Fabulosas narraciones por historias (13 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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—¡El placer intelectual es también estético! —le gritó fuera de sí, intentando desasirse. Ventura Tunidor, que estaba, merced a su trabajo, habituado a las civilizaciones salvajes, no perdió la calma y le respondió:

—El placer que nace de la interpretación de textos oscuros es un placer que tiene muy poco que ver con la emoción literaria.

Muchos jóvenes le acusaron de identificar placer artístico y claridad. A lo cual repuso:

—La oscuridad suele encubrir incompetencia. Un arte que necesite consumidores activos me parece fraudulento, como me lo parecería un restaurante que obligara a cocinar a sus clientes. A mí esa literatura me recuerda a los cuentos infantiles con los que el niño va desarrollando sus aptitudes. Basta ya de exigir lectores activos. Quien debe ser activo es el escritor y su obra.

—Vemos que usted separa tajantemente el papel del lector y el papel del escritor, pero nosotros pensamos que el lector es tan creador como el autor —proclamó con acento chileno otro de los jovencitos, el que se llamaba Vicente Güidobro o algo así.

—Eso de que el lector es también escritor es una excusa que se buscan los perezosos y los malos escritores. Traspasar la responsabilidad del escritor al lector es un truco indecente, y se corre el riesgo de eximir al primero de unos deberes que son ineludibles.

Los Ultraístas protestaron ostensiblemente y gritaron lemas en pareado que venían a decir que la lectura era tan creativa como la escritura. Tunidor se enfrentó a todos ellos:

—¡Por supuesto que la lectura es creativa! ¿Quién no se ha acostado con los ojos ardiendo después de cerrar
La Regenta,
y se ha dormido pensando en algún modo de advertir a Ana Ozores que tenga cuidado con Mesía? Ustedes seguramente no porque no leen. Ahora bien, de ahí a pensar que la novela la escribe el lector… ¡Vamos, por favor, no me jodan, que llevo un porrón de años escribiendo una novela histórica sobre la corte de Juan II! ¿Me van a decir ahora que no la estoy escribiendo yo?

Los gritos contra Tunidor aumentaron.

—¿Qué follón tienen armado hoy los currutacos de ahí abajo? —preguntó Buche en la tertulia rival.

—Pues que como no pueden traer a Ortega, han invitado a sus cachorrillos para que den un poco de color a su tertulia. Luego, don Carlos Hernando habla con
El Sol
para que le pongan una columnita, y la tertulia se les llena de público. Así cualquiera —explicó Maximiliano con desprecio.

—Nosotros a lo nuestro; nosotros a lo nuestro. A ver si se van a pensar que les tenemos envidia —recomendó don Andrés Bonato.

—Pues si piensan que les tenemos envidia, están en lo cierto. Señores, ¿no creen que deberíamos ser más humildes y aceptar que nuestra tertulia está en vías de extinción? ¿Qué gente nueva se aproxima a nosotros y garantiza la continuidad de nuestra obra? —preguntó Amadéus. El silencio que siguió a sus palabras y las miradas bajas de los tertulianos le demostraron que había puesto el dedo en la llaga. Don Marcelino Valtueña, el amante de las autopistas, se defendió:

—Esos de ahí abajo son un atajo de tramposos, traidores, chupaculos e ignorantes.

—Serán todo lo que usted quiera, don Marcelino, pero hoy tienen la tertulia llena de gente joven. Alguno de esos jóvenes continuará viniendo, se convertirá en tertulio fijo y será un seguro contra la muerte, un garante de su continuidad.

Los contertulios de don Maximiliano reconocían con su pertinaz silencio que Amadéus estaba en lo cierto. Oyeron con mayor claridad los gritos provenientes de la tertulia rival, que bullía como en los mejores tiempos, en plena discusión teórica:

—Nosotros pensamos que la meta del arte antiguo ha sido siempre imitar a la naturaleza. Cuanto más real pareciera un cuadro, tanto mejor era. Todavía hoy, si un pintor dibuja un retrato y el retrato se parece mucho al modelo, el vulgo dice oh, qué bueno es este pintor, como si la única función del arte fuera ésa, parecerse, imitar modelos naturales. Nosotros gritamos: ¡mentira! El arte no debe imitar modelos naturales, sino que debe ser independiente de la realidad. El arte nuevo no imita, sino que crea su propia naturaleza y su propia realidad: composiciones de colores, de figuras, poesías surrealistas, sin sentido. Nuestro arte no se parece a nada conocido. Nosotros no dibujamos bodegones ni retratos clavados al modelo ni novelas que parecen tan reales que hacen llorar. El arte viejo no es arte, sino vida. El arte que nosotros propugnamos se abstrae de la realidad, es arte puro —dijo Vicentito exaltado, con la yugular inflamada y un ligero rubor en las mejillas, como si acabara de masturbarse.

—El arte es abstracto siempre, jovencito —dijo Tunidor tranquilamente—. Incluso Dostoievski es un novelista abstracto, fíjese lo que le digo. Usted no puede expresar el desorden del mundo escribiendo una novela desordenada, ni reflejar lo incomprensible de la vida humana con una novela que no se entienda. El arte debe abstraerse siempre de la realidad y expresar el desorden con orden y lo incomprensible del mundo con una novela que no sea muy difícil de leer. Dese cuenta de que si utilizáramos los fines como medios, la lectura de muchas novelas tendría que durar años, algunas incluso siglos. Pero esa sensación de que ha transcurrido mucho tiempo desde que abrieron el libro sólo la tienen ustedes, a quienes no les gusta leer.

—No nos gusta leer esa literatura para jubilados que leen ustedes. Ustedes no disfrutan con el arte si éste no expresa o analiza la realidad. A nosotros nos parece que ustedes se toman muy en serio eso de la obra de arte. Nosotros creemos que el arte es un juego sin importancia, en el que lo importante es participar y divertirse. Estamos hartos de todas esas novelas del siglo pasado que se tomaban tan en serio a sí mismas y que tenían pretensiones tan intolerables como analizar la realidad, cuando no cambiarla. La realidad no existe, señores. Y si existe, es demasiado compleja como para analizarla. ¡No digamos ya para cambiarla!

—Estoy completamente de acuerdo con usted en que los nuevos artistas como ustedes no pueden hacerlo; pero la culpa no es de la realidad, sino de ustedes, señores míos, que son incapaces.

—¡Está usted off-side, Tunidor; es usted un old fashioned! —le acusaron algunos.

—¿Orsai? ¿Orfachón? ¿Qué es eso? —preguntó don Críspulo Pinar.

—¡Inglés! —le gritaron burlones. Entonces terció el señor Iglesias:

—Un momento, un momento. La discusión iba muy bien hasta que ustedes han usado el inglés. A mí me parece que eso de mezclar el idioma de Cervantes con el inglés, por muy lengua de Shakespeare que sea, no puede traer nada bueno.

—¡Hombre, por Dios! Las lenguas siempre se han contaminado unas a otras. No me parece que haya que poner el grito en el cielo por un fenómeno que es más viejo que Matusalén —argumentó el ultraísta llamado Garfias.

—Un buen argumento sería este que acaba de esgrimir si yo me estuviera sorprendiendo del fenómeno, señor mío. Pero da la casualidad de que no me sorprendo, mire usted por dónde. Sé perfectamente que el fenómeno ha existido, existe y existirá siempre, así como los huesos han perdido, pierden y perderán siempre calcio a medida que transcurre el tiempo. Y con conocimiento de causa digo: eso de mezclar idiomas empobrece hoy la lengua, la empobreció ayer y la empobrecerá mañana, igual que la pérdida de calcio empobreció, empobrece y empobrecerá los huesos, por muy normal que sea este fenómeno. La normalidad, señor mío, no habilita como virtud un defecto —dijo el señor Iglesias, sorprendido de su propia fluidez.

En la tertulia rival continuaban en silencio, escuchando sin querer y sin remedio las disquisiciones teóricas de los de abajo. El primero en reaccionar a las terribles palabras del refinado Amadeo Leguazal fue el poeta Bernabé Hieza:

—Yo estoy completamente de acuerdo con usted, Amadéus, pero me pregunto a quién podríamos traer nosotros. Tengo entendido que las grandes figuras cobran lo menos cuarenta o cincuenta duros la hora de tertulia o conferencia.

Amadéus asintió: era cierto; pero él tenía una idea.

—Como ustedes saben, yo, además de pertenecer a esta tertulia, soy miembro de otra en el Bellas Artes, a la que acuden muchas jóvenes promesas de la literatura. Si les parece, podría sugerir a algunas de ellas que vinieran por aquí a exponer sus puntos de vista sobre la literatura.

—¿Usted conoce a algún chico de esos que viven en la Residencia de Estudiantes? —preguntó don Maximiliano Quintana.

—Alguno viene por la tertulia del Bellas Artes, sí señor.

—Ésos son los tertuliantes que hoy atraen al público. ¿Por qué no intenta convencer a alguno de ellos? —preguntó el líder, don Marcelino.

—No es mala idea. De paso, nos podrían contar lo que se cuece por allá arriba, que debe de ser algo serio, según los periódicos —propuso don Andrés Bonato.

En la tertulia de don Carlos Hernando la discusión había llegado a tales extremos que los jóvenes artistas habían zanjado la cuestión mirando sus relojes de pulsera y alegando que tenían otra tertulia y que debían marcharse ya.

—Esperamos verlos pronto por aquí —les dijo don Carlos Hernando, poniéndose en pie. Sus contertulios le imitaron.

—Hable con Ortega; él manda —respondió Vicentito con evidente disgusto. Cuando el último de ellos salió por la puerta del Jute, don Carlos Hernando le afeó a Ventura Tunidor su intransigencia y su mala educación. Al fin y al cabo, aquellos jóvenes artistas habían sido invitados por ellos.

—Tunidor: ha tirado usted por tierra todos nuestros planes, porque no creo que estos nuevos valores regresen por aquí. Además, a don José Ortega no le va a gustar nada que hayamos tratado así a la juventud.

—Me importa tres pepinos, fíjese lo que le digo. Estoy hasta el gorro de esta glorificación exagerada y absurda de la juventud que padecemos. Hoy día no importa la calidad de la obra de arte. Lo único que interesa es la edad de su autor y lo irreverente que pueda ser para con sus mayores. Estoy en total desacuerdo con esta política.

—Usted siempre contracorriente, coño. A la juventud hay que ayudarla, para que tengan la vida un poco menos jodida de lo que la hemos tenido nosotros. Ésta debe ser la obligación de todas las generaciones. Lo demás es venganza —sostuvo don Carlos Hernando.

—Yo abundo en la idea de Tunidor —dijo Eleazar—. He leído en una revista especializada que, según las investigaciones de una universidad estadounidense, los lacedemonios consideraban la adolescencia una enfermedad tan molesta como la rubéola. En cuanto cumplían los catorce, los lacedemonios eran separados de la comunidad e introducidos en un inmenso corral hasta los treinta. Se les trataba como a enfermos. De hecho, la palabra adolescencia viene de adolecer.

Le encantó al señor Iglesias esta etimología. Ventura Tunidor, al verse apoyado, se hizo fuerte:

—A la juventud hay que ponérselo difícil para que se robustezca. Si la acostumbramos a que piense que todo lo que hace está bien, nos saldrá una juventud de mimados y maricones. No tenemos nada más que mirar a nuestro alrededor: ¡está todo lleno de maricas, coño!

Don Obrero, que tenía ganas de hablar y no veía el momento de meter baza, vio su oportunidad:

—¡Ni que lo diga! Ayer mañana estuve afeitando al barón Babenberg. ¡Miren ustedes que es educado y atento! Pues nada, todo lo que tiene de buena persona lo tiene de maricón. Ahora está con este chito joven, Joice, el esculpidor. Duerme con él y todo, eh, no se vayan ustedes a creer. Ayer mañana, cuando yo llegué, salía él de su alcoba. Se conoce que desayunan juntos como si fueran mismamente marido y mujer.

—¡Y con esa esposa tan bella que tiene! —se lamentó Eleazar—. ¡Dios da pan a quien no tiene dientes! Ahí tiene usted a la señora María Luisa viviendo, como dicen las malas lenguas, en la otra ala del palacio. Y ahí le tiene usted a don José Ortega y Gasset durmiendo, como dicen otras lenguas peores, todas las noches con ella.

—No participo de esa opinión —dijo don Carlos Hernando. El señor Iglesias también cerró filas:

—Yo no creo que un incansable luchador por la europeización cultural de España como don José ni que una dama tan respetable, como la baronesa María Luisa Babenberg, cometan adulterio.

—Usted crea lo que quiera, señor Iglesias; pero yo voy un día si otro no al palacete del barón y los veo con estos ojos —le aseguró don Obrero.

—De todos modos, esa situación no es tan anormal hoy día —dijo Eleazar—. Según una reciente encuesta publicada en los Estados Unidos, tres de cada cinco mujeres mayores de cincuenta años mantienen relaciones esporádicas fuera del matrimonio, y cuatro de cada cinco lo desean con todas sus fuerzas.

—Ahora lo entiendo todo. Ya me dirán ustedes qué sucede si además de estos datos tan escalofriantes se tiene un marido maricón —corroboró don Críspulo Pinar, el ferroviario.

En la tertulia de don Maximiliano todos habían observado con alivio y satisfacción la espantada de los jóvenes artistas.

—A esos currutacos no hay quien los soporte ni un instante —sentenció don Maximiliano Quintana. Al oírle, don Andrés Bonato recordó que tenía una pregunta de las suyas, con mucha miga:

—¿Cuánto dura un instante? —preguntó; pero nadie le supo contestar a ciencia cierta, ni siquiera don Gerardo Buche, el lector de enciclopedias.

—Aproximadamente —insistió.

—Don Andrés, no creo que eso sea tan importante —observó don Maximiliano.

—¡No lo será para usted! A mí me pone muy nervioso leer, por ejemplo, durante un instante Elpidio no supo qué hacer, y no poder precisar durante cuánto tiempo estuvo Elpidio indeciso. El tempo en la narración lo es todo, amigo Maximiliano, y es precisamente en este punto donde los autores pecan de más imprecisión y elasticidad.

—¿Puede usted repetir el ejemplo que ha puesto? —pidió Gerardo Buche.

—Durante un instante Elpidio no supo qué hacer.

—¿De dónde ha sacado usted el nombre de Elpidio, si puede saberse? —preguntó Buche.

—¿El nombre de Elpidio? No sé, es el primero que se me ha apetecido decir. Es un nombre como otro cualquiera.

—Que sea el primero que le ha apetecido decir, pase. Pero que Elpidio sea un nombre como otro cualquiera no se lo admito de ninguna de las maneras. Usted lo ha leído en alguna parte; no me lo niegue —le dijo Buche, malicioso.

—¡Si yo no le digo que no! Lo que le digo es que es el primero que se me ha apetecido decir. Pero a lo que vamos: haciendo una media con todos los escritores que han empleado alguna vez esta expresión, yo tengo la teoría de que un instante es aproximadamente un segundo, como mucho dos. ¿Qué les parece? No me contesten ahora, piénsenlo, piénsenlo, que yo me tengo que marchar al médico con mi señora, que tiene culebrillas. Ya me contarán —dijo don Andrés; se puso en pie, cogió su abrigo y salió.

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