—Y ¿qué te trae por aquí? —se interesó Leire después de echar una mirada furtiva a su amiga.
Luz se mantenía hundida en la silla, con los brazos cruzados y el gesto torcido. Nunca la había visto tan huraña y, menos aún, si lo que le ponían delante era un hombre con semejante atractivo.
—Estoy a punto de firmar un contrato con la Diputación de Bizkaia para hacer las fotos de unos folletos turísticos —explicó—. De hecho, ya tenía que estar de vuelta en mi trabajo, pero la firma se ha retrasado. Al parecer el Gobierno Vasco ha decidido entrar en el proyecto. Así que estoy a la espera.
—Y ha venido a la Fundación para consultar unas cosas en la biblioteca —añadió David.
Martín asintió.
—Bueno, sí, por eso y porque me habían dicho que no me podía perder el sitio y la colección que tenéis. —Se dirigió a Leire, animado—. Ya me ha explicado David que tú has sido la promotora de todo.
El halago llegó directo al orgullo de Leire, que decidió, que fuera lo que fuera lo que le explicara Luz después, Martín Oteiza le gustaba.
—En realidad lo hice solo porque necesitaba que alguien pagara mis facturas —admitió con falsa modestia.
—Eso da igual, el caso es que en Bilbao necesitábamos algo así. Yo soy partidario de dar a los edificios la importancia que se merecen e iniciativas de ese tipo son una valiosa opción.
—¡Ah!, pero, ¿tú eres de Bilbao?
—De Indautxu, para más señas —dijo una voz desde detrás de un vaso lleno de una sustancia dulzona color durazno.
Martín se volvió hacia la mujer que tenía a su lado. La observó en silencio como si evaluara si merecía la pena contestar a aquellas palabras pronunciadas con ese tono tan ácido.
—No estaba seguro de si eras tú —indicó al fin con ojos fríos—. Pensé que me había equivocado de persona. La última vez que te vi llevabas el pelo más largo y, desde luego, no era de color rojo.
Luz no apartó la vista del cristal que aferraban sus manos.
—Y tú, la última vez que yo te vi, te subías la bragueta de los pantalones.
• • •
—¿De qué ha ido todo esto? —preguntó Leire irritada.
De pie y con las manos encima de la mesa, parecía una maestra a punto de echar de clase a su peor alumno.
—¿De qué ha ido qué? —se encaró Luz, recostada en su silla con toda la tranquilidad.
Leire era una persona tranquila y, por lo general, nunca se molestaba. Solo había dos personas que conseguían que su nivel de bilirrubina aumentara de forma alarmante. Y una de ellas era esa... esa... esa... mentecata que tenía por amiga.—¿Cómo que qué? Me refiero a este número que has montado hace un instante delante del pobre Martín.
—¡Del pobre Martín! ¡Ah, claro! Ahora es Martín el desdichado, Martín el inocente y, ¿por qué no?, el cándido Martín —declamó Luz a la vez que juntaba las palmas de las manos y las colocaba debajo de su barbilla en un gesto angelical.
Leire estaba a punto de estrangularla cuando vio salir del bar a David.
—Este no es el momento ni el lugar —le susurró—, pero no te vas a escapar sin que me cuentes qué demonios te pasó con ese tipo. Te lo advierto. —Colocó su dedo índice a menos de cinco centímetros de su cara—. Y si lo que me cuentas no me convence, te vas a arrepentir el resto de tu vida.
—¿Vamos, chicas?
David había llegado a su lado y las empujaba con delicadeza para que caminaran.
—¿Y Martín? —inquirió Leire con doble intención, echando una mirada de soslayo hacia Luz.
—Se ha marchado. Tenía prisa. Me ha dicho que me despidiera de vosotras, en especial de Luz —añadió con tono burlón.
Un gruñido salió de la boca de la mentada.
Leire reprimió una carcajada cuando vio el gesto que su novio hacía en dirección a su amiga. Lo cierto era que se merecía que se rieran de ella. En la última hora no había dejado de darles motivos para ello. Leire sonrió y puso su mano sobre la de él en un intento de explicarle que la situación no estaba para grandes alegrías y que se exponía a la afilada lengua de su amiga. Pero David no entendió la advertencia de su pareja y siguió adelante con la broma.
—Pero la buena noticia es que le he convencido para que nos acompañe este fin de semana a la casa rural —anunció triunfal y estrechó la cintura de Leire contra él.
Y entonces descubrió que en determinadas situaciones y con determinadas personas era mejor ser precavido. Y él no había sido lo cauteloso que debiera. Se había metido en un buen lío.
Por un lado, Leire le atravesaba con la mirada y, por el otro, un peligroso gato montés con el pelo rojo y un bolso verde bufaba sin cesar. David temió por un momento que Luz pretendiera afilarse las garras con su piel.
—¿Cómo se te ha ocurrido? —farfulló Leire mientras le tiraba de la manga de la cazadora de cuero que llevaba puesta.
—¿Por qué no? —dijo él con naturalidad—. Parece un buen tipo. A mí me interesa lo que hace y, además, me pareció que estaba buscando una oportunidad para volver a relacionarse con gente de aquí.
Luz se había quedado parada y, lo que era peor, callada como una muerta. Y pálida.
—Yo no voy —fue lo único que dijo.
Apretó el codo para sujetar con fuerza el bolso y echó a andar en dirección a su coche. Leire y David la vieron alejarse encaramada sobre sus altos tacones.
—Deséame suerte —murmuró Leire al oído de David y salió corriendo detrás de su amiga.
La alcanzó justo en el momento en el que abría la puerta del conductor y arrojaba el bolso con saña en el asiento del copiloto.
—¿Vas a dejar que él crea que eres una cobarde? —le inquirió desde detrás.
Luz no se giró, pero Leire sabía que había dado en la diana.
Seguro que cambia de opinión
. No sería Luz si se resistiera a un reto, cualquiera que este fuera.
Leire vio cómo su amiga se recogía la falda y se sentaba ante el volante. Observó en silencio cómo recogía el lápiz de labios y el monedero, que se habían salido del bolso y los guardaba de nuevo. Se quitó las gafas del pelo, donde las tenía a modo de diadema y se las colocó para esconder sus bonitos ojos negros detrás de los cristales ahumados. Solo entonces se dignó a mirarla.
—Os espero mañana en el peaje de Amorebieta. A las diez en punto.
—No te arrepentirás —le aseguró Leire aliviada y depositó un beso en su mejilla.
—Seguro que sí —le pareció escuchar cuando aquella pelirroja cabezota cerró el coche con un fuerte portazo.
Luz echó una mirada hosca a los cinco hombres que charlaban animadamente sentados en la enorme mesa de la cocina de la casa rural.
¿Por qué siempre pasa lo mismo? Los tíos llegan, se sientan y nosotras nos ponemos a currar como si fuéramos sus criadas
.
Soltó el cuchillo y la patata que tenía en las manos y se limpió en un gastado trapo que alguien había dejado sobre la cocina.
—Paso. Si quieren cenar, que trabajen ellos —dijo dirigiéndose a Cristina, que lloraba como una magdalena mientras picaba una cebolla.
Las otras tres chicas, que se afanaban con el resto de las patatas, la miraron un instante, sin embargo, siguieron con el trabajo sin inmutarse. Estaban acostumbradas a que su amiga,
la alocada
, nunca hiciera lo que debía en cada momento.
Luz cogió un vaso del armario y abrió el frigorífico. El barril de cerveza que habían metido aquella mañana ya debía de estar frío. Se sirvió una generosa cantidad.
Los trabajadores tenemos derecho a tener cubiertas nuestras necesidades
. Se quedó apoyada en la pared mientras tomaba el primer sorbo.
Aunque los hay que reciben las gratificaciones antes del trabajo
. Por encima del vaso, echó una ojeada a los hombres que ya habían vaciado la botella de vino que tenían sobre la mesa.
Su enfado no se debía solo a que ellos no hubieran hecho nada en toda la tarde. Llevaba un día entero intentando evitar a Martín. Y lo había conseguido de momento. Era cierto que para ello había tenido que sentarse la noche anterior en el suelo del salón, a pesar de haber un hueco libre a su lado en el sofá; había tenido que comer en una esquina del banco de la cocina, aunque había sillas libres; que dormir en la habitación del fondo y que contaba con el baño más pequeño, aunque podía haber elegido otra mejor. Sin embargo, no le había echado una mirada furtiva ni siquiera cuando se lo encontró aquella misma mañana en mitad del pasillo, recién duchado y oliendo a gel de baño. Definitivamente, estaba orgullosa de su control.
Aunque no podía negar que le había costado.
Porque tenía que reconocer que era el tipo más atractivo con el que se había cruzado en los últimos tiempos. Ya no quedaba nada de aquel chico flacucho de veintitantos años que había conocido antaño. Ahora era un madurito con un cuerpo de infarto, el
cerebro de un Australopitecus y el ego de una estrella de futbol
.
—En realidad soy
free lance
—le oyó decir—. He estado mucho tiempo trabajando en exclusiva para una revista de moda, pero en estos últimos tiempos intento hacer otro tipo de trabajos.
Luz, pendiente de lo que se decía alrededor de la mesa, disimulaba con la vista fija en lo que hacía Cristina en la cocina.
—¡Tú sí que sabes! ¿Qué puede ser mejor que tener delante a una mujer a menos de un metro de ti todo el día y que encima te paguen por ello?
Martín no entró en ese juego y siguió hablando.
—Por encargo de una editorial, he realizado las imágenes de un libro sobre un arquitecto americano y las de un catálogo de una exposición de muebles antiguos.
Leire y David entraban en ese momento en la cocina.
—Y ahora va a hacer un folleto turístico de Euskadi —acabó de explicar David cuando escuchó lo que Martín contaba.
—Bueno, bueno, eso si todo sale bien —aclaró el interesado—. Por de pronto, el lunes me vuelvo a Nueva York sin firmar nada. Me temo que todavía tendré que esperar una buena temporada hasta que se tome la decisión definitiva.
David cogió otra botella de vino del aparador donde las habían colocado cuando llegaron, la abrió y sirvió dos vasos; uno para Leire y otro para él mismo. Cuando Luz vio que su amiga y su novio acercaban unas sillas hasta la mesa, decidió que ya estaba harta de disimular que estar de pie era lo más cómodo del mundo y decidió unirse al grupo. Se sentó al otro lado de la mesa, lo más lejos de Martín que pudo.
—Ha llamado Marta —explicó Leire—. Después de todo el lío que ha montado para cambiar el turno en el hospital, resulta que la compañera se ha puesto enferma y se tiene que quedar.
—Yo creo que en el fondo no le apetecía demasiado y no sabía cómo decírnoslo —indicó una de las chicas desde el fregadero—. Seguro que no es más que una excusa para pasar la noche tumbada en el sofá delante de la tele.
—Igual se ha buscado un noviete de fin de semana —apuntó otra.
—Mira tú por donde, Luz podía haberse traído el suyo y ocupar otra habitación con una cama más grande —sugirió uno de los chicos guiñándole un ojo.
—No, hombre, que Luz se ha vuelto muy formal desde que la dejó ese novio que quiso echarle el lazo y atarla a la pata de la cama para siempre —se burló Arturo.
—Lo dirás por ti que en el último año te he visto del brazo de tres
niñas
distintas —intervino Luz—. Que cambias de acompañante más que de ropa interior.
—Eso es porque ninguna es lo bastante buena para mí.
—¡O tú no les dabas lo que ellas necesitaban! —le espetó esta—. Ten en cuenta que tú, con tus más de treinta y tantos, ya eres un hombre con muchos
fallos
y ellas unas pollitas en plena juventud.
—Debió de ser por eso por lo que a ti te dejó el de la clase de inglés —respondió dolido—. ¡Por tu edad!
El altercado subía de tono por momentos, sin embargo, el resto de los amigos, incluida Leire, se mantenían al margen. Estaban acostumbrados a que aquellos dos se despellejaran a gusto. Pero Martín, que le resultaba muy violento estar allí escuchando cómo se tiraban los trastos a la cabeza, tuvo la torpeza de intervenir.
—Dicen que los hombres alcanzan su plenitud sexual entre los veinte y los treinta y que después su apetito decae —comentó en un intento de desviar la conversación y apaciguar los ánimos.
Luz y Arturo le miraron como si hubiera interrumpido la negociación de la compra de una multinacional.
—¿Y eso lo dices por propia experiencia? —le espetó Luz agresiva.
Martín se había quedado mudo y eso le dio pie a su enemiga para utilizar toda la artillería pesada que llevaba a cuestas, cargada al completo.
—Seguro que en tus años de universidad siempre dejaste satisfechas a todas las mujeres con las que te acostaste.
—No creo que mi vida sexual sea un tema de conversación adecuado en este momento —contestó él, incrédulo ante la dirección que estaba tomando aquello.
—Pues yo, en cambio —anunció ella insolente—, creo que es excelente,
estoy convencida
de que eres de esos gallitos que se pavonean delante de los amigos haciendo referencia a su potencia sexual. Sobre todo si lo único de lo que has sido capaz de hacer con una mujer es disculparte por no llegar al final.
Nada más pronunciar la última palabra, Luz sintió una fuerte patada en el tobillo. Leire la miraba desde el otro lado de la mesa con ganas de asesinarla.
—Y yo creo que te envenenarás si alguna vez te muerdes la lengua —farfulló Martín.
• • •
—¿Echando un cigarro? —preguntó David mientras se acercaba con cautela.
No estaba seguro de ser bien recibido. Martín había cenado en silencio desde el altercado con Luz. No había abierto la boca ni para pedir que le pasaran el pan.
Estaba sentado en un banco del jardín observando las luces nocturnas, más allá del horizonte.
—Ya ves, uno que es débil y se deja vencer por el vicio —contestó encogiéndose de hombros.
David echó una mirada al pitillo que su amigo sostenía entre los dedos con apatía.
—Pues no te he visto fumar en todo el día.
Martín hizo un gesto burlón. A David le dio la impresión de que se reía de sí mismo.
—Lo suelo controlar bastante bien, pero hay veces que me gana la ansiedad —confirmó, rendido ante la evidencia—. Lo utilizo para relajarme.
El novio de Leire apoyó un pie sobre un viejo tronco y metió las manos en los bolsillos. Se quedaron en silencio con los ojos puestos en la única línea luminosa que se veía desde allí. Las luces de la casa se habían encendido detrás de ellos, pero a sus pies se extendía una larga y oscura pendiente que bajaba directa en dirección al mar.