—Estábamos un poco ocupados lanzando estocadas a los monos resinosos —recordó Naj—, pero alguna imagen sí nos queda. Lo que no entiendo es cómo esa cerda fantasma va a poder olisquear el huevo a partir de un simple recuer…
Naj no pudo terminar de hablar porque, de repente, Oguba saltó hacia él como si fuera a embestirlo. El gregoch se puso tenso, a la espera del impacto, pero éste no se produjo porque Oguba atravesó las ropas, la carne y los huesos y penetró limpiamente en el cuerpo del sorprendido Naj.
—Muy bien —pidió Willie Mojama—. Ahora trata de concentrarte en ese huevo áureo. Piensa en cuantos detalles puedas recordar, ya que todos son importantes.
El rostro de Naj estaba pálido y reflejaba una expresión moribunda, como si estuviese a punto de dar el paso que lo transportaría a otro mundo. Sin embargo, un leve temblor en la comisura de los labios indicaba que se estaba concentrando en recordar las características del huevo áureo. Al cabo de unos instantes, la juguetona Oguba salió del cuerpo de Naj y avanzó hacia su dueño con una sonrisa de satisfacción.
—Oguba ya tiene programada en su mente las características del huevo. Ahora sólo debéis llevarla lo más cerca posible del lugar donde creéis que están los otros once y ella dará con ellos en un periquete. Adiós, Oguba. Cuida a estos locos mortales y que ellos cuiden de ti. Te echaré de menos, pequeña.
Mientras Willie Mojama se despedía de la cerdita rastreadora, Rob se acercó a Naj para interesarse por su estado de salud.
—¿Estás bien? —preguntó.
A Naj le costó empezar a hablar. Parpadeó repetidas veces para acostumbrarse a la luz de la realidad y finalmente dijo:
—Todo lo bien que se puede estar después de haber sido poseído por un cerdo fantasma.
Sonó el teléfono y Kevin lo cogió.
—¿Hola?
—¿Cómo va esa búsqueda? —preguntó burlona la voz de Martha Sheridan.
—Dímelo tú —Kevin miraba la pantalla del ordenador, donde Rob, Naj, Haba la Rana, Willie Mojama y Oguba hacían movimientos aleatorios tales como rascarse, pasear por la habitación o mirar hacia los lados. Tenía la extraña sensación de estar hablando por teléfono con el alma de alguno de ellos, pero no estaba seguro—. Me imagino que andas por aquí cerca.
—Lo único que sé es que esto es divertidísimo.
En otros juegos en red, Kevin podría haber mirado el perfil de un personaje para ver la fecha de registro del jugador, pero eso no era posible en Fabuland, donde todo estaba pensado para que cuanto menos se mezclara el mundo real con el mundo fantástico, mucho mejor. Estaba convencido de que Martha se había registrado y encarnaba un personaje. ¿Pero cuál?
—Eres Haba, ¿verdad? Venga, dímelo.
—Te diré otra cosa: esto es una pasada. Me recuerda a algunos juegos a los que jugaba mi hermano, y creo que las chicas os damos mil vueltas a los chicos.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Somos más lógicas. —Kevin casi pudo ver la sonrisa picara de Martha—. Si encontramos una puerta cerrada no intentamos echarla abajo como haríais vosotros. Buscamos la llave.
Rob pasó la noche al abrigo de una de las tiendas de campaña que rodeaban la posada. Por diversas razones, no le apetecía nada compartir dormitorio con un gregoch roncador y un fantasma cazador, así que se unió a los huéspedes que acampaban a la intemperie. Su sueño fue intermitente. De pronto disfrutaba de una profunda sensación de paz para al instante ser alterado por un recuerdo que aún no había conseguido diluirse. Poco antes de acostarse, y sin saber muy bien por qué, había vuelto a mirar el mensaje que había recuperado del estuche de aquel armadillo mensajero. Se había estremecido al visualizar de nuevo a la hermosa princesa Sidior Bam y su desesperada petición de ayuda al caballero Patrick de Direte. Le obsesionaba pensar que si no hubieran encontrado al armadillo moribundo, aquel mensaje habría desaparecido y la princesa cautiva habría perdido todas sus esperanzas de ser libre.
Antes de disponerse a dormir, Rob había enviado un armadillo, a Patrick de Direte con el mensaje de la princesa. De ese modo esperaba quitarse de la cabeza el eco angustiado que desprendía aquella llamada de auxilio.
Era noche cerrada cuando una bola verdosa se detuvo junto a su saco. Rob recibió ansioso al armadillo mensajero, pero al leer el mensaje que llevaba sintió una gran desazón.
Remitente
: Ministerio de Comunicaciones de Fabuland
Destinatario
: Rob McBride
Asunto
: Re: Ayuda
Estimado ciudadano:
Pongo en su conocimiento que en este momento no hay ningún habitante en Fabuland con el nombre de Patrick de Direte.
Atentamente,
Tronko LaBelle, Secretario de Comunicaciones de Fabuland.
Aquella noticia dejó conmocionado a Rob, en cuya pequeña cabeza empezaron a brotar preguntas. ¿Por qué la hermosa princesa Sidior Bam había enviado un mensaje de ayuda a un tipo que no existía? Salió de su saco, más por despejarse que por encontrar respuestas, y a quien encontró fue a Haba la Rana, tumbada sobre la hierba y mirando al cielo con una brizna de hierba entre los labios.
—¿No puedes dormir? —le preguntó ésta sin dejar de mirar al cielo.
Rob se tumbó junto a ella y durante un buen rato no se dijeron nada. Las estrellas ocupaban toda su visión, como una bóveda infinita. El espectáculo era soberbio, pero el baktus no pudo ocultar su preocupación mucho más tiempo.
—Oye, Haba. ¿Por qué razones podría alguien que existía no existir ya?
—Vaya, amigo. Parece que te dio demasiado el sol.
—Hablo en serio —Rob le contó entonces lo que decía el mensaje que acababa de recibir, aunque evitó hablar de la hermosa princesa Sidior Bam y la triste situación en que parecía encontrarse.
—Hum… pues no hay muchas posibilidades, amigo. Puede ser que te hayas equivocado al poner el nombre del destinatario. O también es posible que el tipo esté muerto.
—¿Muerto?
—Sí, muerto. Como Willie Mojama. O puede que mucho más muerto.
Aquella respuesta inquietó a Rob, que permaneció otro rato contemplando las estrellas hasta que se incorporó a medias y miró a la rana con expresión solícita.
—Oh, vamos —exclamó ella adivinándole el pensamiento—. ¿No irás a pedirme que invoque a ese tipo? Estoy cansada.
—¿No lo harías por mí, Haba? Si está muerto me gustaría saberlo. Creo que es importante.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué es tan importante para ti saber si ese Patrick de Mirate está muerto?
—Es «de Direte». Y creo que se trata de una cuestión vital. ¿No vas a ayudarme?
—Te ayudaré. Pero si sólo quieres saber si está muerto no es necesario hacer una invocación. Basta con conectar mentalmente con el mundo de los muertos, dar un paseo por allí y hacer algunas preguntas. Anda, amigo, déjame sola un rato para que pueda concentrarme y mañana te diré lo que haya averiguado.
Rob le dio las gracias y regresó a su saco, donde tras dar unas cuantas vueltas más consiguió dormirse.
Al día siguiente Naj le esperaba dentro de la posada, tomando un suculento desayuno a base de leche de cabra, zumo de majuelas y el inevitable pastel de camarones.
—Parece que te has hecho muy amigo de esa rana espiritista —soltó el gregoch mientras se limpiaba el hocico con el dorso de la mano—. Espero que no se te haya pasado por la cabeza que vaya a unirse a nosotros.
—¿Por qué? ¿Estás celoso?
—¿Celoso? Lo que no quiero es que ese bicho nos acompañe hasta el final y luego le dé por reclamar su parte del botín. Esos huevos son nuestros y de nadie más.
—Esos huevos no serán nuestros hasta que los encontremos —replicó Rob—. Y Haba todavía no ha insinuado que quiera venir con nosotros. Pero si lo hace tal vez le diga que sí. Puede sernos muy útil en el caso de que tengamos que repeler conjuros o hablar con los muertos.
Naj protestó, pero unos gritos en el exterior dieron la discusión por terminada.
—¡Un wyvern! ¡Un wyvern de las montañas!
—¡La cerda! ¡Se llevan a la cerda!
Rob y Naj salieron de la posada empuñando las armas justo a tiempo para ver cómo un gigantesco reptil barría con su cola las tiendas de campaña mientras dispersaba con sus alas a los perplejos huéspedes. Los wyvern son enormes reptiles cazadores que viven en las montañas y tienen cierto parecido con los dragones, aunque carecen de patas delanteras y del intelecto de éstos. La cola de un wyvern está provista de un puntiagudo aguijón similar al de los escorpiones con el que inyectan un veneno mortal a sus víctimas. Por eso todos corrieron en dirección contraria cuando aquel wyvern se lanzó en picado sobre la cerdita fantasma que retozaba a sus anchas por el claro.
—¡Quieto ahí! —gritó Naj corriendo hacia el monstruo con el machete en posición de ataque.
El wyvern lo vio llegar y alzó la cola con la intención de descargar sobre el gregoch el terrible aguijón, pero Rob corrió en ayuda de su amigo y lo empujó para apartarlo de la trayectoria de aquel ponzoñoso apéndice. El baktus se giró al tiempo que saltaba y trazó con el hacha un arco con el fin de alcanzar al wyvern en la cabeza, pero éste se elevó en el aire lanzando un terrible chillido y empezó a alejarse llevando entre sus garras a la indefensa Oguba.
—¡Nooo! —gritó Rob al ver cómo el monstruo se hacía más pequeño a medida que se alejaba en el bosque.
Aquel revés fue durísimo para los dos amigos. Habían descuidado a la cerdita, y sin ella sería imposible encontrar el lugar donde Kreesor escondía los huevos áureos.
Entonces ocurrió algo inesperado. La multitud estalló en murmullos y señaló con el dedo hacia la pequeña mancha roja que había salido en persecución del wyvern, dando increíbles saltos de un árbol a otro. Todos los que había abajo se quedaron pasmados al ver a Haba la Rana columpiándose con i destreza de rama en rama detrás del enorme reptil alado.
—Pero ¿qué hace? —se sorprendió un gnomo abogado que estaba pasando el fin de semana allí con su mujer y los niños.
—No puedo creerlo —dijo una lamia de largos cabellos grises.
—¡Es un valiente! —exclamó un orco vegetariano batiendo palmas.
El entusiasmo y la tensión se confundían frente a la posada del Palantir mientras docenas de ojos seguían el increíble vuelo de Haba, que efectuaba giros y volteretas impropios de cualquier criatura y mucho menos de una duquesa convertida en rana.
El wyvern estaba a punto de dejar atrás el bosque y ya apuntaba el morro hacia las montañas cuando Haba protagonizó la heroicidad que dejaría a todos patidifusos. Trepó a lo más alto de un sauce y saltó hacia la rama más larga del que tenía al lado, balanceándose como en un columpio hasta que alcanzó el punto más elevado. Entonces, aprovechando el impulso, saltó hacia el wyvern.
—¡Por el Amo y Señor! —exclamaron abajo.
—¡No quiero verlo!
—¡Se va a matar!
Por su parte, Rob y Naj contemplaban boquiabiertos la persecución aérea, incapaces de articular una sola palabra. Vieron cómo la pequeña rana roja saltaba al vacío con los brazos extendidos hacia delante. Fue un salto enorme, espectacular, pero desde luego insuficiente para alcanzar el cuerpo del wyvern, que volaba a bastantes metros por encima de ella. Lo que ninguno sabía era que la intención de Haba no era alcanzar al wyvern. Cuando perdió el impulso y su cuerpo se detuvo en el aire, un segundo antes de empezar a caer por la fuerza de la gravedad, cerró los dedos y los abrió con fuerza, lanzando una resplandeciente burbuja de energía azul que no alcanzó al reptil por muy poco.
Abajo, todos pensaron que había fallado; pero no fue así. La burbuja mágica no iba dirigida al monstruo sino a Oguba, que al recibir el impacto del hechizo redujo su tamaño al de un guisante, por lo que las garras del wyvern dejaron de sujetarla y la cerdita cayó al vacío. Entonces Haba, estudiando cuidadosamente la trayectoria a seguir, se lanzó en diagonal a la caza del pequeño bulto que hasta hacía un instante había sido una rolliza cerdita rastreadora y, cuando estuvo a pocos metros de ella, la atrapó con su larga lengua adhesiva y se la metió en la boca un momento antes de alcanzar por los pelos la rama que frenó su caída.
Abajo todos gritaron de alegría. Pero el peligro no había pasado. El wyvern, al ver que su presa se le había escurrido de entre las garras, hizo un cambio de sentido y se lanzó hacia la rana con un feroz rugido. El sauce se estremeció ante el embate de la criatura, que mostraba sus largos y puntiagudos incisivos, furiosa por la pérdida de su captura.
Un grito de miedo resonó en el claro cuando todos temieron por la vida de la rana, grito que se convirtió en un clamor de vítores y aplausos cuando ésta, haciendo honor a la sangre fría de los anfibios, aguardó paciente hasta tener al wyvern lo suficientemente cerca y entonces le lanzó una bola de energía reductora que lo convirtió en algo más parecido a una mosca que al temible asesino que había sido un momento antes.
Desconcertado al ver que de pronto todo le superaba en tamaño, el que había sido un animal temido y poderoso durante siglos vaciló un breve instante y a continuación se dio la vuelta y desapareció entre las copas de los árboles zumbando como un mosquito.
Aquel episodio sería largamente recordado en la posada del Palantir. El señor Picapatos enterró su habitual hosquedad e insistió en invitar a todos los huéspedes a cerveza y pastel de camarones; Rob se disculpó alegando que debían continuar su viaje, a lo que Naj asintió de mala gana.
Haba la Rana podría haberse quedado para siempre en aquel lugar, convertida en heroína vitalicia y contando día tras día a los visitantes cómo venció al temible wyvern de las montañas; pero en lugar de eso, tras entregarle a Rob la cerdita en miniatura —«Así te será más fácil cuidar de ella», le dijo—, se ofreció a acompañar a los dos amigos.
Esta vez Naj no abrió la boca para discutir.
Los paseantes que disfrutaban de una soleada mañana en Frog Island podían haberlos tomado por una de las muchas parejas que frecuentaban el parque; pero bastaba observarlos un rato para darse cuenta de que el chico larguirucho con flequillo rojo y la rubia pecosa de los dientes separados que hablaban y reían sentados en un banco no eran una pareja normal. No se besaban ni discutían como las otras. En cambio había un aire de complicidad entre ellos que se podía palpar.
—Vamos, Kevin. Hazlo.