y colmillos.

Los lanceros hicieron girar a sus caballos, y de inmediato huyeron a todo galope. Ni uno solo de los animales se había escapado sin sufrir heridas en los flancos o las patas.

Una vez más, Alvarro encabezaba a su tropa, aunque ahora en una fuga desesperada. Le babeaban los labios, mientras intentaba controlar su pánico cerval. Pero le resultaba imposible tirar de las riendas.

——¡Que Helm lo maldiga! —exclamó Cordell. despreciativo, con el estómago en un puño al ver que Alvarro escapaba de los jaguares—. ¡Perro cobarde!

——¿Quién puede hacer frente a esos demonios? —replicó fray Domincus—. ¡Sin duda son una creación de sus dioses inmundos!

——¿Alguno de los dos ha visto aquello? —preguntó Darién, imperturbable. Su voz serena captó al instante la atención de los hombres.

El trío se encontraba en un pequeño altozano, un poco más abajo de la ladera donde se desarrollaba el combate. Cordell, consciente de que la supervivencia de la compañía de Daggrande estaba en juego, se volvió molesto por la interrupción.

——¿Ver qué? ¿De qué hablas?

——Allí arriba —respondió la hechicera, señalando. La piel blanca lechosa de Darién quedó al descubierto cuando levantó la mano para señalar hacia la cumbre del risco. Jamás exponía la piel a la luz directa del sol, pero el cielo nublado le evitaba las molestias.

——¿Aquel palo emplumado? —preguntó Cordell. Sabía qué era; sin embargo, ignoraba cuál era la intención de la maga—. Es la insignia del cacique. El jefe payita también lleva una.

——Un gran jefe —murmuró la hechicera—. Ha sido una trampa magnífica, y su enseña ordenó el ataque.

Cordell volvió a mirar hacia lo alto, con los ojos resplandecientes.

——Ahora entiendo lo que te propones —dijo con voz suave.

——¡Desde luego! —exclamó Takamal, sin apartar la mirada de la batalla. Vio caer a los jinetes, y al instante comprendió la naturaleza de los monstruos—. ¡Son sólo bestias que llevan a los hombres al combate!

Su pecho se inflamó de orgullo ante el valiente ataque de sus Caballeros Jaguares. Habían muerto por docenas, aplastados bajo los cascos de los enormes animales, pero perseveraban en su empeño. ¡Habían conseguido poner en fuga a los jinetes!

——¡Magnífico! —susurró Naloc—. ¡Zaltec nos ha sonreído en este día de gloria!

——¡Quizá nos sonría! —le advirtió el cacique—. El enemigo todavía no se rinde. Observa cómo resisten los soldados plateados, a pesar de encontrarse rodeados. —Hizo un gesto hacia el campo, donde los legionarios aguantaron a pie firme el acoso de los nativos. Llevaban bastante rato aislados de sus compañeros, y, pese a ello, sus bajas no llegaban a la docena, y esto a costa de la vida de varios centenares a kultakas.

——¡Ahora! ¡La señal de avanzar! —ordenó Takamal.

Dos de los señaleros levantaron los estandartes rojos, que brillaron como el fuego contra el fondo gris de las nubes. Las banderas ondularon en la brisa, y, por un instante, se produjo una pausa en los combates mientras los aborígenes prestaban atención a la señal en lo alto del risco.

En aquel momento, vieron algo más. Naloc y el propio Takamal se volvieron asombrados cuando de pronto una figura apareció en la cumbre, a unos diez metros de distancia.

El cacique observó que el recién llegado era una mujer, con la piel y los cabellos blancos como la nieve. Vestía una túnica oscura que, al levantarse con el viento, dejó al descubierto su cuerpo descolorido.

También vio que era muy hermosa, aunque parecía la belleza fría de una estatua. Una corona de oro le rodeaba la frente, y sus pómulos altos sugerían nobleza. Sus ojos eran grandes, claros... y muertos.

——¡Por Zaltec! —exclamó Naloc. El sacerdote empuñó su daga ceremonial y, levantándola por encima de su cabeza, corrió hacia la mujer. Takamal no vio que ésta llevara arma alguna, si bien tenía un bastón delgado sujeto al cinturón.

La mujer levantó una mano y, como quien tira una piedra, profirió una palabra contra Naloc —una
palabra
—, y el clérigo se llevó las manos al pecho y, con un gemido, cayó a tierra. Sus piernas se sacudieron en un espasmo, de la misma manera que ocurría algunas veces con las víctimas de los sacrificios, a pesar de no tener el corazón, y exhaló su último suspiro.

El cacique de Kultaka se mantuvo erguido, a pesar de sus setenta años largos. Miró a la mujer delgada, que ahora volvía hacia él sus ojos helados. Takamal esperó su destino impasible, sin perder detalle. Lo mismo hicieron sus guerreros, reunidos en el campo.

Un rayo amarillo, como un relámpago entre las nubes, brotó de la mano de la maga, que apuntó con un dedo, y la energía voló con un silbido, a tanta velocidad que el ojo no podía seguirla.

La magia penetró en Takamal, y, por un momento, su cuerpo quedó recortado en una aureola de llamas azules. El olor de carne quemada se extendió por el aire, pero el gran jefe kultaka no se movió ni gritó. El rayo siguió su marcha, y mató también a los dos señaleros.

Entonces Takamal cayó, su vida consumida por el fuego de la magia. Rígido y achicharrado, el cuerpo del cacique rodó por la empinada ladera, hasta estrellarse en el valle entre los soldados de su ejército.

Unas pocas plumas de su tocado flotaron en el aire, para depositarse en el suelo de la cumbre, muy lejos del cadáver del reverendo canciller. Estas plumas, y la huella de sus pies marcada en hollín, mostraban el lugar donde había estado Takamal.

De las crónicas de Coton:

La leyenda de la partida del Plumífero incluye la promesa de su retorno.

Qotal viajó a Payit y subió a bordo de una gran canoa emplumada, para viajar por el océano oriental. Volvió su espalda a Maztica, porque, en todas partes, la gente seguía a los dioses de la codicia y la sangre. Zaltec sonrió, al ver que partía la Serpiente Emplumada.

Pero Qotal prometió que un día regresaría. Habló de las tres señales que anticiparían su llegada, y pidió a la gente de Maztica que observaran y esperaran.

La primera sería la aparición del coatl, mensajero de Qotal y heraldo de su retorno.

La segunda consistiría en la entrega de la Capa de la Pluma, que sería vestida por el escogido de Qotal y ofrecería protección y belleza para que todos pudieran aprender la gloría de su nombre.

La tercera, y la más misteriosa de todas, sería el Verano Helado.

Pero, por ahora, estos relatos son sólo leyendas. Incluso el coatl únicamente aparece en mis sueños.

5
La danza de los Jaguares

Tulom—Itzi, una gran ciudad que no se parecía en absoluto a una ciudad, se extendía a través de las colinas selváticas del Lejano Payit. Varias pirámides de piedra asomaban sus empinados costados por encima de la copa de los árboles, y la gran cúpula del observatorio se alzaba en la cumbre de la colina más alta. Había senderos de hierba muy anchos, que serpenteaban entre los árboles y helechos del bosque, y también varias amplias extensiones de campo donde habían talado todos los árboles.

Sin embargo, la impresionante presencia de la selva dominaba la tierra. Las edificaciones hechas por los hombres se habían convertido en parte de ella, y no en una representación de su conquista.

«Desde luego», le había explicado Zochimaloc a Gultec, «existió un tiempo en que la ciudad albergaba decenas de miles de personas». Ahora sólo una pequeña parte de aquella población permanecía en este lugar, los descendientes de los fundadores de Tulom—Itzi, a los que ya nadie recordaba.

Gultec advirtió que la gente del Lejano Payit no era muy diferente de la suya. Bajos de estatura, musculosos y de piel cobriza, eran trabajadores y dotados de mucha inventiva. Su cultura, en cambio, era muy distinta.

El Caballero Jaguar jamás había conocido a gente tan pacífica. No sabían nada de la guerra, salvo que había sido una calamidad perteneciente al pasado, pero no dejaban de asombrarse ante su conocimiento de una multitud de temas.

Los doctores de Tulom—Itzi conocían la cura para «el veneno que corrompe la sangre», para el mal que descomponía la carne, y para otros males que tenían un desenlace fatal para cualquier payita o habitante de Maztica. Los astrónomos estudiaban el firmamento, y podían predecir el paso irregular de las Estrellas Errantes. Aquí los músicos componían baladas de leyendas y romances.

Gultec había aprendido a conocer y amar a esta gente, pero a ninguno reverenciaba más que a su maestro. Disfrutaba con cada minuto pasado con Zochimaloc, y cada día parecía abrir la puerta a nuevas maravillas y conocimientos. Hoy, Zochimaloc lo había llevado hasta el
cetay,
el gran pozo al norte de la ciudad selvática. El maestro le había prometido que sería una lección muy importante.

——En un tiempo, el
cetay
era el lugar de los sacrificios —dijo el maestro, cuando llegaron al borde de la depresión—. Pero ahora sirve como fuente de sabiduría. Ven, siéntate conmigo.

El
cetay
era un agujero circular de varios centenares de pasos de diámetro. Las paredes de piedra, con muchos salientes, caían en picado hasta la superficie de agua cristalina, a decenas de metros de profundidad. Zochimaloc, que hoy llevaba un largo báculo de madera, se sentó cómodamente en un peñasco en el borde mismo del pozo. Gultec se instaló a su lado.

Durante mucho tiempo —más de una hora— permanecieron en silencio. Gultec contempló el agua allá abajo, y vio las suaves ondulaciones en la superficie, como si por debajo existiera una corriente. Poco a poco, sin que él se diera cuenta, su mente se despejó de las preocupaciones externas.

Después de meses de estudio, Gultec sabía reconocer las plantas de la selva y sus cualidades curativas o peligrosas. Comprendía la disposición de las estrellas en el cielo y su influencia en los asuntos humanos. Ahora podía inmovilizar a cualquier animal con la fuerza de su mirada, y sospechaba que este arte se extendía también a los hombres.

Sin embargo, Zochimaloc no le había permitido poner a prueba esta última habilidad con la gente libre de Tulom—Itzi. Y Gultec tampoco podía practicarla con personas de otras partes, porque en el Lejano Payit no había esclavos.

Una inmensa sensación de paz invadió a Gultec. Sentía una felicidad inimaginable, y su mente flotaba sin trabas en la calma relajante de la meditación. Poco a poco, fue consciente del suave repiqueteo del báculo de Zochimaloc, y miró a su maestro.

——¿En qué piensas, Gultec? —preguntó el anciano con acento bondadoso.

——Siento que esto es el paraíso —respondió Gultec, con una sonrisa beatífica—, el ojo del huracán que azota al Mundo Verdadero. Creo que debemos ocultar la existencia de Tulom—Itzi al resto del mundo, o mucho me temo que esta paz desaparecerá.

——Debes saber una cosa, Gultec —afirmó Zochimaloc, con un fuerte suspiro—. Nuestra paz está condenada a desaparecer. No tardará mucho en ocurrir, si bien es posible que dispongamos de un poco más de tiempo que Nexal.

El Caballero Jaguar miró a su alrededor, entristecido, intentando imaginar las consecuencias de la guerra en Tulom—Itzi. Jamás se le había ocurrido poner en duda los conocimientos de su maestro. Si Zochimaloc lo decía, debía ser cierto.

——Éste es el motivo por el cual te trajeron aquí, Gultec. Nuestra gente no sabe nada de la guerra. Tú sí.

Gultec se volvió hacia el anciano, sin disimular su asombro.

——¿Cómo es posible que yo pueda enseñarte algo? ¡Soy un vulgar salvaje comparado con cualquiera de tu pueblo! ¡Además, la única batalla importante que libré, la perdí!

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