Kevin, un adolescente tímido y con pocos amigos, vive obsesionado con un videojuego llamado Fabuland, a través del cual ha conocido al japonés Hideki y al español Chema, casi las únicas personas con las que se relaciona. Cada uno representa en el mundo de Fabuland un personaje diferente y juntos viven múltiples aventuras ficticias. Un día Kevin recibe dentro del juego un mensaje extraño: un nuevo personaje, una princesa prisionera, solicita su ayuda. El chico sospecha que detrás de esta identidad hay una persona real que vive un peligro verdadero. Entre la realidad y la ficción, Kevin tomará finalmente la iniciativa.
Jorge Magano
Fabuland
ePUB v1.0
Wertmon02.09.12
Título original:
Fabuland
Jorge Magano, enero de 2009.
Editor original: Wertmon (v1.0)
ePub base v2.0
La realidad es aquello que, cuando
dejas de creer en ello, no desaparece.
Philip K. Dick
De
: Imi ([email protected])
Para
: Kevin Dexter (Dexterkidí[email protected])
Enviado
: Jueves, 16 de julio de 2009, 00:03:26
Asunto
: Gracias
Estimado Kevin:
Sé que apenas hemos tenido trato personal, pero ahora que eres un héroe no me resisto a escribirte para confesarte mi admiración. Dejo Fabuland. Dejo esta vida. Después de ver lo que has hecho y ahora que Imi ha muerto, no encuentro motivos para continuar viviendo de esta manera. Buscaré otro trabajo, saldré de casa y me enfrentaré al mundo, como has hecho tú.
Dicen que la realidad supera la ficción.
Yo me mostré en desacuerdo con esa frase durante todo el tiempo que pasé en Fabuland. Fueron dos años en los que mi alma estuvo viva mientras mi cuerpo engordaba en una silla de madera, frente a un ordenador portátil, con una cama deshecha, una puerta que sólo abría para ir al baño y la ventana a mis espaldas para que las vistas de Tokio no me distrajeran. Dos años en los que mi mente, mi alma y mi espíritu vivieron en ese mundo mágico y maravilloso donde todos los problemas se reducían a que un orco te cortara la cabeza o un dragón te asara vivo. Problemas sencillos, que podían resolverse con el arma apropiada o con una mezcla de tesón, valor y buena suerte. ¡Qué felicidad! Dentro de Fabuland mi inteligencia superior y mis kilos de más no eran un obstáculo. Los complejos, la enfermedad, el fracaso escolar… todo eso eran asuntos de otro mundo.
Tú lo sabes mejor que nadie. En Fabuland uno no se muestra como es, sino como quiere ser. Y lo más importante, uno jamás se encuentra solo. No sé si estás al tanto, pero según el último censo de población, Fabuland cuenta con tres millones de usuarios inscritos. En el bloque donde vivo hay cuarenta vecinos y ninguno de ellos tiene nada que ver conmigo. Por el contrario, en Fabuland no tardé en ganarme tu confianza y tu amistad, igual que la de Chema y la de otros muchos. No ignoro que siempre me habéis respetado y ayudado sin pedir nada a cambio. Quiero que sepáis que es mutuo.
Ahora que Imi ha muerto quiero hablarte con mi propia voz y darte las gracias por cambiar mi forma de ver el mundo. Sé que vives a miles de kilómetros de mí, que jamás he oído tu voz y que nunca hemos pisado el mismo suelo; pero te considero mi amigo y el hecho de haber podido contribuir a tu proeza hace que me sienta orgulloso de haberte conocido.
Siempre admiré a Rob McBride, pero ahora prefiero a Kevin Dexter.
Un abrazo de corazón,
Hideki
Ypsilanti, Michigan. Estados Unidos
Diez días antes:
Kevin Dexter sacó del garaje su patinete a motor y bajó a toda velocidad la cuesta de su casa. Saludó al señor Crocker, que luchaba para hacer funcionar su viejo cortacésped en el jardín de enfrente, y salió zumbando calle abajo hasta llegar al bulevar Wallace. El cielo azul, sin una sola nube, marcaba el inicio de unas vacaciones fabulosas.
Fabulosas, nunca mejor dicho.
Tenía por delante dos semanas para disfrutar de Fabuland, sin más horarios que los marcados por las clases particulares de la señorita Avila. Y ni siquiera eso era un problema, ya que, si por él fuera, no aprobaría jamás español. Así la guapísima señorita Avila no dejaría de ir a visitarlo de lunes a jueves entre las cuatro y las cinco de la tarde.
«¿Cómo puede ser que sepas un montón de lenguas raras y no seas capaz de aprender español?», le había preguntado ella en una de sus primeras clases.
Era un día radiante de principios de verano. El sol calentaba el césped recién regado y brillaba sobre el metal de su patinete a motor, provocando un resplandor que era un reflejo del estado de ánimo que le acompañaba aquella mañana. Pasó junto al parque Recreation y llegó a la biblioteca del distrito, ubicada en el antiguo edificio de Correos. Hubo una época, entre los ocho y los catorce años, en que sus visitas a aquel lugar eran mucho más frecuentes. Ahora sólo iba de vez en cuando, en busca de las últimas entregas inspiradas en Fabuland o, como aquella vez, a coger algún libro en español para practicar vocabulario.
Kevin —no podía negarlo— estaba feliz. No era para menos sí pensaba en que su padre se había ido esa mañana a Canadá para acompañar a su abuela, a la que estaban a punto de operar de una hernia discal. Tenía la certeza de que la operación saldría bien, y en su cabeza sólo había sitio para los diez días que empezaban aquel lunes. Diez días para la aventura. Sin interrupciones, sin padre, sin problemas…
Kevin.
Sin manos, sin equilibrio…
Sin casco.
La pirueta final con la que pretendía demostrar al mundo su alegría le salió mal, y lo que en realidad mostró fue su torpeza y las ganas que tenía de matarse. La culpa fue de una chica que entraba en ese momento en la biblioteca. Kevin se distrajo al mirarla, perdió el control y su cuerpo salió despedido chocando contra el asfalto mientras que el patinete lo hacía contra la puerta de la biblioteca. Después oyó voces preocupadas y pasos a su alrededor.
Creyó haberse quedado inconsciente y que cuando regresara a la vida todo habría cambiado: los patinetes ya no tendrían ruedas, la gente se teletransportaría a Marte y comería pastillas y los idiomas se aprenderían durante el sueño. Pero lo que vio al abrir los ojos fueron unas zapatillas de deporte bastante gastadas y el inicio de unos vaqueros que habían vivido tiempos mejores.
La culpable de su accidente estaba agachada junto a él, mirándolo con preocupación. Era rubia y pecosa, y su boca dejó al descubierto la leve separación de los incisivos superiores cuando sonrió al comprobar que había sobrevivido.
—Tu monopatín lo ha hecho muy bien, pero tú tendrías que aprender a frenar.
—Es un patinete —fueron las estúpidas palabras que acudieron a su mente, trastornada no por el golpe sino por la franca mirada y la deliciosa sonrisa que tenía delante. Era una chica guapa, no había otro modo de definirla. Quizá no tan guapa como la señorita Avila, pero es que eso era difícil de conseguir. Tenía los ojos grandes y azules, y la piel pálida algo sonrosada por el sol. El pelo, recogido en una larga trenza, caía formando una retorcida estalactita que decía «Agárrate a mí, soy tu salvadora».
—¿Estás bien, chico? —preguntó un empleado de la biblioteca que había salido al ver la caída.
—¡Estoy bien! —gritó Kevin horrorizado ante la idea de que alguien pudiera quitarle de delante aquella visión de ensueño.
—Déjame ayudarte —dijo ella—. Tienes sangre en la mano. Será mejor que entres y te laves.
Aquella sugerencia hizo sufrir a Kevin, pues pensó que camuflaba una despedida. Por eso sintió un indescriptible alivio cuando vio que la chica le abría la puerta acristalada de la biblioteca y entraba tras él.
—Ve al lavabo —susurró—. Yo estaré en la sección infantil.
Debía de tener quince o dieciséis años, pero lo dijo con la naturalidad de quien seguiría leyendo historias para niños a los cuarenta sin ruborizarse. El que estaba ruborizado era él, que mientras teñía de sangre el lavabo contemplaba en el espejo su peculiar aspecto. Llevaba toda la vida soportando los motes y las burlas que su físico inspiraba a los demás chicos. Flaco y larguirucho, con una compacta mata de pelo de color anaranjado, apenas había oído su nombre de pila desde que ingresó en Primaria. Todos le habían llamado siempre cosas como Zanahoria, Cerilla o Chupa Chups, aunque el mote que había prevalecido hasta entonces era el de Panocha. Nunca entendió por qué, ya que todo el mundo sabe que las panochas son verdes y amarillas, pero Kevin no buscaba la lógica en las costumbres de los adolescentes, posiblemente porque él también lo era. Se improvisó un vendaje alrededor de la mano con una toalla de papel y se dispuso a salir del baño cuando un pensamiento horrible le detuvo. ¿Y si al abrir la puerta se topaba con alguno de sus compañeros del instituto y le llamaba Panocha o Chupa Chups delante de aquella chica? Sabía que era casi imposible encontrarse a algún conocido en la biblioteca durante el verano, pero nunca se sabía. Después de todo, él estaba allí.
Miró su reloj. A esas horas su padre ya debía de estar en el bendito Canadá, con su abuela, sus tíos y sus dos traviesos primitos. Por lo visto a Sean se le acababa de caer su primer diente de leche, y Henry estaba muerto de envidia. Los gritos, las peleas y los lloros habían de ser ahora una constante en casa de sus tíos; un clima perfecto para que la abuela estuviera tranquila a pocas horas de entrar en el quirófano. Su padre tenía que estar histérico. Kevin aún escuchaba dentro de su cabeza la interminable charla con que le había obsequiado esa mañana antes de partir hacia el aeropuerto:
—Kevin. ¡Kevin, despierta! ¿Pero has visto cómo tienes la habitación? Anda, levántate y baja a la cocina. Tengo que darte algunas instrucciones. ¿Qué hace el monitor encendido? Has estado enganchado a esa tontería hasta las tantas, ¿verdad? Te lo advierto, Kevin, a tu edad hay que dormir. Así no rindes. Y eso gasta energía, aunque tú digas que se ahorra más que encendiendo y apagando. Venga, te espero abajo. Y no tardes.
Bien mirado, el inicio del día no había prometido demasiado. Cuando Kevin se sacudió la pereza y bajó a la cocina, tuvo que soportar el segundo asalto:
—No va a pasar nada porque no va a pasar nada, pero por sí pasa… Ya sabes que los aviones… en fin, Kevin, que no va a ocurrir, pero algunos aviones se caen… o se incendian… o simplemente desaparecen. No le va a pasar al mío, pero por si pasara algo… ya sabes dónde está el dinero. En el cajón de mi mesilla he dejado trescientos dólares. Sólo para emergencias, ¿eh? Y aquí, en este papel, fíjate bien, dejo apuntado lo que tienes que hacer en caso de que… en fin. Aquí está el seguro de vida, los bonos que tengo en el banco… Llamas a este número, preguntas por el señor Smithy le explicas lo que ha pasado… ¡qué no va a pasar, pero por si acaso! Éste es el seguro del Colegio de Médicos y… Kevin, ¿qué acabo de decir?
Finalizadas las explicaciones referentes a trámites burocráticos en caso de accidente de aviación, el doctor Dexter se arrancó con una sarta de lo que Kevin llamaba CDV (Consejos Domésticos Variados). Desde que su madre se fue de casa, los CDV se repetían día tras día, independientemente de que su padre se marchara o no a Canadá.