Esclavos de la oscuridad (69 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—He abandonado mi cuerpo.

El timbre era lejano, siniestro. Zucca esperó en silencio. Seguramente ponía sus ideas en orden e incluso sacaba las mismas conclusiones que nosotros. La experiencia de muerte inminente empezaba.

—¿Qué ve?

—Me veo a mí mismo. En el fondo del agua. Voy a la deriva hacia un peñasco.

—¿Cuáles son sus sensaciones? Las sensaciones del que ha abandonado su cuerpo.

—Floto. Estoy en estado de ingravidez. Veo una luz.

—Descríbala.

—Blanca. Ancha. Inmensa.

Una sensación de alivio se extendió por la cabina. La luz: señal de una alucinación «clásica». Íbamos a librarnos de la pesadilla.

Pero Luc rectificó:

—Desaparece… Yo… —Prosiguió en voz baja—: Ahora es solo un punto… La cabeza de un alfiler… Al final de un túnel… Creo que soy yo el que se aleja a toda velocidad… Yo…

Luc emitió una especie de estertor. Su voz era amarga.

—Me alejo… Todo está negro… Yo… No, un momento…

Tragó saliva con dificultad. Girando el rostro de derecha a izquierda, intentaba respirar, dando bocanadas breves, dolorosas.

—La luz vuelve… Es roja.

—Mire bien. Describa esa luz.

—Es apagada… incierta… Tiene vida.

—¿Por qué?

—Parpadea…

—¿Como un faro, como una señal?

—No… Late… Como un corazón…

El silencio en la cabina era cada vez más profundo. Nuestra fascinación saturaba la estancia. Una presión acumulada, capaz de hacer explotar el vidrio. Bajé la mirada hacia la luz rubí alrededor del dedo de Luc; era la materialización de la fuente luminosa de la que hablaba.

—Me llama… La luz me llama…

—¿Qué hace usted?

—Voy hacia ella. Floto en un pasillo.

—El pasillo. Descríbamelo.

—Sus paredes están vivas.

—¿Por qué?

Luc se rió, sarcástico, luego se dobló como si sufriera un fuerte dolor en la espalda.

—Los muros… Están formados por rostros… Unos rostros escondidos en las sombras, dispuestos a abalanzarse… Sufren…

—¿Escucha sus gritos?

—No. Gimen… Se sienten mal… No tienen boca. En su lugar, hay heridas…

Pensé en los versos de Dante: el «valle del abismo doloroso» que «acoge un fragor de lamentos infinitos…». Pensé en los testimonios del Vaticano. Luc había conseguido su objetivo: vivir una NDE infernal. Se había convertido en un Sin Luz.

—¿Sigue viendo la luz roja? —insistió Zucca.

—Se acerca.

—¿Y ahora?

Luc no contestó. Gotas de sudor perlaban su frente. Parecía descender al fondo de sí mismo, atravesar capas internas físicas y mentales.

—Luc, ¿qué ve?

Tuve la sensación de que un olor se extendía por la cabina. Un olor acre, medicamentoso, mezclado con alcanfor y excrementos. Lo reconocí inmediatamente: el olor de Agostina en Malaspina. Luc se echó a reír. El psiquiatra subió el tono de voz.

—¿Qué ve?

Luc tendió la mano, como si tratara de tocar algo. Su voz se debilitó hasta convertirse en un hilo apenas perceptible.

—La luz roja… Es una pared. Escarcha… O lava. No lo sé. Unas formas se mueven detrás…

—¿Qué formas?

—Van y vienen, muy cerca del muro. Se diría… Se diría que nadan… en agua helada. Al mismo tiempo, puedo sentirlo, es ardiente ahí abajo, como un cráter…

Una corteza glacial que preservaba el dolor en estado puro. Un magma candente que albergaba la agonía de las almas. El «cráter» de Luc aparecía como una puerta abierta hacia un mundo en constante crecimiento, infinito, intemporal. ¿El infierno?

—Descríbame lo que ve. Aunque solo sean fragmentos. Detalles.

—Veo… un rostro… Arde. Siento su calor. Yo…

—Describa ese rostro, Luc. ¡Concéntrese!

—No puedo. Siento el calor y el frío. Yo…

—Siga mi voz y mire fijamente lo que ve…

Luc se retorcía en el sillón. Los cables que rodeaban su cabeza vibraban. Su cara se alteraba por los tics, por los sobresaltos de terror.

—¡Siga mi voz, Luc!

—Unos ojos… unos ojos inyectados en sangre detrás de la escarcha… —Luc estaba al borde de las lágrimas—. El rostro… Está herido… Veo la sangre… los labios arrancados… los pómulos hundidos… Yo…

—Continúe. Siga mi voz.

Su cabeza cayó, inerte sobre el torso.

—¿Luc?

Tenía los ojos abiertos. Las lágrimas caían por sus mejillas. Al mismo tiempo sonreía. Ya no parecía que sufriera, ni siquiera que tuviera miedo. Sus facciones estaban relajadas. Se parecía a los retratos de los santos del Renacimiento, aureolados por una luz celestial.

—¿Qué ocurre?

La sonrisa se desfiguró, maléfica.

—Él está aquí.

Algo inexpresable penetró en la estancia. Me pareció que el olor a podredumbre se intensificaba. Miré a los demás. Corine Magnan temblaba. Levain-Pahut se rascaba la nuca. Katz, el exorcista, manipulaba su
Ritual romano
, listo para abrirlo.

—Luc, ¿quién está ahí? ¿A quién se refiere?

—Nada de preguntas de este tipo.

La voz de Luc había vuelto a cambiar. Era una especie de rugido autoritario.

El psiquiatra no se dejó intimidar.

—Descríbame lo que ve.

—Ya se lo he dicho: nada de preguntas de este tipo.

Zucca se inclinó otra vez. Empezaba el verdadero combate.

—Usted no tiene elección, Luc. Siga mi voz y descríbame al que está detrás de la pared de escarcha. O de lava.

Luc contrajo las facciones, con expresión de descontento. Su rostro era ahora repugnante, frío, malvado. Una expresión malintencionada se había fijado en sus facciones.

—Ya no hay escarcha —susurró.

—¿Qué más?

—El pasillo. Solo el pasillo. Oscuro. Desnudo.

—¿Hay algo en el interior?

—Un hombre.

—¿Cómo es?

Luc murmuró dulcemente:

—Es un anciano.

Zucca echó una ojeada hacia el cristal. Su rostro traicionaba el asombro. Nosotros mismos no comprendíamos nada. Todos esperábamos la imagen tradicional del diablo: cuernos, perilla, cola en horquilla.

—¿Cómo va vestido?

—De negro. Lleva un traje negro. Se confunde con la oscuridad. Aparte de unos filamentos.

—¿Unos filamentos?

—Brillan. Encima de su cabeza. Tiene cabellos fosforescentes, eléctricos.

El malestar aumentaba en la cabina. El olor a excrementos era cada vez más fuerte, imponente, transportado por una corriente espesa, helada.

—Describa su rostro.

—Su piel es blanca. Pálida. Es albino.

—Sus rasgos, ¿a qué se parecen?

—Un rictus. Su rostro es solo un rictus. Sus labios… Se abren sobre las encías. Encías blancas. Su piel no conoce la luz.

Luc hablaba ahora con voz mecánica. Daba un informe frío y objetivo.

—Sus ojos. ¿Cómo son sus ojos?

—Helados. Crueles. Rodeados de sangre o de brasas, no lo sé.

—¿Qué hace? ¿Está inmóvil?

Luc hizo una mueca. Su expresión era como la sombra que arrojaba el hombre del pasillo. El reflejo del intruso en el fondo de su mente.

—Baila… Baila en la oscuridad. Y sus cabellos brillan por encima de su cabeza…

—¿Sus manos? ¿Ve sus manos?

—Ganchudas. Enroscadas sobre su vientre. Se parecen a su rictus, a su boca torcida. Todo en él está atrofiado. —Luc sonrió—. Pero baila… Sí, baila en silencio… Es el mal que se mueve… En la sangre universal…

—¿Le está hablando a usted?

Luc no contestó. El cuerpo arqueado, el cuello erguido, parecía estar a la escucha. No oía a Zucca sino al anciano en el fondo de la garganta.

—¿Qué le dice? Repita lo que le dice.

Luc murmuró algunas palabras ininteligibles. Zucca levantó la voz:

—Repita. ¡Es una orden!

Luc levantó la cabeza como si estuviera bajo el efecto de un violento dolor. Su rostro era solo una convulsión. Su voz se rompió.


Dina hou be’ovadâna
. —Gritó—:
¡dina hou be’ovadâna
!

En la cabina, todo quedó paralizado. El hedor. El frío. Nadie se movía. Cada uno de los presentes podía sentir, yo lo sabía, una presencia. Algo.

—¿Qué significa eso? —intentó todavía Zucca—. Esa frase: ¿qué quiere decir?

Luc soltó una risa demencial, sorda, hundida, para su goce personal. Luego su cabeza volvió a caer y perdió el sentido. El hipnotizador volvió a llamarlo. Ninguna respuesta. La sesión había terminado; la «visión» de Luc había acabado con esas palabras incomprensibles.

Zucca tocó el micrófono.

—Se ha desvanecido. Vamos a retirarle todos esos cables y lo trasladamos a la sala de reanimación.

Sin una palabra, Thuillier y las enfermeras pasaron a la sala. Los demás permanecían todavía inmóviles. Me pareció que el olor y el frío disminuían. Un rumor ocupó su lugar. Se intercambiaron algunas palabras, para tranquilizarse, para compartir cierta calidez.

Y sobre todo, para volver, urgentemente, a la realidad.

Bajo las voces, percibí un murmullo difuso. Volví la cabeza. El padre Katz, con los ojos fijos y su
Ritual
en las manos, musitaba: «
… Deus et Pater Domini nostri Jesu Christi invoco nomen sanctum tuum et clementiam tuam supplex exposco…».

Con pequeños gestos, roció la consola y las máquinas de la cabina con agua.

Agua bendita, por supuesto.

El sacerdote exorcista hacía limpieza después de que hubiera pasado el diablo.

96

—Es ridículo.

—Solo te cuento lo que ha pasado.

—Sois unos payasos.

Manon parecía acatarrada, su voz era nasal. Acababa de contarle la escena del Hôtel-Dieu. Estaba sentada con las piernas cruzadas y los pies desnudos, sobre la cama. Había ordenado el cuarto perfectamente. El edredón no tenía ni una sola arruga. En unos días había encontrado su sitio en mi piso y no cesaba de sacarle brillo.

—Allí estaban todos muy serios.

—He pasado mi vida rodeada de locos. Mi madre y sus rezos, Beltreïn y sus máquinas… ¡Y ahora resulta que vosotros, los maderos, sois todavía peores!

Ella me relacionaba adrede con los agresores. Lo dejé correr. Manon se mecía en la cama con las manos apretando sus piernas dobladas. La media luz me ofrecía fragmentos de su rostro para luego ocultarlos: la curva de la mejilla, la banda de la frente, la mirada oscura. Fuera, una lluvia tenebrosa caía silenciosamente.

—De todas maneras —prosiguió—, el delirio de Luc no prueba que yo haya vivido lo mismo.

—En absoluto. Pero el homicidio de tu madre nos lleva nuevamente a esa experiencia negativa. Quizá el criminal actuó bajo los efectos de algún trauma psicológico de ese tipo y…

—¿Yo?

No contesté. Con el pie, empujé una caja que estaba junto a la pared, la coloqué frente a Manon y me senté en ella.

—La juez considerará todas las posibilidades —proseguí en tono tranquilizador—. Parece sensible a ese tipo de…

—Sois una panda de zumbados.

—Ella no tiene nada, ¿comprendes? Ni un solo indicio, ni rastro de un móvil.

—Siempre os queda la huerfanita.

—No tienes por qué inquietarte. Magnan ya te interrogó. Sarrazin levantó el acta. Todo el mundo está convencido de tu buena fe.

Meneó la cabeza, sin convicción. Sus cabellos estaban perfectamente separados en dos ríos lisos. Una ilustración de cuento.

—Y Luc, ¿por qué hace todo esto?

—Quiere llegar hasta el final de su investigación. Es evidente que la muerte de tu madre pertenece al ciclo de los Sin Luz.

—Y él cree que formo parte de esa pandilla de tarados. Cree que soy la asesina.

No era una pregunta. Añadió:

—Así que para convencer a todo el mundo tendría que hacer lo mismo que él, ¿no? ¿Describir mis recuerdos bajo hipnosis?

—Aún es demasiado pronto para plantearse este procedimiento.

Un segundo más tarde, comprendí que Manon me había tendido una trampa. Ella solo quería saber si yo había pensado en esa posibilidad o si, por el contrario, la idea me sorprendería. Había mordido el anzuelo, dándola por sentada.

—Idos a la mierda —murmuró—. Nunca me prestaré a vuestros delirios.

Se dejó caer hacia atrás, sobre la cama, y luego se cubrió el rostro con una almohada. Con ese movimiento, se le había subido el jersey dejando ver el ombligo. Me estremecí. A pesar de la tensión, mi deseo afluía, pleno, intacto, omnipresente. Pero ya no había lugar para eso entre nosotros. Me había convertido en un enemigo más.

De repente, se irguió y apartó la almohada. Su mirada estaba llena de lágrimas.

—¡VETE A LA MIERDA!

En dirección al 36.

En mi nuevo coche de alquiler, puse en orden mis ideas. Desde mi regreso a París, había investigado la formación universitaria de Manon y su falta de coartada para el homicidio. Zamorski decía la verdad. Nadie la había visto durante el supuesto período del asesinato: casi una semana. Había llamado por teléfono al madero helvético que la había interrogado antes de declarar ante Magnan. Manon, a la que hallaron en su piso el 29 de junio, dos días después del descubrimiento del cuerpo, había sido incapaz de precisar en qué había empleado el tiempo aquellos días.

En cuanto a su formación universitaria, el polaco también estaba en lo cierto. Había pedido por fax su expediente académico completo. Un máster en biología, conservación y evolución al que se adjuntaban tres certificados de estudios complementarios en toxicología, botánica y entomología. Igualmente, estaba licenciada en farmacia. Eso no probaba nada, salvo que Manon poseía los conocimientos suficientes para torturar un cuerpo humano tal como se había torturado el de su madre.

Corine Magnan debía de saber todo eso, pero no existía ninguna prueba directa contra Manon. Probablemente, la magistrada había decidido abandonar esa pista. Debía de estar a punto de archivar el caso. Pero ahora, la intervención de Luc reavivaba las dudas. ¿Había visto «algo» Manon durante su NDE de 1988? ¿Esa antigua experiencia la había transformado del mismo modo que a Agostina? ¿Le había provocado una esquizofrenia que ocultaría otra personalidad, violenta, cruel, vengativa?

Entré en mi despacho y deposité sobre la mesa el montón de papeles que había encontrado en mi casillero. En el contestador había varios mensajes; entre otros, dos de Nathalie Dumayet. Quería tener noticias sobre lo sucedido en la sesión de aquella mañana. Desde mi regreso, la comisaria me ponía mala cara. No le había gustado en absoluto mi desaparición, y mucho menos las explicaciones lacónicas que le había dado al regresar.

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