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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (16 page)

BOOK: Espadas y demonios
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Finalmente su inquietud y la atracción procedente de la oscuridad fueron demasiado fuertes para ella. Se vistió y entreabrió la puerta de su cámara. El corredor parecía desierto en aquel momento. Lo recorrió a toda prisa, manteniéndose pegada a la pared, y bajó con igual celeridad los desgastados escalones de piedra. Oyó ruido de pisadas y se escondió en una hornacina, donde permaneció mientras dos cazadores se dirigían cabizbajos hacia la cámara del duque. Estaban cubiertos de polvo y rígidos a causa de la cabalgata.

—Nadie le encontrará en esa oscuridad —musitó uno de ellos—. Es como buscar una hormiga en un sótano.

El otro asintió.

—Y los magos pueden cambiar los puntos destacados y hacer que se inviertan los senderos del bosque, con lo que todos los rastreadores quedan confundidos.

En cuanto los dos hombres pasaron, Ivrian se apresuró a ir r la sala de banquetes, ahora oscura y vacía, y cruzó la cocina con sus altos hornos de ladrillo y sus enormes cacerolas de cobre brillando en las sombras.

Salió al patio, donde ardían las antorchas y había una intensa actividad. Los mozos de cuadra traían caballos de refresco o se llevaban a los cansados. La muchacha confió en que el traje de cazador que llevaba puesto le permitiría pasar desapercibida. Manteniéndose en las sombras, se abrió paso hasta los establos. Su caballo se agitaba, inquieto, y relinchó cuando ella entró en el establo, pero un leve susurro bastó para aquietarle. Instantes después estaba ensillado y su ama le dirigía hacia el campo abierto. Ningún grupo de búsqueda parecía hallarse cerca, por lo que Ivrian montó y cabalgó rápidamente hacia el bosque.

Su mente era una tormenta de inquietudes. No podía explicarse cómo se había atrevido a llegar tan lejos, excepto que la atracción hacia aquel punto en la noche —la caverna contra la cual Glavas Rho le había advertido— poseía una insistencia mágica que no podía negar.

Entonces, cuando el bosque la engulló, sintió de súbito que se estaba entregando a los brazos de la oscuridad, dejando atrás para siempre la sombría fortaleza con sus crueles ocupantes. El techo de hojas oscurecía la mayor parte de las estrellas. Dio rienda suelta a su caballo, confiando en que la guiara en la dirección correcta. Y en esto tuvo éxito, pues al cabo de media hora llegó a un barranco poco profundo que pasaba junto a la caverna buscada.

Ahora, por primera vez, su caballo se inquietó. Se detuvo bruscamente, y lanzó breves relinchos de temor. Aunque la muchacha le instaba para que prosiguiera por el barranco, el animal intentó repetidas veces dar media vuelta. Redujo su marcha hasta ir al paso y, finalmente, se negó en redondo a seguir avanzando. Tenía las orejas echadas hacia atrás, y todo su cuerpo temblaba.

Ivrian desmontó y siguió adelante. Había una quietud ominosa en el bosque, como si los animales terrestres y los pájaros —e incluso los insectos— se hubieran ido. Más adelante la oscuridad era casi tangible, como si estuviera hecha de ladrillos negros poco más allá del alcance de su mano.

Entonces Ivrian fue consciente de un resplandor verdoso, vago y débil al principio, como los espectros de una aurora. Gradualmente se hizo más brillante y adquirió una cualidad parpadeante, a medida que las cortinas de hojas entre la muchacha y el resplandor iban disminuyendo. De repente se encontró directamente ante el fenómeno... una llama densa, de bordes negruzcos, que se retorcía en vez de danzar. Si el légamo verde pudiera transmutarse en fuego, tendría aquel aspecto. Ardía a la entrada de una caverna poco profunda.

Entonces, al lado de la llama, vio el rostro del aprendiz de Glavas Rho, y en aquel instante un agónico conflicto de horror y simpatía desgarró la mente de la joven.

El rostro parecía inhumano, más una verde máscara de tormento que algo vivo. Tenía las mejillas hundidas, los ojos erráticos de un modo antinatural; estaba muy pálido y por él se deslizaba un sudor frío inducido por el intenso esfuerzo interior. Aquel rostro expresaba mucho sufrimiento, pero también mucho poder... el poder de controlar las grandes sombras que se retorcían y parecían amontonarse alrededor de la llama verde, el poder de dominar las fuerzas del odio a las que daba órdenes. Los labios agrietados se movían a intervalos regulares, mientras hacía extraños gestos con manos y brazos.

A Ivrian le pareció oír la dulce voz de Glavas Rho repitiendo algo que una vez les dijo al Ratón y a ella: «Nadie puede usar la magia negra sin tensar su alma al máximo... y mancharla al hacerlo. Nadie puede infligir sufrimiento sin padecer a su vez. Nadie puede enviar la muerte mediante encantamientos y brujería sin caminar por el borde del abismo de su propia muerte y sin que su sangre gotee en él. Las fuerzas que evoca la magia negra son como espadas de doble filo envenenadas, cuyas empuñaduras tienen incrustados aguijones de escorpión. Sólo un hombre fuerte, con mano guarnecida de cuero, en quien el odio y el mal sean muy poderosos, puede blandirlas, y sólo por un momento».

Ivrian vio en el rostro del Ratón el ejemplo vivo de aquellas palabras. Paso a paso se acercó a él, sintiendo que carecía de poder para controlar sus movimientos como si viviera una pesadilla. Percibió presencias sombrías a su alrededor, invisibles velos de telaraña entre los que se abría paso. Llegó tan cerca que podría haber extendido la mano y tocarle, pero él aún no la vio, como si su espíritu estuviera lejos, más allá de las estrellas, asido a la oscuridad de aquellos confines.

Entonces una ramita crujió bajo el pie de Ivrian y el Ratón se irguió con pasmosa celeridad, liberada la energía de todos sus músculos tensos. Cogió su espada y se lanzó contra el intruso. Pero cuando la hoja verdosa estaba a un palmo de la garganta de Ivrian, la retuvo con un supremo esfuerzo, mirándola ferozmente y enseñándole los dientes. Aunque había detenido su espada, sólo parecía recordar a medias a la muchacha.

En aquel instante azotó a Ivrian una poderosa ráfaga de viento, procedente de la boca de la caverna, un viento extraño cargado de sombras. El fuego verde consumió rápidamente los palos que eran su combustible y casi se extinguió.

Entonces el viento cesó y la espesa oscuridad empezó a aclararse, sustituida por una débil luz grisácea que anunciaba el alba. El fuego pasó de verde a amarillo. El aprendiz de mago se tambaleó y la espada se deslizó de entre sus dedos.

—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó en voz apagada.

Ella vio los estragos que causaba en su rostro el hambre y el odio, vio en sus ropas los signos de muchas noches pasadas en el bosque como un animal, sin ningún techo. Y de repente comprendió que sabía la respuesta a aquella pregunta.

—Oh, Ratón —susurró—, marchémonos de este lugar. Aquí sólo hay horror. —Él se tambaleó y la muchacha le sujetó—. Llévame contigo, Ratón —le pidió.

La miró a los ojos, con el ceño fruncido.

—Entonces, ¿no me odias por lo que le he hecho a tu padre? ¿O lo que he hecho con las enseñanzas de Glavas Rho? ¿No me temes?

Le hizo todas estas preguntas con una expresión de perplejidad.

—Tengo miedo de todo —susurró ella, aferrándose al muchacho—. Te temo, sí, y mucho. Pero puedo aprender a no temerte. Oh, Ratón, ¿me llevarás lejos? ¿A Lankhmar o al Fin de la Tierra?

El la cogió por los hombros.

—He soñado con eso —le dijo lentamente—. Pero, ¿tú...?

—¡Aprendiz de Glavas Rho! —atronó una voz dura y triunfante—. ¡Te prendo en nombre del duque Janarrl por las brujerías practicadas en su cuerpo!

Cuatro cazadores salían del sotobosque con las espadas desenvainadas, y Giscorl estaba a tres pasos detrás de ellos. El Ratón les recibió a medio camino. Pronto descubrieron que esta vez no trataban con un joven cegado por la cólera, sino con un espadachín frío y astuto. Había una especie de magia en su hoja primitiva. Desgarró el brazo de su primer asaltante con un impulso, bien calculado, desarmó al segundo con un torcimiento inesperado y luego, fríamente, rechazó los golpes de los otros dos, retirándose lentamente. Pero otros cazadores seguían a los cuatro primeros y le rodearon. Todavía luchando con terrible intensidad y dando golpe por golpe, el Ratón cayó bajo el número de sus atacantes, los cuales le inmovilizaron los brazos y le pusieron en pie. Sangraba por un corte en la mejilla, pero llevaba la cabeza alta, aunque muy desgreñada. Sus ojos inyectados en sangre buscaron a Ivrian.

—Debí haberlo supuesto —dijo en tono neutro—. Debí saber que tras traicionar a Glavas Rho no descansarías hasta haberme traicionado. Has hecho bien tu trabajo, muchacha. Confío en que mi muerte te proporcione mucho placer.

Giscorl se echó a reír. Como un látigo, las palabras del Ratón hirieron a Ivrian. No podía sostener su mirada. Entonces se dio cuenta de que había un hombre a caballo detrás de Giscorl y, al alzar la vista, vio que era su padre, cuyo ancho cuerpo se doblaba de dolor. Su rostro era una máscara de muerte. Parecía un milagro que consiguiera mantenerse en la silla de montar.

—¡Rápido, Giscorl! —siseó.

Pero el enjuto guardaespaldas estaba ya husmeando en la caverna, como un hurón bien entrenado. Lanzó un grito de satisfacción y cogió una figurilla de un reborde por encima del fuego, el cual pisoteó entonces hasta apagarlo del todo. Transportó la figurilla con tanto cuidado como si estuviera hecho de telarañas. Al pasar por su lado, Ivrian vio que era un muñeco de arcilla tan ancho como alto y vestido con hojas marrones y verdes, y que sus rasgos eran una copia grotesca de las facciones de su padre. En varios lugares estaba atravesado por largas agujas.

—He aquí la causa, amo —dijo Giscorl, alzando el muñeco.

Pero el duque se limitó a repetir:

—¡Rápido, Giscorl! —El guardaespaldas empezó a retirar la agua más larga que atravesaba el centro del muñeco, pero el duque lanzó un gemido agónico y gritó—: ¡No olvides el bálsamo!

Entonces Giscorl descorchó con los dientes un gran frasco y vertió el líquido, con la consistencia de un jarabe, sobre el cuerpo del muñeco. El duque suspiró un poco, aliviado. A continuación Giscorl retiró con todo cuidado las agujas, una a una, y a medida que las iba extrayendo el aliento del duque silbaba y se llevaba la mano al hombro o el muslo, como si su sicario retirase las agujas de su propio cuerpo. Tras extraer la última, permaneció hundido en su silla durante largo rato. Cuando al fin alzó la vista, la transformación que había tenido lugar era sorprendente. Su rostro había recuperado el color y las líneas de dolor se habían desvanecido. Su voz era fuerte y resonante.

—Llevad al prisionero a la fortaleza para que aguarde nuestro juicio —gritó—. Que esto sirva de advertencia para todo aquel que practique la magia en nuestro dominio. Giscorl, has demostrado ser un fiel servidor. —Su mirada se posó en Ivrian—. Has jugado demasiado a menudo con la magia, muchacha, y necesitas otra clase de instrucción. Para empezar, serás testigo de la pena que impondré a este estúpido aprendiz de mago.

—¡Pequeña merced es ésa, oh, duque! —gritó el Ratón. Le habían izado a una silla de montar, atándole las piernas bajo el vientre del caballo—. Mantén a tu traidora hija fuera de mi vista. Y no le dejes que contemple mi dolor.

—Que uno de vosotros le golpee en los labios —ordenó el duque—. Ivrian, cabalga detrás de él... Te lo ordeno.

Lentamente el pequeño desfile emprendió la marcha hacia la fortaleza, bajo la luz cada vez más intensa del alba. Habían llevado a Ivrian su caballo, y ella ocupó su lugar como le habían mandado, hundida en una pesadilla de aflicción y derrota. Le parecía ver la pauta de toda su vida extendida ante ella —pasado, presente y futuro— y sólo consistía en temor, soledad y dolor. Incluso el recuerdo de su madre, que murió cuando ella era pequeña, era algo que aún provocaba una palpitación de pánico en su corazón: una mujer audaz y bella que siempre tenía un látigo en la mano, y a la que hasta su padre había temido. Ivrian recordó que cuando los servidores trajeron la noticia de que su madre se había roto el cuello en una caída de caballo, su única emoción fue el temor de que le mintieran, y que aquel fuera algún nuevo truco de su madre para cogerla desprevenida, a lo que seguiría algún castigo de nuevo cuño.

Desde el día en que murió su madre, el duque no le mostró más que una crueldad extrañamente perversa. Tal vez se debía al disgusto por no tener un hijo varón lo que le hacía tratarla como a un muchacho cobarde en vez de una niña y estimular a sus más queridos seguidores para que la maltrataran, desde las doncellas que jugaban a fantasmas alrededor de su cama a las mozuelas de la cocina que le ponían sapos en la leche y ortigas en la ensalada.

A veces le parecía a Ivrian que la cólera por no haber tenido un hijo era una explicación demasiado débil de la crueldad de su padre, y que a través de la muchacha se vengaba de su esposa muerta, a la que ciertamente había temido y que aún influía en sus acciones, dado que no había vuelto a casarse o tomado abiertamente una amante. O quizá había verdad en lo que dijo de su madre y Glavas Rho... No, sin duda eso debía de ser una alocada imaginación provocada por su cólera. O tal vez, como él a veces le había dicho, trataba de inculcarle el ejemplo de su madre, cruel y sedienta de sangre, procurando recrear a su esposa odiada y adorada en la persona de su hija, y hallando un extraño placer en la refractariedad del material con el que trabajaba y lo grotesco de todo el esfuerzo.

Luego Ivrian encontró refugio en Glavas Rho. La primera vez que tropezó con el anciano de barba blanca en sus paseos solitarios por el bosque, el mago estaba curando la pata rota de un cervatillo, y le habló suavemente de la amabilidad y hermandad de toda la vida, humana y animal. Y ella había regresado día tras día para escuchar sus propias intuiciones vagas reveladas como verdades profundas y refugiarse en la amplia simpatía de aquel hombre... y explorar su tímida amistad con su pequeño y listo aprendiz. Pero ahora Glavas Rho estaba muerto y el Ratón había tomado el camino de la araña, o la senda de la serpiente o el sendero del gato, como el viejo mago se había referido en ocasiones a la magia maléfica.

Alzó la vista y vio al Ratón cabalgando un poco más adelante y a un lado de ella, las manos atadas a la espalda, la cabeza y el cuerpo inclinados hacia delante. Su conciencia le recriminaba, pues sabía que había sido responsable de su captura. Pero peor que la conciencia era el dolor de la oportunidad perdida, pues allí, delante de ella, condenado, cabalgaba el único hombre que podría haberla salvado de su vida.

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