Fabulosas narraciones por historias (45 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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Aunque nunca dijo nada, por aquel tiempo comenzó a rondarle la idea de hacer la mili. No era malo que en algún momento de su vida un hombre se limpiara su propia mierda y la de sus compañeros, sintiera en carne propia las injusticias impunes y las arbitrariedades, fuera víctima del abuso de autoridad, gustara el sabor del polvo y de la humillación, conociera las virtudes del orden y de la disciplina, aprendiera a limpiar un arma, a dispararla, y, en fin, experimentara eso que sólo existe en el servicio militar o en la guerra: la camaradería viril en la adversidad, la solidaridad que nace entre hombres de diferentes clases sociales frente al sufrimiento y el disfrute de pequeñas cosas como volver a casa, ver a la novia o beber vino tinto vestido de soldado con un puñado de compañeros un viernes por la tarde para celebrar el pase de fin de semana. Sin embargo, pese a su visión idílica de la mili, decidió pagar la cuota militar y emplear el año que hubiera entregado al ejército en festejar a la Chari como Dios manda. La visitó todos los sábados; y, al cabo de un año, con la misma naturalidad involuntaria de una secreción, de sus labios brotó la pregunta, y ella dijo que sí. Fue en esta época de sosiego y cierta felicidad cuando decidió echarse el pelo hacia atrás, repeinarlo al agua y dejarse bigote, un bigotito fino y elegante como el de Moreno, aquel jefe de estudios que tuvo en la Residencia de Pinar.

«Apenas puesto a la venta el número almanaque de la novela de hoy, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista patricio cordero pereda ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula
La Gloria.
Segunda parte.»

Mujer de Hoy
(octubre de 1926), págs. 23-24.

Estuvieron de acuerdo en no fijar la boda antes de un par de años. Igual se hubiesen dado más prisa si hubieran sabido los imprevistos que les acechaban. El primero fue la muerte del padre de Santos. Quedaba muy poco para la boda cuando tuvo los primeros síntomas que revelaron la incurable enfermedad de los pulmones que le fulminó en pocos meses. En un momento de la larga noche en que velaron al muerto, Adrián se acercó a Santos y le preguntó si él creía que Pascal se había limitado a defender teóricamente el cristianismo o si había perseguido su implantación efectiva y radical en las almas. Santos le contestó que lo segundo y se lo quitó de encima; pero al cabo de unos minutos Adrián regresó turbado. Oye, Santos, le dijo, según Kant, ¿en el dualismo entre el orden natural y el ético hay preponderancia del primero o del segundo miembro?

—Adrián, por favor, mi padre está de cuerpo presente, y no me parece que sean ni el momento ni el lugar más apropiados para hablar de filosofía.

Adrián se le quedó mirando como si no entendiera lo que quería decir, y se alejó resignado y sorprendido por las malas pulgas que empezaba a gastar Santos.

La muerte del padre le obligó a tomar totalmente las riendas del negocio porcino y a ocuparse de un triste y deshumanizado papeleo en la capital, que quiso solucionar cuanto antes. Por eso, al día siguiente del entierro tomó el primer tren para Madrid. Hizo el viaje con desasosiego no tanto por su reciente orfandad, que sintió menos de lo que hubiera imaginado, cuanto por lo que esta muerte había afectado extrañamente a la Chari. Le habían vuelto otra vez las toses y los desmayos, y el médico la había obligado a guardar cama. Santos viajó temiendo que a su vuelta hubiera que ingresarla. Sin embargo fue aquella misma noche, recién llegado al Palace, cuando un hermano de la Chari le puso una conferencia al hotel y le comunicó que su novia había empeorado, y que la madre la llevaba a Madrid al día siguiente. Santos las esperó en la Estación del Norte con un taxi listo para conducirlos a consulta. El médico recomendó que fuera ingresada una larga temporada en un sanatorio para tuberculosos que había en Santander, con un régimen severo y aire puro, si no quería una nueva y más seria recaída. La Chari lloró mucho e incluso llegó a decirle que le daba permiso para que rompiera el compromiso:

—Tú andabas buscando una mujer fuerte que te diera hijos, y te han endilgado una tuberculosa. No te dejes, huye, ahora que puedes.

Conmovido, Santos le puso una mano en cada hombro y le contestó:

—Chari, no digas tonterías. Tú eres la mujer que he elegido, y voy a casarme contigo. Ahora lo que tienes que hacer es recuperarte rápidamente para que podamos casarnos cuanto antes. Tú no te preocupes por mí, que yo te estaré esperando.

Y le dio un beso de pena en la frente, que la Chari tomó por uno de ternura y que logró ocultar su desánimo y su desazón.

Santos procuró no pensar, dedicarse en cuerpo y alma a los cerdos y a ultimar los detalles de la casa que se habían mandado construir a las afueras del pueblo. Un año pasa volando, se dijo. Pero en un año también ocurren mil sucesos imprevistos, ya se ha dicho. La muerte de su padre y el ingreso de la Chari habían sido los primeros. El siguiente fue su propia, progresiva e inevitable politización.

«Apenas puesto a la venta el número almanaque de la novela de hoy, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista Patricio Cordero Pereda ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula
RIQUEZAS Y POBREZAS.»

Mujer de Hoy
(septiembre, 1928), pág. 34.

La crisis económica y el temor a los disturbios campesinos habían unido a los terratenientes y ganaderos sorianos, quienes le nombraron su representante confiando ciegamente en su título de abogado. El cargo le obligó a desplazarse frecuentemente a Madrid. Allí entró en contacto con la oligarquía de la capital, trabó amistad con políticos afines y se compró un Astra, que desde entonces llevó siempre encima. El fragor de la política, las vanidades del cargo y la emoción de las conspiraciones dulcificaron la acedía de tener una novia tuberculosa y la amargura de una boda desangelada y suspendida como un vagón en vía muerta. Entró en contacto con Romanones, con Lamanié de Clairac, con March y con Ibarra; volvió a ver al repeinado José Antonio y reconoció a Jaime Oriol, el tipo aquel al que le presentaron la noche que murió el barón Leo Babenberg, y que naturalmente no se acordaba de él. Igual participaba en reuniones secretas que acudía a tertulias políticas o a bailes de sociedad como el que una noche congregó al todo Madrid en la residencia de los marqueses de Illescas.

Carmen Muñoz, elegante y distinguida como siempre, le recibió con una sonrisa. La condesita, como se la conocía en los círculos, era el tipo de mujer que enloquecía a muchos hombres: aristócrata con inquietudes, risueña, alta y con poco pecho. La condesita le cogió del brazo y se lo llevó a un grupo donde conversaban animadamente Gutiérrez Arrese, Lola Medina, Tota Cuevas de Vera, Hernando Miraflores, Paco Motherlant e Isabelita Dato, que quería conocerle. Discutían, como casi todo el mundo por aquellas fechas, de política; concretamente sobre las próximas elecciones y la victoria, prácticamente segura, de las izquierdas, que les tenía bastante preocupados.

—Mira, yo lo tengo meditado y decidido —decía Hernando Miraflores—. Si en Madrid ganan los socialistas, me voy a Barcelona. Y si en las elecciones generales vuelven a ganar las izquierdas, me marcho a Francia, a Italia o a Estados Unidos.

—¡Vaya hombres tenemos! —se quejaba Tota Cuevas—. ¡Cómo no van a ganar las izquierdas con estos hombres! Mira, Hernando, al pueblo hay que darle libertad, pero no libertinaje. Lo que no se puede consentir es que ganen las izquierdas y nos lo roben todo como han hecho en Rusia.

—Lo que no tenía que haber convocado el almirante Aznar son elecciones municipales. En estas circunstancias hay que apretar los dientes y resistir. ¡Y si hay que fusilar, pues se fusila, coño! —opinó Paco Motherlant.

—Yo no creo que la sangre llegue al río; los políticos se ayudan los unos a los otros. Si ganan las izquierdas llegarán a un compromiso con las derechas, y no pasará nada —predijo Isabelita Dato—. ¿Usted qué piensa, Santos?

—A mí me preocupa una victoria de las izquierdas no porque nos lo vayan a robar todo, como dice usted, Tota; saben que si eso llegara a suceder, nosotros nos defenderíamos. Me preocupa porque este país no está preparado para eso. Si la izquierda llega al poder provocará disturbios voluntaria o involuntariamente —manifestó Santos.

—Por el momento, Santos, las elecciones son la única salida. La peseta está por los suelos, y usted sufre las consecuencias igual que yo; fuera ya no confían en nosotros. Digáis lo que digáis, es necesario un cambio político radical (siempre dentro de unos límites moderados) que active el intercambio comercial. Es necesario que fuera vuelvan a confiar en España —sentenció Gutiérrez Arrese. Y en ese momento Santos la vio en el centro de un grupo formado por Romanones, March, Zubiría y otros jóvenes de cabello permanentemente húmedo, entre los que le pareció reconocer al repeinado José Antonio. Sintió una cierta flojera en las piernas, una subida de los pulsos y la necesidad de sujetarse a un vaso de scotch.

Se acercó discretamente al grupo y esperó el momento oportuno para saludarla. Advirtió que tenía los puños cerrados con una fuerza desproporcionada e inútil. Pero no quiso abrirlos; pensó que si relajaba las manos todas la vísceras, incluido el cerebro, se desprenderían sin remedio.

—Lo mejor de hacer un viaje es que luego uno puede llegar a España y decir que acaba de regresar del mismo. Así que no voy a perder la oportunidad; escuchen: acabamos de llegar de los Estados Unidos —oyó que decía uno de los jóvenes. Los demás se rieron.

—Esa observación, Paco, me parece una frivolidad. ¿Es ésa la única reflexión que te ha provocado el viaje? —le reprochó el repeinado José Antonio.

—¡Oh no! También estoy encantado con la cantidad de aparatos eléctricos y con la variedad de lociones que uno puede encontrar en aquel país. Eso sin mencionar el corte de los trajes y los autos deportivos —repuso el primero, y el resto celebró aquella observación tan mundana. Animado por el éxito social de sus palabras, el tal Paco añadió:

—José Antonio: eres el compañero de viaje más aburrido que conozco. ¿Saben ustedes que se pasa el día pensando, reflexionando, y sacando conclusiones?

—¿Y qué conclusiones saca usted de los Estados Unidos? —preguntó María Luisa a José Antonio—. He comprado una casa y tengo pensado retirarme allí cuando sea una ancianita. ¿Le parece una buena idea?

—Honestamente, le diré que no, María Luisa. En mi opinión, la sociedad estadounidense está enferma desde su raíz.

—¿Pero qué estás diciendo, José Antonio? ¡Si te lo has pasado de miedo!

—Una cosa no quita la otra. Estados Unidos es un país de emigrantes internacionales, dirigido por judíos. La mezcla étnica es la esencia de su constitución social. No hay unidad, no hay solidez sobre la que levantar un sistema político justo. Las desigualdades sociales que he visto allí no las he encontrado en ninguna otra parte del mundo. Me parece un país deshumanizado, donde valores tan esenciales como la solidaridad han desaparecido totalmente a causa de la diversidad étnica. En lo que ellos llaman
supermarket,
que es una enorme tienda de ultramarinos, he percibido claramente el mecanismo que utilizan los judíos, cuando se adueñan de un estado, para oprimir al pueblo conservando la apariencia de libertad: el consumo. Variedad de aparatos eléctricos para que el pueblo no tenga más opción que adquirirlos todos; diferentes modelos de autos para que los americanos sientan la necesidad de conducirlos todos; infinidad de trajes que alimentan el deseo de vestirlos; multitud de lociones para después del afeitado que empujan a rasurarse una y otra vez.

—¿Y eso le molesta, José Antonio? ¿Es que ha pensado usted dejarse bigotito? —bromeó María Luisa, pero José Antonio carecía de sentido del humor.

—No, no me gustan los adornos en el hombre. Ningún tipo de adorno —repuso éste tajante.

—Pues a mí me encantan —confesó María Luisa—. Especialmente los bigotitos finos. Me muero por ellos.

—Entonces seguro que le gusta el mío —afirmó Santos a la espalda de María Luisa. Y ella se volvió.

«… cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.»

José Ortega y Gasset,
España invertebrada,
Madrid,

Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), pág. 103.

Desde que se encontraron Santos no había parado de hablar un instante. Antes de cenar, mientras paseaban por Recoletos y sin que María Luisa le hubiera preguntado nada, Santos había comenzado a contarle su vida prácticamente día a día; había continuado durante el aperitivo y no paró cuando se sentaron en el cenador del Ritz. Le habló de la Chari (cómo la había conocido, sus primeras impresiones, cuándo se dio cuenta de que estaba enamorado, cómo se lo hizo saber, qué contestó ella, las actividades que realizaban una vez que el noviazgo fue formal, etc.), del estado actual de su enfermedad (cuál era exactamente la gravedad de su tuberculosis, qué medicación estaba siguiendo, en qué sanatorio se encontraba ingresada, cuándo pensaba él que podría salir, etc.), del fallecimiento de su padre (lo que había sentido, lo inhumanos que eran los trámites post mortem, lo mucho que le hubiera gustado a su padre ver la boda de su hijo, etc.), de la crisis económica (cómo afectaban los problemas económicos del país a la cría porcina, la amenaza constante de los empleados, cuyas exigencias laborales eran desmesuradas, etc.), de su proyección política. Cuando, después de la cena, cogieron un taxi y entraron en Chicote a tomarse una copa, María Luisa aún no había despegado los labios. Esa verborrea, extraña en él, esos rodeos no eran causados ni mucho menos por una necesidad comunicativa, sino por una incontrolable histeria y por el pánico a formular la pregunta que terminó por hacer cuando ya no le quedó más vida:

—¿Y tú? ¿Sigues con Patricio?

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