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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

Espía de Dios (3 page)

BOOK: Espía de Dios
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—No, director Boi. Mi análisis profesional lo tendrá en su mesa en cuanto esté listo. Por lo pronto le avanzo que el que ha perpetrado este crimen es alguien muy enfermo.

Boi iba a decir algo, pero en ese momento se encendieron las luces de la iglesia. Y todos vieron algo que les había pasado por alto: en el suelo, cerca del difunto había escrito, con letras no muy grandes

EGO TE ABSOLVO

—Parece sangre —dijo Pontiero, verbalizando lo que todos pensaban.

Sonó un teléfono móvil con los acordes del Aleluya de Haendel. Los tres miraron al compañero de Boi, que muy serio sacó el aparato del bolsillo del abrigo y respondió a la llamada. No dijo casi nada, apenas una docena de «ajá» y «mmm».

Al colgar miró a Boi y asintió.

—Es lo que nos temíamos, entonces —dijo el director de la UACV—.
Ispettora
Dicanti,
vice ispettore
Pontiero, huelga decirles que este caso es muy delicado. Ese que tienen ahí es el Cardenal argentino Emilio Robayra. Si ya de por sí el asesinato de un cardenal en Roma es una tragedia indescriptible, cuanto ni más en la coyuntura actual. La víctima era una de las 115 personas que dentro de unos días participarán en el Cónclave para elegir al nuevo Sumo Pontífice. La situación es, en consecuencia, delicadísima. Este crimen no debe llegar a oídos de la Prensa bajo ningún concepto. Imagínense los titulares: «
Asesino en serie aterroriza la elección del Papa
». No quiero ni pensar…

—Un momento, director. ¿Ha dicho asesino en serie? ¿Hay algo aquí que no sabemos?

Boi carraspeó y miró al misterioso personaje que había venido con él.

—Paola Dicanti, Maurizio Pontiero, permítanme presentarles a Camilo Cirin, Inspector General del Cuerpo de Vigilancia del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Éste asintió y dio un paso al frente. Cuando habló lo hizo con esfuerzo, como si detestara pronunciar palabra.

—Creemos que ésta es la segunda víctima.

Instituto Saint Matthew

Silver Spring, Maryland

Agosto de 1994

—Entre, padre Karoski, entre. Por favor, vaya desnudándose tras ese biombo, si es tan amable.

El sacerdote comenzó a quitarse el
clergyman
. La voz del técnico le llegaba desde el otro lado de la mampara blanca.

—No ha de preocuparse por la prueba, padre. Es de lo más normal, ¿correcto? De lo más normal, jejeje. Puede que haya oído hablar a otros internos de ella, pero no es tan fiero el león como lo pintan, como decía mi abuela. ¿Cuánto lleva con nosotros?

—Dos semanas.

—Tiempo suficiente para conocer esto, si señor… ¿ha ido a jugar al tenis?

—No me gusta el tenis. ¿Salgo ya?

—No, padre, póngase antes el camisón verde, no vaya a coger frío, jejeje.

Karoski salió de detrás del biombo con el camisón verde puesto.

—Camine hasta la camilla y túmbese. Eso es. Espere, que le ajuste el respaldo. Ha de poder ver bien la imagen en el televisor. ¿Ve bien?

—Muy bien.

—Estupendo. Espere, he de realizar unos ajustes en los instrumentos de medición y enseguida empezamos. Por cierto, ese de ahí es un buen televisor, ¿correcto? Tiene 32 pulgadas, si yo tuviera uno así en casa seguro que la parienta me tendría más respeto, ¿no cree? Jejejeje.

—No estoy seguro.

—Bah, claro que no, padre, claro que no. Esa arpía no le tendría respeto ni al mismísimo Jesús si saliese de un paquete de Golden Grahams y le diera una patada en su seboso culo, jejejeje.

—No deberías tomar el nombre de Dios en vano, hijo mío.

—Tiene razón, padre. Bueno, esto ya está. ¿Nunca le habían hecho antes una pletismografía peneana, correcto?

—No.

—Claro que no, que tontería, jejejeje. ¿Le han explicado ya en qué consiste la prueba?

—A grandes rasgos.


Bueno, ahora yo voy a introducir las manos por debajo de su camisón y fijar estos dos electrodos a su pene, ¿correcto? Esto nos ayudará a medir su nivel de respuesta sexual a determinados estímulos. Bien, ahora procedo a colocarlo. Ya está.

—Tiene las manos frías.

—Si, aquí hace fresco, jejejeje. ¿Está cómodo?

—Estoy bien.

—Entonces empezamos.

Las imágenes comenzaron a sucederse en pantalla. La torre Eiffel. Un amanecer. Niebla en las montañas. Un helado de chocolate. Un coito heterosexual. Un bosque. Árboles. Una felación heterosexual. Tulipanes en holanda. Un coito homosexual. Las Meninas de Velázquez. Puesta de sol en el Kilimanjaro. Una felación homosexual. Nieve en lo alto de los tejados de un pueblo en Suiza. Una felación pedófila. (El niño mira directamente a la cámara mientras chupa el miembro del adulto. Hay tristeza en sus ojos).

Karoski se levanta. En sus ojos hay rabia.

—Padre, no puede levantarse, ¡no hemos terminado!

El sacerdote le agarra por el cuello, golpea una y otra vez la cabeza del psicólogo contra el cuadro de instrumentos, mientras la sangre empapa los botones, la bata blanca del técnico, el camisón verde de Karoski y el mundo entero.

—No cometerás actos impuros nunca más, ¿correcto? ¿Correcto, inmundo pedazo de mierda, correcto?

Iglesia de Santa María in Traspontina

Via della Conciliazione, 14

Martes, 5 de abril de 2005. 11:59

El silencio que siguió a las palabras de Cirin quedó aún más remarcado por las campanas que anunciaban el Ángelus en la cercana plaza de San Pedro.

—¿La segunda víctima? ¿Han hecho pedazos a otro cardenal y nos enteramos ahora? —la cara que puso Pontiero dejaba muy clara la opinión que le merecía la situación.

Cirin, impasible, les miró fijamente. Era, sin lugar a dudas, un hombre fuera de lo común. Estatura media, ojos castaños, edad indefinida, traje discreto, abrigo gris. Ninguno de sus rasgos se imponía a otro y eso era lo extraordinario: era el paradigma de la normalidad. Hablaba poquísimo, como si también de esa manera quisiera fundirse en un segundo plano. Pero eso no llevaba a engaño a ninguno de los presentes: todos habían oído hablar de Camilo Cirin, uno de los hombres más poderosos del Vaticano. Controlaba el cuerpo de policía más pequeño del mundo: la
Vigilanza
Vaticana. Un cuerpo de 48 agentes (oficialmente), menos de la mitad que la Guardia Suiza, pero infinitamente más poderoso. Nada se movía en su pequeño país sin que Cirin lo supiera. En 1997, un hombre había intentado hacerle sombra: el recién elegido comandante de la Guardia Suiza Alois Siltermann. Dos días después de su nombramiento, Siltermann, su mujer, y un cabo de intachable reputación fueron encontrados muertos. Les habían asesinado a tiros
[3]
. La culpa recayó sobre el cabo, que supuestamente se había vuelto loco había disparado sobre la pareja y luego se había metido «su arma reglamentaria» en la boca y apretado el gatillo. Toda la explicación cuadraría si no fuera por dos pequeños detalles: Los cabos de la guardia suiza no van armados, y el cabo en cuestión tenía los dientes delanteros destrozados. Todo hacía pensar que la pistola se la metieron brutalmente en la boca.

A Dicanti le había contado la historia un colega del Inspectorado
[4]
. Al enterarse del suceso, él y sus compañeros fueron a prestar toda la ayuda posible a los miembros de la
Vigilanza
, pero apenas pisaron la escena del crimen se les invitó cordialmente a volver al Inspectorado y cerrar la puerta por dentro, sin ni siquiera darles las gracias. La leyenda negra de Cirin recorría de boca en boca las comisarías de toda Roma, y la UACV no era una excepción.

Y allí estaban los tres, fuera de la capilla, estupefactos ante la declaración de Cirin.

—Con el debido respeto,
Ispettore Generale
, creo que si a ustedes les constaba que un asesino capaz de cometer un crimen similar a éste andaba suelto por Roma, su deber era comunicarlo a la UACV —dijo Dicanti.

—Exacto, y así lo hizo mi distinguido colega —repuso Boi—. Me lo comunicó a mí personalmente. Ambos coincidimos en que éste es un caso que ha de permanecer en el más estricto secreto, por el bien de todos. Y ambos coincidimos también en algo más. El Vaticano no tiene a nadie capaz de lidiar con un criminal tan… característico como éste.

Sorprendentemente, Cirin intervino.

—Seré franco,
signorina
. Nuestras labores son de contención, protección y contraespionaje. En éstos campos somos muy buenos, se lo garantizo. Pero un ¿cómo lo llamó usted? un tío que está tan mal de la cabeza no entra en nuestras competencias. Pensábamos pedirles ayuda, hasta que nos llegó la noticia de éste segundo crimen.

—Hemos pensado que éste caso requerirá de un enfoque mucho más creativo,
ispettora
Dicanti. Por eso no queremos que usted se limite como hasta ahora a realizar perfiles. Queremos que usted dirija la investigación —dijo el director Boi.

Paola se quedó muda. Esa era labor de un agente de campo, no de una psicóloga criminalista. Por supuesto que ella podría hacerlo tan bien como cualquier agente de campo, pues había recibido la preparación adecuada para ello en Quantico, pero que dicha petición viniera de Boi, y más en aquel momento, la dejó atónita.

Cirin se giró hacia un hombre con cazadora de cuero que llegó hasta ellos.

—Oh, aquí está. Permítanme presentarle al superintendente Dante, de la
Vigilanza
. Será su enlace con el Vaticano, Dicanti. Le informará del crimen anterior, y trabajarán ambos en éste, puesto que es un solo caso. Cualquier cosa que le pida a él es como si me la pidiera a mí. Y al revés, cualquier cosa que el le niegue, es como si se la negara yo. En el Vaticano tenemos nuestras propias normas, espero que lo entienda. Y también espero que atrapen a éste monstruo. El asesinato de dos príncipes de la Santa Madre Iglesia no puede quedar sin castigo.

Y sin decir más, se marchó.

Boi se acercó mucho a Paola, hasta hacerle sentir incómoda. Aún estaba muy reciente en su memoria su escarceo amoroso.

—Ya lo ha oído, Dicanti. Acaba usted de tomar contacto con uno de los hombres más poderosos del Vaticano, y le ha pedido algo muy concreto. No se porqué se ha fijado en usted, pero mencionó expresamente su nombre. Tome lo que necesite. Hágame reportes diarios claros, breves y sencillos. Y sobre todo, reúna pruebas periciales. Espero que sus «castillos en el aire» sirvan para algo ésta vez. Tráigame algo, y pronto.

Dándose la vuelta, anduvo hacia la salida en pos de Cirin.

—Qué hijos de puta —explotó por fin Dicanti, cuando estuvo segura de que los otros no podían oírla.

—Vaya, si habla —se rió el recién llegado Dante—.

Paola se ruborizó y le tendió la mano.

—Paola Dicanti.

—Fabio Dante.

—Maurizio Pontiero.

Dicanti aprovechó el apretón de manos de Pontiero y Dante para estudiar atentamente a éste último. Contaría apenas 41 años. Era bajo, moreno y fuerte, con una cabeza unida a los hombros por cinco escasos centímetros de grueso cuello. Pese a medir apenas 1,70, el superintendente era un hombre atractivo, aunque en absoluto agraciado. Tenía los ojos de ese color verde aceituna tan característico del sur de la Península Itálica.

—¿Debo entender que en la expresión «hijos de puta» incluía usted a mi superior,
ispettora
?

—La verdad, si. Creo que me ha caído encima un honor inmerecido.

—Ambos sabemos que no es un honor, sino un marrón terrible, Dicanti. Y no es inmerecido, su historial habla maravillas de su preparación. Lástima que no le acompañen aún los resultados, pero eso seguro que cambia pronto, ¿verdad?

—¿Ha leído mi historial? Santa Madonna, ¿es que aquí no hay nada confidencial?

—No para él.

—Escuche, presuntuoso…—se enfureció Pontiero.

—Basta, Maurizio. No es necesario. Estamos en una escena del crimen, y yo soy la responsable. Pongámonos a trabajar, ya hablaremos después. Dejémosle campo a ellos.

—Bueno, ahora tú mandas, Paola. Lo ha dicho el jefe.

Esperando a prudente distancia tras la línea roja había dos hombres y una mujer enfundados en monos azul oscuro. Era la unidad de Análisis de la Escena del Crimen, especialistas en la recogida de indicios. La inspectora y los otros dos salieron de la capilla y caminaron hasta la nave central.

—De acuerdo, Dante. Suéltelo todo —pidió Dicanti.

—Bien… la primera víctima fue el cardenal italiano Enrico Portini.

—¡No puede ser! —se asombraron a un tiempo Dicanti y Pontiero.

—Créanme, amigos, lo vi con mis propios ojos.

—El gran candidato del ala reformista-liberal de la Iglesia. Si ésta noticia llega a los medios de comunicación será terrible.

—No, Pontiero, será una catástrofe. Ayer por la mañana llegó a Roma George Bush con toda su familia. Otros doscientos mandatarios y jefes de estado internacionales se alojan en su país, pero estarán en el mío el viernes para el funeral. La situación es de máxima alerta, pero ustedes ya saben como está la ciudad. Es una situación muy compleja, y lo último que queremos es que cunda el pánico. Salgan conmigo, por favor. Necesito un cigarro.

Dante les precedió hasta la calle, donde el gentío era cada vez más numeroso y estaba cada vez más apretado. La masa humana cubría por completo la Via della Conciliazione. Había banderas francesas, españolas, polacas, italianas. Jóvenes con sus guitarras, religiosas con velas encendidas, incluso un anciano ciego con su perro lazarillo. Dos millones de personas estarían en el funeral del Papa que había cambiado el mapa de Europa. Desde luego, pensó Dicanti, éste es el peor ambiente del mundo para trabajar. Cualquier posible rastro se perderá mucho antes en la tormenta de peregrinos.

—Portini estaba hospedado en la residencia Madri Pie, en la Via de Gasperi —dijo Dante—. Llegó el jueves por la mañana, conocedor del grave estado de salud del papa. Las monjas dicen que cenó con total normalidad el viernes, y que estuvo un buen rato en la capilla rezando por el Santo Padre. No le vieron acostarse. En su habitación no había indicios de lucha. Nadie durmió en su cama, o el que le secuestró la rehizo perfectamente. El sábado no fue a desayunar, pero supusieron que se habría quedado orando en el Vaticano. A nosotros no nos consta que entrara el sábado, pero hubo una gran confusión en la
Città
. ¿Se dan cuenta? Desapareció a una manzana del Vaticano.

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