Authors: Bernard Cornwell
Abandonada de la consagración de sus dioses, Dumnonia se sume, lentamente, en las profundidades. Y a pesar de que Arturo vuelve a ser feliz junto a Ginebra, y unos pocos años de paz han bendecido su reino, la amenaza sajona continúa inquebrantable en un tenaz pie de guerra. También, la poderosa maga Nimue y Mordred, antiguo rey de Dumnonia, esperan la hora de ajustar cuentas. El ciclo divino de Arturo comienza a cerrarse y el aliento de la magia y las antiguas divinidades se aleja. Bajo el dominio del nuevo dios cristiano, el final se acerca.
Bernard Cornwell
Excalibur
Crónicas del señor de la guerra - 3
ePUB v2.0
iBrina
18.07.12
Título original:
Excalibur
Bernard Cornwell
Editor original: iBrain (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
¡Qué gran influjo ejercen las mujeres en este relato!
Cuando empecé a escribir la vida de Arturo creí que sería un relato de hombres, una crónica de espadas y lanzas, batallas victoriosas y fronteras establecidas, tratados incumplidos y reyes destronados, porque, ¿no es así como se cuenta la historia? Cuando recitamos la genealogía de nuestros reyes no nombramos a las madres ni a las abuelas, sino que decimos Mordred ap Mordred ap Uther ap Kustennin ap Kynnar, y así sucesivamente hasta llegar al gran Beli Mawr, que es el padre de todos nosotros. Son hombres quienes cuentan la historia refiriendo hechos de otros hombres, mas en esta historia de Arturo las mujeres relumbran como los salmones en las aguas negras.
Los hombres hacen la historia, en efecto, y no puedo negar que fueron los hombres los que hundieron Britania. Éramos cientos, todos cubiertos de cuero y hierro, armados de escudo, lanza y espada, y nos creíamos dueños de Britania porque éramos guerreros, pero bastó un hombre y una mujer para hundirla, y de los dos, la mujer causó los mayores desastres. Por una maldición suya pereció todo un ejército, y a ella se refiere esta crónica, pues era la enemiga de Arturo.
«¿Quién?», me preguntará Igraine cuando lea estas palabras.
Igraine es mi reina. Espera un hijo, cosa que a todos nos llena de alegría. Su esposo es el rey Brochvael de Powys y, actualmente, vivo bajo su protección en este pequeño monasterio de Dinnewrac, donde escribo la crónica de Arturo. Escribo por orden de la reina Igraine, tan joven que no conoció al emperador. Así es como lo llamábamos,
Amherawdr
en lengua britana, aunque Arturo apenas usaba ese título. Escribo en lengua sajona porque soy sajón y porque el obispo Sansum, el santo varón que gobierna nuestra pequeña comunidad de Dinnewrac, jamás me permitiría escribir la historia de Arturo. Sansum odia a Arturo, injuria su recuerdo y le llama traidor; por tal motivo, Igraine y yo le hemos dicho que me estoy ocupando de transcribir los Santos Evangelios en lengua sajona y, puesto que Sansum no habla sajón ni sabe leer lengua alguna, el ingenuo ardid nos ha permitido recoger la historia hasta el momento presente.
A partir de ahora el relato deviene más tenebroso y difícil de transmitir. A veces, cuando pienso en mi bienamado Arturo, veo el cénit de su gloria como un espléndido día de sol, y sin embargo... ¡cuan presto acudieron las nubes! Más tarde, como veremos, las nubes escamparon y el sol endulzó nuevamente el paisaje de Arturo, pero luego llegó la noche y desde entonces no hemos vuelto a ver el sol.
Fue Ginebra la que oscureció el sol del mediodía. Sucedió durante la rebelión, cuando Lancelot, a quien Arturo tenía por amigo, trató de usurpar el trono de Dumnonia, empresa fallida en la que recibió ayuda de los cristianos, los cuales, engañados por sus cabecillas, entre los que se contaba el obispo Sansum, creíanse en el deber sacrosanto de limpiar el país de paganos y preparar así la isla para el segundo advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, predicho para el año 500. Lancelot recibió también el apoyo de Cerdic, rey sajón que lanzó un ataque terrorífico sobre el valle del Támesis con la intención de dividir Britania. Si los sajones hubieran llegado al mar Severn, los reinos britanos del norte habrían quedado separados de los del sur, aunque por la gracia de los dioses, no sólo vencimos a Lancelot y a su chusma cristiana, sino también a Cerdic. Mas en medio de la derrota, Arturo descubrió la traición de Ginebra. La sorprendió desnuda en brazos de otro hombre y fue como si el sol desapareciera del cielo.
—En realidad no lo entiendo —me dijo Igraine un día de finales de verano.
—¿Qué es lo que no entendéis, mi querida señora? —le pregunté.
—Arturo amaba a Ginebra, ¿no es así?
—En efecto.
—Entonces, ¿por qué no podía perdonarla? Yo he perdonado los devaneos de Brochvael con Nwylle. —Nwylle, amante de Brochvael, contrajo una enfermedad de la piel que desfiguró su belleza. Sospecho, aunque jamás lo he preguntado, que Igraine recurrió a un encantamiento para hacer enfermar a su rival. Aunque mi reina diga que es cristiana, el cristianismo es una religión que no ofrece el consuelo de la venganza a sus adeptos. Para esos asuntos es necesario acudir a las viejas conocedoras de las hierbas que hay que arrancar y los conjuros que hay que pronunciar durante la luna menguante.
—Vos perdonáis a Brochvael, pero ¿os habría perdonado él a vos?
Igraine se estremeció.
—¡Oh, no! Me habría quemado viva en la hoguera, según la ley.
—Arturo habría podido condenar a Ginebra a la hoguera —dije—, y muchos hombres le aconsejaron que así lo hiciera, pero la amaba; la amaba apasionadamente y por eso no podía matarla ni perdonarla. No al principio, al menos.
—¡Entonces estaba loco! —exclamó Igraine. Es muy joven y hace gala de la incuestionable certidumbre de la juventud.
—Era muy orgulloso —dije—, y tal vez esa fuera su locura, pero también la de los demás. —Me quedé pensando—. Quería muchas cosas —proseguí—, quería una Britania libre y derrotar a los sajones, pero en el fondo del alma deseaba que Ginebra le manifestase constantemente que era un hombre de bien. Y cuando ella yació con Lancelot, Arturo lo consideró una prueba de que él era inferior. Naturalmente, no era cierto, pero le dolió. ¡Cuánto le dolió! Jamás he visto hombre tan dolido. Le partió el corazón.
—Entonces, ¿la confinó? —me preguntó Igraine.
—La confinó —contesté, y me acordé de que fui obligado a llevar a Ginebra al santuario del Santo Espino, en Ynys Wydryn, donde Morgana, la hermana de Arturo, se convertiría en su carcelera. Jamás existió el menor afecto entre Ginebra y Morgana. La una era pagana, la otra cristiana, y el día en que la dejé encerrada en el recinto del santuario fue una de las pocas ocasiones en que la vi llorar—. «Se quedará aquí», me dijo Arturo, «hasta el día de su muerte».
—Los hombres están locos —declaró Igraine, y me miró de reojo—. ¿Y vos, fuisteis infiel a Ceinwyn alguna vez?
—No —repliqué con sinceridad.
—¿Alguna vez tuvisteis la tentación?
—Sí, claro. La lujuria no desaparece con la felicidad, mi señora. Además, ¿qué mérito tendría la fidelidad si no fuera puesta a prueba?
—¿Creéis que hay mérito en la fidelidad? —me preguntó, y yo me pregunté a mi vez en qué joven y apuesto guerrero de la fortaleza de su esposo se habría fijado mi señora. De momento, su estado de buena esperanza le impediría cometer una locura, pero temí lo que pudiera suceder después. Nada, tal vez. Sonreí.
—Queremos que nuestra amada nos sea fiel, señora. ¿No es lógico que ella quiera lo mismo de nosotros? La fidelidad es un don que ofrecemos a los que amamos. Arturo se lo entregó a Ginebra, pero ella no podía corresponderé porque ansiaba otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Gloria, pero Arturo siempre fue reacio a la gloria. La alcanzó, pero no le deleitaba. Ginebra quería una escolta de mil jinetes, vistosas enseñas ondeando por encima de su cabeza y la isla entera de Britania postrada a sus pies. Lo único que Arturo quería era justicia y buenas cosechas.
—Y una Britania libre y derrotar a los sajones —añadio Igraine secamente.
—Sí, eso también —reconocí—, y otra cosa más, una cosa a la que aspiraba por encima de todo. —El recuerdo me hizo sonreír y pensé que quizás, de todas las ambiciones de Arturo, esa última fuera la más difícil de conseguir y la que los pocos que seguíamos siendo amigos suyos jamás creímos que ansiara de verdad.
—Continuad —me apremió Igraine, creyendo que me dejaba llevar por la soñolencia.
—Sólo deseaba un trozo de tierra —dije—, una casa, algunas vacas y una herrería propia. Quería ser un hombre normal, quería que otros cuidaran de Britania mientras él buscaba la felicidad.
—¿Y jamás la encontró? —preguntó Igraine.
—La encontró —le aseguré, pero no el mismo verano de la revuelta de Lancelot. Fue aquel un verano cruento, un tiempo de represalias, la época en que Arturo sometió a Dumnonia sin contemplaciones, por la fuerza.
Lancelot huyó hacia el sur, a su tierra belga. A Arturo le habría gustado mucho perseguirlo, pero en aquellos momentos la amenaza más inminente era la invasión de los sajones de Cerdic. Al final de la revuelta, Cerdic había avanzado hasta Corinium y habría tomado la plaza de no haber enviado los dioses una epidemia que causó grandes estragos en su ejército. A los hombres se les vaciaban las tripas sin cesar, vomitaban sangre, se debilitaban hasta el punto de no tenerse en pie y, en lo más crudo de la peste, las fuerzas de Arturo cayeron sobre ellos. Cerdic trató de reorganizar el ejército, mas los sajones, convencidos de que los dioses los habían abandonado, huyeron. «Pero volverán», me dijo Arturo cuando nos hallábamos entre los sangrientos despojos de la vencida retaguardia de Cerdic. «Volverán la próxima primavera», insistió, y acto seguido limpió la hoja de Excalibur con el manto salpicado de sangre y la envainó. Se había dejado crecer la barba, que le nacía gris y le envejecía mucho; el dolor de la traición de Ginebra demacró tanto su rostro que parecía temible a ojos de quienes lo conocieron aquel mismo verano, y él no hacía nada por suavizar la impresión. Siempre había sido paciente, pero a partir de entonces llevaba la ira a flor de piel y estallaba a la menor provocación.
Fue un verano cruento, un tiempo de represalias, y el sino de Ginebra fue permanecer encerrada en el santuario de Morgana. Arturo condenó a su esposa a ser enterrada en vida y los guardianes recibieron la orden de no permitirle salir jamás. Ginebra, princesa de Henis—Wyren, desapareció del mundo.
—¡No seas necio, Derfel! —me espetó Merlín una semana después—. Ya verás como sale en libertad dentro de un par de años, o de uno incluso. Si Arturo quisiera deshacerse de ella, la habría condenado a la hoguera, que es lo que tendría que haber hecho. Nada mejor que una buena hoguera para meter a una mujer en cintura, pero Arturo no escucha. ¡El muy imbécil está enamorado de ella! Verdaderamente, es un imbécil. ¡Fíjate bien! Lancelot ha salvado el pellejo, Mordred y Cerdic también y, para postres, perdona la vida a Ginebra. Cualquiera diría que para vivir en este mundo eternamente, lo mejor es convertirse en enemigo de Arturo. Me encuentro tan bien como podía esperarse, gracias por tu interés.
—Os pregunté antes —repliqué pacientemente—, pero hicisteis caso omiso.
—Este oído mío, Derfel... Me estoy quedando sordo —se dio una palmada en la oreja—, sordo como una tapia. Cosas de la edad, pura senectud. Me consumo a ojos vistas.