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Authors: Ian McEwan

Expiación (45 page)

BOOK: Expiación
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Para llegar a la calle que buscaba había que doblar en la tercera que había después de la estación de metro, que era a su vez otra réplica. Las casas adosadas eduardianas, astrosas y con visillos, formaban una hilera de casi un kilómetro. 43 Dudley Villas se encontraba en la mitad de aquel trecho, sin nada más que la distinguiera de las otras que un viejo Ford 8 sin ruedas, sostenido sobre pilas de ladrillos, que ocupaba todo el jardín delantero. Si no había nadie ella podría irse, diciéndose a sí misma que lo había intentado. El timbre no funcionaba. Dio dos golpes con la aldaba y retrocedió. Oyó una voz iracunda de mujer, luego un portazo y el ruido sordo de pasos. Briony retrocedió otro más. Todavía estaba a tiempo de correr calle arriba. Hubo un forcejeo con el pestillo y un suspiro irritado, y abrió la puerta una mujer en la treintena, alta y de facciones angulosas, que había perdido el resuello a causa de algún tremendo esfuerzo. Estaba furiosa. La había interrumpido en medio de una pelea, y no pudo modificar la expresión —la boca abierta, el labio superior ligeramente curvado— mientras examinaba a Briony.

—¿Qué quiere?

—Estoy buscando a la señorita Cecilia Tallis.

La mujer combó los hombros y echó la cabeza hacia atrás, como si rehuyera un insulto. Miró a Briony de los pies a la cabeza.

—Usted se le parece.

Desconcertada, Briony se limitó a mirarla.

La mujer lanzó otro suspiro que era casi como un escupitajo, y cruzó el recibidor hasta el pie de la escalera.

—¡Tallis! —gritó—. ¡Puerta!

La mujer recorrió la mitad del pasillo hasta la entrada del cuarto de estar, fulminó a Briony con una mirada de desprecio y desapareció, cerrando la puerta con violencia tras ella.

La casa estaba en silencio. Briony veía desde la puerta abierta un trecho de linóleo de flores estampadas y los primeros siete u ocho escalones, cubiertos por una alfombra rojo oscuro. Faltaba la varilla de latón en el tercer peldaño. A mitad de camino del recibidor, contra la pared, había una mesa en forma de medialuna, y sobre ella un atril de madera barnizada, como una rejilla para tostadas, destinada a depositar cartas. No había ninguna. El linóleo se extendía más allá de la escalera, hasta una puerta con un cristal esmerilado que probablemente daba a la cocina, al fondo. El empapelado era también de flores: un ramillete de tres rosas alternando con un dibujo de copos de nieve. Desde el umbral hasta el arranque de la escalera contó quince rosas y dieciséis copos. Un signo agorero.

Por fin, oyó que una puerta se abría arriba, posiblemente la que habían cerrado de un portazo cuando ella llamó a la aldaba. A continuación, el crujido de un peldaño, y asomaron unos pies enfundados en calcetines gruesos, y un destello de piel desnuda, y una bata azul de seda que Briony reconoció. Por último apareció la cara de Cecilia, inclinada hacia un costado mientras se agachaba para atisbar a quien estaba en la puerta de la calle y ahorrarse la molestia de seguir bajando, impropiamente vestida. Le llevó unos instantes reconocer a su hermana. Bajó despacio otros tres escalones.

—Oh, Dios mío.

Se sentó y cruzó los brazos.

Briony permaneció como estaba, con un pie todavía en el sendero del jardín y el otro sobre el escalón de la entrada. Resonó una radio en el cuarto de estar de la casera, y la risa de un público creció a medida que las válvulas se calentaban. Siguió un monólogo adulador de un comediante, interrumpido al final por aplausos, y una alegre banda atacó una pieza. Briony se adentró un paso en el recibidor. Murmuró:

—Tengo que hablar contigo.

Cecilia estaba a punto de levantarse, pero cambió de idea.

—¿Por qué no me has dicho que venías?

—Como no contestaste a mi carta, he venido.

Cecilia se ciñó la bata alrededor del cuerpo y palmeó el bolsillo, probablemente con la esperanza de encontrar un cigarrillo. Tenía la tez mucho más morena, y sus manos también eran marrones. No había encontrado lo que buscaba, pero de momento no hizo ademán de levantarse.

Más por ganar tiempo que por cambiar de tema, dijo:

—Estás en prácticas.

—Sí.

—¿En qué pabellón?

—En el de sor Drummond.

No era posible saber si a Cecilia le resultaba conocido aquel nombre, o si le desagradaba que su hermana pequeña estuviese estudiando en el mismo hospital. Había otra diferencia obvia: Cecilia siempre le había hablado con un tono condescendiente o maternal. ¡Hermanita! Ya no había espacio para eso. Había una dureza en su tono que previno a Briony de que se abstuviese de preguntar por Robbie. Dio otro paso más en el recibidor, consciente de que la puerta de la calle estaba abierta a su espalda.

—¿Y tú dónde estás?

—Cerca de Morden. Es un SMU.

Un hospital de servicios médicos urgentes, un centro requisado que seguramente se ocupaba del grueso, del auténtico grueso de la evacuación. Eran demasiadas las cosas que no podían decirse ni preguntarse. Las hermanas se miraron. Aunque Cecilia tenía el aspecto desaliñado de quien se acaba de levantar de la cama, estaba más hermosa de lo que Briony recordaba. Aquella cara larga siempre había poseído algo extraño y vulnerable, caballuno, decía todo el mundo, incluso vista a la luz más favorable. Ahora parecía osadamente sensual, con el arco acentuado de los labios henchidos y púrpuras. Los ojos oscuros estaban dilatados, quizás por la fatiga. O por la tristeza. La nariz larga y fina, el delicado fulgor de sus ventanillas: había en su rostro algo como de máscara, como esculpido, inmóvil. Y difícil de leer. La apariencia de su hermana aumentaba la desazón de Briony y agravaba su sensación de torpeza. Apenas conocía a aquella mujer a la que no había visto desde hacía cinco años. Briony no podía dar nada por supuesto. Buscaba otro tema neutral, pero no había ninguno que no condujera a los temas sensibles —los que tendría que afrontar en cualquier caso—, y por fin dijo, porque ya no podía soportar el silencio ni las miradas:

—¿Has sabido algo de papá?

—No, nada.

El tono bajo indicaba que no quería saber, y que no le importaría ni respondería si Briony sabía algo. Cecilia dijo:

—¿Y tú?

—Recibí una nota suya hace un par de semanas.

—Bien.

Conque no había nada que añadir a este respecto. Tras otra pausa, Briony volvió a intentarlo.

—¿Sabes algo de casa?

—No. No estoy en contacto. ¿Y tú?

—Ella me escribe de vez en cuando.

—¿Y qué noticias te manda, Briony?

Tanto la pregunta como el empleo de su nombre eran sardónicos. Mientras Briony buceaba en sus recuerdos, sintió que la estaban delatando como a una traidora a la causa de su hermana.

—Tienen en casa evacuados y Betty los detesta. Han arado el parque para plantar trigo.

Enmudeció. Era una estupidez seguir enumerando aquellos pormenores. Pero Cecilia dijo fríamente:

—Sigue. ¿Qué más?

—Bueno, casi todos los mozos del pueblo se han alistado en los East Surrey, menos…

—Menos Danny Hardman. Sí, todo eso lo sé.

Sonrió de un modo radiante, artificial, aguardando a que Briony continuara.

—Han construido un fortín al lado de correos, y han quitado todas las antiguas verjas. Y… la tía Hermione vive en Niza y, ah, sí, Betty rompió el jarrón del tío Clem.

Fui al oír esto cuando Cecilia abandonó su frialdad. Descruzó los brazos y se apretó la mejilla con una mano.

—¿Lo rompió?

—Se le cayó en un peldaño.

—¿Quieres decir que está roto, hecho añicos?

—Sí.

Cecilia lo pensó. Finalmente dijo:

—Es terrible.

—Sí —dijo Briony—. Pobre tío Clem.

Por fin su hermana dejaba de mostrarse desdeñosa. El interrogatorio prosiguió.

—¿Han guardado los pedazos?

—No lo sé. Emily dijo que papá le gritó a Betty.

En ese momento, la puerta se abrió de golpe y la casera se plantó delante mismo de Briony, tan cerca que ésta percibió el olor a menta en el aliento de la mujer. Señaló la puerta de entrada.

—Esto no es una estación de tren. O entra, señorita, o se queda fuera.

Cecilia se estaba levantando sin excesiva prisa, y se estaba atando el cinturón de seda de su bata. Dijo, lánguidamente:

—Le presento a mi hermana Briony, señora Jarvis. Procure cuidar sus modales cuando hable con ella.

—Hablo como se me antoja en mi propia casa —dijo la señora Jarvis. Se volvió hacia Briony—: Quédese si quiere, y si no, vayase y cierre la puerta al salir.

Briony miró a su hermana y presintió que ahora Cecilia no estaba dispuesta a dejarla marchar. La casera había actuado como una aliada involuntaria.

Cecilia habló como si ella y Briony estuvieran solas.

—Olvida a la casera. Me voy al final de esta semana. Cierra la puerta y sube.

Briony, observada por la señora Jarvis, siguió a su hermana por la escalera.

—Y en cuanto a usted, señora Marquesa… —llamó la señora Jarvis.

Pero Cecilia se volvió bruscamente y la cortó en seco.

—Ya basta, señora Jarvis. Ya vale con eso.

Briony reconoció su tono. Era puro Nightingale, para su empleo con pacientes difíciles o estudiantes en lágrimas. Costaba años perfeccionarlo. Seguramente Cecilia habría sido ascendida a jefa de pabellón.

En el rellano del primer piso, cuando estaba a punto de abrir la puerta de su cuarto, lanzó a Briony una mirada, una mirada fría para darle a entender que nada había cambiado, que nada se había mitigado. El cuarto de baño, al otro lado del pasillo, exhalaba por su puerta entornada un aire húmedo y perfumado y un sonido hueco de goteo. Cecilia se disponía a darse un baño cuando llegó Briony. La hizo entrar en su estudio. Algunas de las enfermeras más pulcras del pabellón vivían en cuartos que parecían cuchitriles, y a Briony no le habría sorprendido presenciar una nueva versión del antiguo caos de Cecilia. Pero su alojamiento daba una impresión de vida sencilla y solitaria. Una habitación de tamaño mediano había sido dividida para crear la estrecha franja de una cocina y, posiblemente, un dormitorio contiguo. Las paredes estaban empapeladas con un dibujo de pálidas rayas verticales, como un pijama masculino, lo que acrecentaba el aire de reclusión. El linóleo se componía de retales desiguales del que había abajo, y en algunos lugares asomaban tablas grises. Debajo de la ventana de guillotina había un fregadero con un solo grifo, y una cocina de gas con un solo quemador. Contra la pared, dejando poco espacio para pasar, había una mesa cubierta con un mantel de algodón a cuadros amarillos. Encima había un tarro de mermelada lleno de flores azules, campánulas quizás, un cenicero repleto y una pila de libros. Debajo del todo estaba la
Anatomía
de Gray y unas obras completas de Shakespeare, y encima, con lomos más delgados, nombres escritos en oro y plata descoloridos: vio títulos de Housman y de Crabbe. Junto a los libros había dos botellas de cerveza negra. En el extremo más alejado de la ventana, sobre la puerta que daba al dormitorio, había un mapa del norte de Europa clavado con chinchetas.

Cecilia sacó un cigarrillo de un paquete que estaba junto a la cocina y, recordando que su hermana ya no era una niña, le ofreció uno. Había dos sillas de cocina junto a la mesa, pero Cecilia, recostada en el fregadero, no invitó a Briony a sentarse. Las dos mujeres fumaban esperando, o, al menos, eso creyó Briony, a que se disipara en el aire la presencia de la casera.

Cecilia dijo, en voz baja y serena:

—Cuando recibí tu carta fui a ver a un abogado. No es en absoluto sencillo, a no ser que haya pruebas nuevas y concluyentes. Tu cambio de opinión no será suficiente. Lola seguirá diciendo que no lo sabe. Nuestra única esperanza era el viejo Hardman, que ya ha muerto.

—¿Hardman?

Los elementos en pugna —el hecho de que el hombre hubiese muerto, la importancia de su testimonio en el caso— ofuscaron a Briony, que se esforzaba en hacer memoria. ¿Hardman fue aquella noche en busca de los gemelos? ¿Vio algo? ¿Se dijo algo ante el tribunal que ella ignoraba?

—¿No sabías que había muerto?

—No. Pero…

—Increíble.

Las tentativas que hacía Cecilia de mantener un tono neutro y factual se estaban desmoronando. Agitada, se apartó del área de la cocina, sorteó de costado la mesa, fue hasta el otro extremo de la habitación y se quedó de pie junto a la puerta del dormitorio. Su respiración era entrecortada mientras procuraba dominar su cólera.

—Qué raro que Emily no incluyera esto en sus noticias sobre el trigo y los evacuados. Hardman tenía cáncer. Quizás con su temor de Dios, en sus últimos días andaba diciendo algo que era de lo más inoportuno para una persona en su estado.

—Pero Cee…

—¡No me llames así! —saltó ella. Repitió, con voz más suave—. Por favor, no me llames así.

Tenía los dedos en el picaporte de la puerta del dormitorio, y daba la impresión de que la entrevista estaba llegando a su fin. Cecilia estaba a punto de desaparecer.

Con un alarde de calma nada convincente, resumió para Briony:

—Pagué dos guineas para descubrir lo siguiente: no va a haber un recurso sólo porque cinco años más tarde hayas decidido decir la verdad.

—No entiendo lo que estás diciendo…

Briony quería volver a hablar de Hardman, pero Cecilia necesitaba decirle lo que últimamente había debido de rumiar en su cabeza muchas veces.

—No es difícil. Si mentías entonces, ¿por qué iba a creerte un tribunal ahora? No hay hechos nuevos, y no eres una testigo fiable.

Briony llevó al fregadero su cigarrillo a medio consumir. Se estaba mareando. Cogió un platillo del escurridor para usarlo como cenicero. Era horrible oír de los labios de su hermana la confirmación de su crimen. Pero desconocía aquella nueva perspectiva. Débil, estúpida, ofuscada, cobarde, evasiva: se había odiado por todo lo que había sido, pero nunca se había considerado una mentirosa. Qué extraño y qué claro debía de parecerle a Cecilia. Para ella era evidente e irrefutable. Y, sin embargo, por un momento pensó en defenderse. No había tenido intención de engañar, no había obrado así por maldad. Pero ¿quién lo creería?

Se quedó donde había estado Cecilia, de espaldas al fregadero e, incapaz de sostener la mirada de su hermana, dijo:

—Lo que hice fue horrible. No espero que me perdones.

—No te preocupes por eso —dijo Cecilia, con voz tranquilizadora, y durante el par de segundos en que dio una profunda calada de su cigarrillo, Briony, estremecida, vio crecer sus ilusorias esperanzas—. No te preocupes —repitió su hermana—. No te perdonaré nunca.

BOOK: Expiación
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