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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (14 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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——¿Toda tu gente es capaz de hacer esta... magia?

——No. Aprendí este hechizo cuando era un adolescente, pero sé muy poco de los grandes encantamientos. Puedo iluminar una habitación o disparar un dardo mágico; a veces puedo conseguir dormir a alguien si me concentro mucho, pero esto es todo. No obstante, hay quienes dedican toda su vida a la práctica de la magia; son personas a las que hay que temer. —La imagen de la maga Darién apareció en su mente; era una imagen que esperaba no volver a ver en carne y hueso durante el resto de su vida.

El saber que tenía en su poder el libro de hechizos de Darién aumentaba su inquietud. A menudo deseaba poder devolver el tomo a la maga, aunque sabía que era imposible. No obstante, no tenía ninguna duda de que ella anhelaba recuperarlo.

——Vienes de una gente muy extraña y peligrosa. Halloran. Mi única esperanza es que no seáis la ruina de Maztica.

Poshtli lo miró a la cara, y Hal se removió incómodo, hasta que decidió desviar la mirada. Observó la capa de Poshtli, tirada en el suelo y manchaba con la sangre del Caballero Jaguar muerto.

——¿Por qué te quitaste la capa?

La expresión de dolor que apareció de inmediato en el rostro de Poshtli conmocionó a Hal, sobre todo porque era la primera vez que el impasible guerrero dejaba al descubierto sus emociones. Hal lamentó haber hecho la pregunta.

Poshtli inspiró con fuerza y se arrodilló para limpiar de sangre su arma en la capa de piel de uno de los hombres muertos. Cuando se levantó y miró a Hal, su expresión era tensa.

——No puedo decírtelo. Pero no me arrepiento; ya no soy un Caballero Águila.

Deducir el motivo no era difícil. Al ayudar a Hal, el caballero había violado alguna orden de su logia. Se había despojado adrede del casco y la capa antes de entrar en combate, pero se trataba de una decisión tomada por propia voluntad.

——Gracias —dijo Halloran. Una opresión en la garganta le impidió decir nada más.

Poshtli asintió con una media sonrisa. Levantó la
maca,
y el legionario vio que varios de los trozos de obsidiana aparecían mellados.

——Una piel muy dura —comentó el guerrero, señalando el cadáver junto a sus pies.

——Espera un momento. —Halloran fue hasta su mochila, colocada en un rincón, y cogió el arma guardada en una manta enrollada. Se trataba de un sable largo, de doble filo. El joven lo había conservado, después de recuperar su propia espada, consciente de que las armas de acero no tenían precio en el Mundo Verdadero.

——¿Querrás empuñar ésta? —preguntó, al tiempo que le ofrecía al guerrero el sable por el mango—. Ahora que ya no tienes a la cofradía a tus espaldas, quizá necesites ir con un arma de primera por delante.

Poshtli empuñó el sable y lo sopesó, sorprendido de su poco peso. Sabía, por haber visto a Hal utilizarlo en combate, que podía destrozar cualquiera de las armas empleadas por sus compatriotas y atravesar sus armaduras de algodón.

——Muchísimas gracias —dijo el nexala con sinceridad—. Quizá no reemplace mis plumas, pero tendré una garra sin igual.

——Nos hará falta. Yo he dejado mi legión, y ahora tú has renunciado a tu orden. Al parecer, somos tú y yo contra Maztica, amigo.

Hal sintió que aumentaba su camaradería hacia el valiente guerrero. Lamentó los celos de antes, si bien aún le dolía el recuerdo de ver a Erixitl en los brazos de Poshtli. No obstante, la terrible sensación de soledad que había experimentado después de la partida de la joven comenzaba a disminuir. ¿Había algún propósito real en que estuviese aquí? ¿Podía su presencia significar algún cambio? Decidió averiguarlo.

Poshtli soltó una carcajada, pero había un fondo de seriedad en su risa.

——Ahora, los dos somos lobos solitarios, Halloran de la Costa de la Espada, aunque no tan solos como podríamos pensar.

——¿Qué quieres decir?

——En cuanto amanezca, iremos a pedir una audiencia a mi tío. Veremos qué tiene que decir el gran Naltecona acerca de un atentado bajo su propio techo.

En su primera noche fuera de Nexal, Erix apenas si tuvo tiempo de cruzar los puentes que la unían a tierra firme antes de que el ocaso marcara la primera etapa de su viaje. Buscó albergue en uno de los muchos mesones que había en las cercanías de la capital.

Estos establecimientos sencillos ofrecían una estera de junco para dormir y un plato de alubias o maíz, por unos pocos granos de cacao o cualquier otra cosa en trueque. Por fortuna, la joven había llevado consigo una pequeña bolsa de granos. Su capa de plumas nueva, el amuleto, su vestido y el saquito de granos eran las únicas cosas que tenía.

Se detuvo delante del mesón y miró hacia el valle recortado en el telón de la puesta de sol. Las sombras se extendían como un humo negro por las calles y la superficie del lago, y ella ya no sabía si se trataba de algo surgido de sus inquietantes premoniciones, o de la caída de la noche.

Más allá de la ciudad, vio el monte Zatal que dominaba el cielo. La montaña parecía a punto de estallar, hinchada como estaba por la tremenda presión volcánica en su interior. Erix imaginó a la gente de Nexal, muy atareada en sus asuntos. «¿Es que no lo ven? ¿No se dan cuenta del peligro?» Con un profundo suspiro, intentó aceptar el hecho de que no podían.

Pensó en una persona en especial que, en estos momentos, se encontraba en la ciudad. ¿Cómo podía Halloran haberla herido tanto? No había hecho nada por detenerla, no se había ofrecido a acompañarla. Erix sintió una opresión en el pecho y sacudió la cabeza, enfadada. «Que haga lo que quiera», se dijo a sí misma, aunque en el fondo de su corazón no lo deseaba.

Una fila de esclavos entró en el patio del mesón, seguidos por un comerciante gordo. Erix observó cómo descargaban grandes piezas de telas de colores mientras el mercader, después de dirigirle una mirada de curiosidad, entraba en la casa. La melancolía de Erix aumentó mientras contemplaba las telas.

Los colores le hicieron recordar a su padre. ¡Él amaba tanto el color! La manera en que sus dedos podían convertir la pluma en una obra de arte siempre la había sorprendido y maravillado. Se preguntó si todavía continuaría con su trabajo, e incluso si estaría vivo. ¿La reconocería como la hija a la que había perdido, víctima de un rapto, hacía diez años?

Suspiró, impaciente por el viaje que tenía por delante y deprimida por el hombre y la ciudad que dejaba atrás, y entró en el mesón. De inmediato, despertó la atención de todos, porque no era frecuente que una mujer viajara sola. Se despreocupó de las miradas y de las atenciones de un grupo de jóvenes Caballeros Jaguares, que iban de camino a Nexal. Después de dormir unas pocas horas, Erix salió con el alba.

Al día siguiente atravesó el valle de Nexal y entró en la zona de montaña que le era tan familiar. Pasó la noche en el pueblo de Cordotl, desde donde se podía ver la gran capital.

Pero también se divisaba un hermoso y fértil valle por el este. En el extremo más alejado, Erix alcanzaba a distinguir la rechoncha mole de la pirámide de Palul. Esta visión le hizo latir el corazón de entusiasmo. Aquella noche apenas si consiguió conciliar el sueño, y otra vez salió con la aurora. Si caminaba a buen ritmo, podría llegar a Palul antes del anochecer.

Poco después del mediodía, al ver que se encontraba en los cultivos de maíz debajo mismo de Palul, aceleró el paso. La aguda pendiente no era un obstáculo, y, en algunos momentos, le parecía ver un punto minúsculo que era la casa de su padre, edificada en la cumbre del risco que dominaba la aldea.

Erix entró en el pueblo y se detuvo para echar una ojeada a las casas bajas y encaladas. La pirámide ocupaba el centro de la plaza. En un tiempo le había parecido enorme, pero ahora sólo era una mala imitación de los grandes edificios de Nexal. En cambio, los árboles eran más altos. No reconoció a nadie, aunque esto no tenía nada de extraño después de diez años.

La muchacha comenzó a cruzar la plaza hacia el sendero que la llevaría al risco y a su hogar, cuando de pronto se detuvo, espantada. A su alrededor todo se había vuelto oscuro. Una premonición terrible le oprimió el espíritu y le aflojó las rodillas. No podía borrar las sombras de sus ojos ni siquiera frotándoselos, así que optó por mirar al suelo mientras reanudaba la marcha casi a la carrera.

Pasada la pirámide, vio el edificio de piedra que albergaba a los sacerdotes de Zaltec. Un par de estatuas de jaguares agazapados vigilaban la entrada. Por un momento, pensó en detenerse y preguntar por su hermano, Shatil. Sin embargo, prefirió no hacerlo porque los sacerdotes no tenían mucho tiempo para las mujeres y, además, las noticias podían no ser agradables. Erix sabía muy bien que sólo la mirad de los novicios llegaban a clérigos de aquel culto repugnante. Los otros pagaban el fracaso ofreciendo sus vidas al sacrificio en el altar.

Por otra parte, le interesaba más ver a su padre. Pensó en preguntarle a alguien si Lotil, el plumista, se encontraba bien, si todavía vivía en la casa blanca del risco, pero luego decidió que prefería descubrirlo por sí misma. En cuanto pisó el sendero, casi echó a correr por las muchas vueltas y recodos que había hasta su hogar.

Por fin, lo tuvo ante sus ojos. La pintura se había desconchado casi toda, y las paredes agrietadas necesitaban una reparación urgente. Tampoco los canteros de flores alrededor de la casa mostraban la misma vida de antes. Su padre las había plantado y atendido, porque le encantaba estar rodeado de color.

Vacilante, se acercó a la puerta. Entonces vio la figura familiar inclinada sobre su tarea. Quizás un poco más encorvada, un poco más achacosa, pero era él. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y, por un momento, se ahogó, incapaz de pronunciar palabra. Después recuperó el habla.

——¡Padre! —gritó, mientras atravesaba la puerta. Lotil levantó la mirada, sorprendido. En su rostro se pintó una expresión de incredulidad, y se puso de pie, sin dejar de mirar hacia la puerta.

»¡Padre, soy yo! ¡Erixitl! —La muchacha llegó junto a su padre, y lo estrechó contra su cuerpo en un fortísimo abrazo. El hombre le respondió con igual cariño, llorando de alegría, aunque con la mirada puesta en otro sitio. Lotil se echó hacia atrás, y ella contempló su rostro lleno de arrugas, sus pocos cabellos blancos, hasta que al fin comprendió.

En un acto de infinita crueldad, los dioses le habían arrebatado la visión. El hombre que tanto había amado los colores no era más que un pobre ciego.

——¿Por qué has querido verme tan temprano? ¿Qué ocurre?

Naltecona apartó el plato de tortillas de maíz para mirar a Poshtli y Halloran. A su alrededor, dispuestos en el suelo del comedor, había más de cien platos distintos. El reverendo canciller tenía la costumbre de escoger sus comidas, después de que le ofrecieran una multitud de alternativas.

——¿Y dónde está tu casco? ¿Y la capa? —preguntó Naltecona, de pronto, mirando a su sobrino con curiosidad. El joven vestía una túnica blanca impoluta, y llevaba el pelo recogido detrás de la nuca. Era el atuendo típico de un guerrero común.

——Eso forma parte de mi relato —respondió Poshtli—. ¿Podemos ir a algún otro lugar, lejos de oídos indiscretos?

Naltecona echó una ojeada a la habitación. En esos momentos, sólo estaban los esclavos encargados del comedor. No obstante, era frecuente que se presentara algún noble o sacerdote.

——De acuerdo. Vayamos al jardín de las fieras.

Sin decir nada más, el soberano los guió por los pasillos traseros del palacio, lugares que Halloran no había visto antes. Había escuchado hablar del jardín de las fieras del canciller, pero todavía no había ido allí. Por lo que tenía entendido, era un lugar privado, donde sólo iba Naltecona con sus consejeros más íntimos.

Por fin, atravesaron un amplio portal que daba a un patio sin techar, con gran cantidad de árboles y flores. Sólo cuando comenzaron a caminar por el sendero de gravilla entre la vegetación, Hal pudo ver las jaulas muy bien disimuladas.

La primera no era muy grande, y contenía pájaros. Hal contempló distraído las cacatúas y los guacamayos de colores brillantes, idénticos a los que ya conocía de Payit, pero también gansos y patos que se movían alrededor de un pequeño estanque, faisanes, garzas y halcones.

Uno de los guacamayos graznó, y el sonido familiar le recordó a Halloran el pájaro que los había conducido hasta el pozo de agua en el desierto, y también a Erixitl.

Un poco más adelante, llegaron a una jaula que, por un instante, le pareció vacía. Sin embargo, entre las sombras producidas por la copa de un árbol, el legionario vio un movimiento sigiloso. Un segundo más tarde, apareció un hermoso felino negro. La criatura tenía el aspecto de un jaguar, excepto por su pelaje oscuro. Mientras se deslizaba junto a los barrotes, soltó un gruñido idéntico al de los grandes gatos manchados.

——Sí —dijo Naltecona, al ver la mirada intrigada de Hal—. Es un jaguar. Los negros son una curiosidad y. por lo tanto, preciosos.

——El jaguar es una criatura de la noche —comentó Poshtli con voz pausada. Su tío lo miró atento, y el guerrero se apresuró a explicar el ataque contra Hal, ocurrido durante la noche anterior, y aprovechó para exponer los motivos de su abandono de la logia de los Caballeros Águilas.

——¿Tanto estás dispuesto a hacer por el extranjero? —preguntó Naltecona, como si el legionario no estuviera presente.

La pregunta no necesitaba respuesta. Halloran y Poshtli no habían pasado por alto que el canciller no se había mostrado sorprendido ante la noticia del ataque. Naltecona miró a su sobrino con aprecio.

——La pérdida es para la orden de los Caballeros Águilas. Estoy orgulloso de ti, sobrino mío. El extranjero no correrá peligro en mi casa. Me encargaré de que así sea. En cuanto al castigo de los agresores, vuestras armas ya se han ocupado de ello.

Hal estuvo a punto de comentar que los Jaguares debían de haber recibido órdenes de alguien, pero se contuvo al ver la mirada de advertencia de Poshtli. Percibió el alivio de Naltecona mientras el canciller avanzaba por el sendero.

La bestia de la jaula siguiente hizo que se acelerara el pulso de Hal; era la criatura más grande del zoológico, y se lanzó contra los barrotes al paso de los humanos. Su rostro leonino se desfiguró en una expresión de odio al tiempo que intentaba inútilmente alcanzarlos con sus garras. Un par de grandes alas correosas sobresalían de sus hombros. Apenas visible debajo de la melena de la bestia, había un anillo de plumas brillantes que le rodeaba el cuello. El animal abrió las fauces, y Hal se llevó las manos a los oídos.

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