Fabulosas narraciones por historias (21 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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—Atención, por favor, estamos intentando organizar una guerra civil entre españoles, pero nos falta gente. Por favor, todos los interesados en participar en esta conflagración fratricida, que le den su nombre a un guardia. Puede ser una cosa muy divertida si la organizamos bien. Por favor, un poco de colaboración. Adiós.

La intervención de Pascual produjo gran hilaridad entre los presentes. Tomó la palabra Patricio:

—Vaya locos tan graciosos tienen ustedes por aquí. Me pregunto si es el progreso de nuestra civilización lo que les vuelve dementes como a tantos otros; y estoy pensando en los Hölderlin, a los que usted ha citado, y en los Álvarez Quintero, a los que cito yo. ¿Han o no constituido una renuncia ociosa, valga la paradoja y redundancia, si es que, Dios mediante, pueden existir simultáneamente paradojas y redundancias, como dijeron los Bécquer, otros locos, o si, por el contrario, hemos transmitido de padres a hijos la idea de que no?

—La locura es un tema apasionante. Un abismo. ¿Quién está loco? ¿Quién está cuerdo? ¿No es la locura la violación de las reglas impuestas por quien llegó primero? ¿No es la locura, en ocasiones, un exceso de lucidez? —preguntó Amadeo Leguazal, echando sobre Martini bocanadas y bocanadas de humo. Hubo un silencio.

—Como ve, caballero, nos ha dejado a todos pensativos. Sus cuestiones nos tocan lo más íntimo de nosotros mismos: ¡nos tocan los cojones! —exclamó Martini y acercando su boca a un palmo de la cara de Amadéus, soltó una larguísima pedorreta que puso perdido de saliva todo el engolado rostro de Amadéus.

—Pero…, pero…, ¿es que está usted loco? Pero…, pero…, pero ¿han visto, señores, lo que acaba de hacerme esta bestia? ¡Es usted un loco peligroso! ¿Me oye? ¡Un loco de atar! —gritó el futurista.

—¿Te molesta? Pues el humo también me molesta a mí. Y ahora nos vamos. Como otro día me vuelvas a fumar en la cara, te doy de hostias, ya lo sabes.

Y se marcharon de allí, dejándolos a todos como piedras para regocijo de la tertulia rival, cuyos miembros contemplaron alborozados la salida de Pátric, Santos y Martini.

«Tan pronto como se veía rodeado de gente, necesitaba marcharse. Él sentía repugnancia por las muchedumbres. Esto es porque había trasladado su tertulia del café Progreso a su propia casa. Quería evitar a los curiosos que se arremolinaban alrededor de los tertulianos titulares. Cuando la fundó, eran cuatro cuartos, pero cuando empezó a salir en las revistas ilustradas, acompañado de la Babenberg, fue produciéndose en ella el hecho de la aglomeración, del "lleno". Lo que nunca había sido un problema empezó a serlo casi de continuo: encontrar sitio. Su tertulia llegó a estar en sus peores momentos "llena de gente", por decirlo así. Se veía a la muchedumbre, a la masa como tal, posesionada de todas las sillas y mesas del café. Y, aunque, para decirte verdad, no le molestaban mucho las masas si éstas venían a escucharle a él, llegó un momento en que la situación se hizo insostenible: desde todos los puntos de España se fletaban carromatos que llegaban a Madrid cargados de intelectuales de provincias y madres que querían asistir, aunque sólo fuera una vez en la vida, a la tertulia. Él, que era vanidoso, pero no tanto, decidió trasladarla a su casa al día siguiente de que el café fuera tomado literalmente por la Peña talabricense de Poesía Futurista.»

Ulises U. Uxkey,
Ortega y la libertad,
tesis doctoral defendida en la University of Missouri, 1964.

Babenberg detestaba madrugar. Aquiles no despertaba al señor hasta las diez de la mañana, aunque se estuviera hundiendo el mundo. A esa hora el valet entreabría ligeramente las contraventanas, y Babenberg sentía la claridad con los párpados cerrados. Qué placer el de parecer muerto, pero no estarlo, pensaba mientras sentía consumirse las últimas brasas de pereza.

Babenberg salió de la cama, se refrescó ligeramente en un aguamanil, se enfundó en su batín y se dirigió a la habitación de Joyce, que a esas horas desayunaba ya entre los periódicos de la mañana. Joyce y él habían dormido separados desde la primera noche que lo hicieron bajo el mismo techo. Ambos consideraban una atrocidad injustificada esa pérdida de intimidad e higiene que las parejas suelen confundir con el amor. Babenberg se acercó a él y le besó.

—¿Cómo fue todo anoche? —le preguntó Joyce.

—Para serle sincero, le diré que las reuniones de la Junta, aunque parecen muy tediosas, me divierten mucho más que las tertulias de su casa. Allí hay que ser un poco pedante para divertirse. Yo ya no voy —contestó Babenberg mientras untaba con delicadeza una pizca de mantequilla en un pedacito de pan. Añadió—: Es una lástima. Con su inteligencia, Pepe podría ser un hombre formidable si no fuese por esas ansias de parecer aristócrata, que le pierden.

Joyce contempló la soñolienta beldad de Babenberg, le acarició la mejilla y le dijo:

—Me gusta cuando está sin afeitar.

—Pues disfrute de mi tacto porque Obrero está al llegar de un momento a otro —le contestó Babenberg sujetándole las manos por las muñecas y besándole a continuación los nudillos. Luego, como si se acordara de repente, preguntó—: Joyce, ¿llegó usted a conocer a un chico de la Residencia que se llamaba Patricio Cordero, Pátric Cordero o algo así?

Joyce hizo memoria y negó. En ese momento Aquiles llamó a la puerta. Esperó el consentimiento y la entornó.

—Obrero ist hier —dijo lacónicamente y volvió a cerrar. Al oírlo, Babenberg se puso en pie inmediatamente y se miró al espejo para atusarse el pelo y componerse el batín.

—No sé cómo puede gustarle ese hombre —se maravilló Joyce con un mohín de disgusto. Babenberg se volvió, sonrió y le dio un beso en la frente.

—Zoofilia —repuso, y salió al encuentro de su barbero.

Obrero acudía todas las mañanas al palacete de Babenberg en la plaza de Santa Bárbara. Le arreglaba el pelo una vez por semana, le rasuraba a diario y le ponía al corriente de lo que sucedía en Madrid. La rusticidad de Obrero le producía a Babenberg un bienestar inexplicable que era en realidad lo que pagaba, aunque el barbero creyera otra cosa. De hecho, a Babenberg no le gustaba cómo le dejaba el pelo y pasaba miedo cuando Obrero manejaba el verduguillo. Le parecía imposible que tuviera agilidad manual con aquellos dedos, gordos como penes, que parecían pintados por Picasso.

Obrero le esperaba sentado en la biblioteca. Su rostro, que habitualmente parecía desprendido de una roca, desprendía aquella mañana una luminosidad extraña y noble. A Babenberg le pareció mármol blanco y lustroso la piedra pómez de su cutis mañanero.

—Don Obrero, ¿se encuentra usted bien? —preguntó Babenberg.

—Sí, no se preocupe, don Leo. Es nada más el tranvía, que ha enganchado a un individuo ahí, en frente de su casa, y traigo un susto que para qué.

Era sensible; el barbero era sensible. Babenberg llamó a Aquiles y le pidió que le pusiera a don Obrero un brandy. Le dio cuartelillo.

—¿Cómo ha sido eso? —preguntó.

—Espantoso. Estaba a mi lado, ahí, mismamente en la esquina. Iba a cruzar la calle cuando alguien ha pasado corriendo y le ha empujado sin querer y con tan mala sombra que en ese momento pasaba el tranvía. Le ha enganchado y le ha partido en dos. Las piernas se han quedado enfrente del Café Español y el tronco se lo ha llevado Hortaleza para arriba. No sé cuándo habrá parado, yo no me he querido quedar.

Aquiles entró con el brandy.

—Tenga, tómese esto —le dijo Babenberg. Obrero alcanzó la copa y se la bebió de un trago. Qué bestia. Se puso otra e hizo una serie de consideraciones muy interesantes sobre la fugacidad de la vida y la proximidad de la muerte:

—No somos nadie. Te levantas una mañana, te piensas que es un día como otro cualquiera, vas por la calle tranquilamente y sin comerlo ni beberlo se te cae un tiesto en la cabeza o te pilla un tranvía y adiós muy buenas. No hay derecho; pero, en fin, así es la vida: o la tomas o la dejas. Nada podemos contra el sino, creo. El sino es el sino. Si está escrito que te pille un tranvía en la Conchinchina, te pilla un tranvía en la Conchinchina, aunque tú vivas en Getafe y te encierres en el sótano de tu casa bajo siete llaves.

Y con un golpe seco de muñeca, don Obrero se metió entre pecho y espalda la segunda copa de brandy.

—Parece que me quiero sentir mejor. Ha sido un atropello de padre y muy señor mío, con perdón. Me lo ha partido en dos. Mire: si hasta me ha salpicado. ¡Me cachin la puñeta! —exclamó, señalándose unas manchas de sangre que tenía en el pantalón.

—Vaya. Ya lo veo. ¿Quiere usted lavarse?

—¿Lavarme? No, hombre, no. Me tomo otra copa de este brandy, que está superior, y a lo nuestro, barón, que la vida sigue. El muerto al hoyo y el vivo al bollo —dijo don Obrero sirviéndose otra copa que ingirió con el mismo movimiento. Se pusieron en pie y se dirigieron al cuarto de baño, donde Babenberg tenía un sillón de barbero y su propio semanario: le parecía una atrocidad que varias personas se afeitaran con la misma navaja.

El barón consideró que lo más apropiado sería simular una confidencia, de modo que empezó diciéndole que había adquirido unas parcelitas en los Altos del Hipódromo. Obrero estuvo de acuerdo en que era una buena zona. Entonces Babenberg dijo que lo único malo era que estaba cerca de la Residencia de Estudiantes, que parecía haberse convertido de la noche a la mañana en un lugar peligroso. Obrero mordió el anzuelo mientras calentaba el agua.

—¡Ni que lo diga! Hay una cuadrilla que vive para allá arriba que ni son señoritos ni son nada de nada, más que gamberros; van por la calle dando voces, borrachos, metiéndose con todo bicho viviente. Vamos, que está todo el mundo aterrorizado. Yo no sé cómo no hace nada la Guardia Civil.

Obrero vertió el agua tibia del escalfador en la bacía, le ajustó el gargantil y le humedeció la barba con la palma de la mano. A Babenberg le excitaba que las rudas manos de Obrero le acariciaran delicadamente la cara. Pensó en Joyce, que un momento antes le hacía lo mismo con la mano seca. Se preguntó qué sucedería si en ese momento besara las manos del barbero, o si se metiera en la boca uno de aquellos dedos gruesos. Ajeno a las tentaciones de Babenberg, Obrero siguió pegándole a la hebra:

—¿Sabe usted lo que hicieron el otro día en una tertulia?

Babenberg mintió y dijo que no, que no sabía nada. Cualquier cosa con tal de seguir escuchándole.

—Pues se liaron a tiros nada menos. ¿Conoce usted a Ramón Gómez de la Serna? Tuvo que tirarse al suelo porque si no, le acribillan allí mismo. Luego, entre él y otros más los sacaron de allí.

Babenberg, que poseía un nutrido corpus de topicazos para repartir entre el pueblo, dijo:

—No sé dónde vamos a llegar.

—Ni que lo diga.

—Entonces se podrán ver las marcas de las balas en la pared —aventuró Babenberg con malicia.

—¡Huy que si se ven! ¡Y se tocan! Ayer estuve yo viéndolas, precisamente. Lo menos doce o trece había —aseguró Obrero mientras pasaba la navaja por el asentador.

—¿Y la Guardia Civil?

—No me pregunte. Deben de tener amigos, ya me entiende, gente importante.

Mientras Obrero afeitaba, Babenberg no movía ni un músculo en parte por terror, en parte por no ponérselo más difícil con movimientos faciales imprevistos. Pocas cosas le horrorizaban más que una marca visible en el rostro. Por eso el afeitado siempre se llevaba a cabo en un impresionante silencio. Babenberg esperó a que Obrero terminara para preguntarle qué sabía de un tal Patricio Cordero.

—¿Cordero? Es uno de ellos. Gente importante. Su padre es embajador —informó Obrero limpiando concienzudamente el verduguillo con el navajero.

—¿Sabe usted dónde?

—No me pregunte. Este Cordero va con otro chaval, un tal Martiniano Martínez, sobrino de don Azorín. Parece que son un par de borrachos que se pasan el día metidos ahí, en el Palace, en el sitio ese donde toca una orquesta de negros. Ya sabe usted qué clase de gente son: señoritos aburridos y podridos de dinero, que no tienen otra manera de divertirse.

—Ya me figuro.

Obrero se ofreció para descargarle un poco por detrás, que tenía mucho pelo, dijo; pero Babenberg estaba muy ocupado aquella mañana, de modo que lo dejaron para otro día. Obrero limpió el semanario cuidadosamente y enjuagó bacía y escalfador con pulcritud de sacerdote.

—Muchísimas gracias por la copa, don Leo. Me ha arreglado el cuerpo totalmente —le hizo saber Obrero antes de marchar, y añadió—: ¿Cómo se encuentra su señora?

—Muy bien, gracias. ¿Y la suya? —correspondió el barón.

—Allí está, tirando.

—Preséntela mis respetos —le pidió educadamente Babenberg.

—Y a la suya, los míos.

Cuando el barbero salió, Babenberg regresó a la alcoba de Joyce, que estaba tomando un baño.

—¿Estás ahí, cariño? —preguntó desde el interior, pero Babenberg no contestó.

«Creo que mi testimonio ayudará a clarificar aquellos tiempos tan confusos […]. También ponían en circulación falsedades. Corrieron el rumor de que un hermano de Rafael Alberti, el poeta, era guardia civil y que lo habían visto repartir leña como un loco en las manifestaciones de obreros. Decían que el padre de Jorge Guillén era banderillero y que Cernuda tenía a todos sus hermanos en sillas de ruedas. También dijeron que Ortega tenía una banda, pero luego resultó que esto era cierto.»

Sebastián Casero,
Los olvidados,
Teruel, Editorial Cascabeles, 1971, pág. 328

«EL REPORTERO PACO MARTÍNEZ JOHNSON FALLECE AL SER ARROLLADO POR LAS RUEDAS DE UN TRANVÍA.

»El popular reportero y habitual colaborador de
La Libertad
Paco Martínez Johnson falleció ayer por la mañana a causa de las heridas producidas al ser arrollado por el tranvía número 8 en la confluencia de las calles Fernando VI y Barquillo. Según testigos presenciales, su cuerpo fue arrastrado al menos cien metros y seccionado en varias partes antes de que el vehículo pudiera detenerse, circunstancia ésta que hizo particularmente difícil la identificación del cadáver. En la tarde de hoy se celebrará una misa de cuerpo presente en la parroquia de San Ginés.
La Libertad
al completo se une al dolor de la familia y ruega a sus lectores una oración por su eterno descanso.

»El hombre no muere, ¡se mata! La sangre pura es salud. La sangre viciada es muerte. Todos los descuidados, todos los imprudentes que olvidan este precepto esencial se matan ellos mismos yendo en línea recta al suicidio. El medio de evitar el peligro, es, no obstante, sencillísimo, y será preciso una cura de DEPURATIVO RICHELET, que pone al organismo en un perfecto estado de defensa contra el enemigo, siempre al acecho, y que equivale a un seguro contra la muerte. Testimonios de millares de enfermos curados, que han deseado dar a conocer los resultados inesperados que habían obtenido; estímulos fervorosos, recibidos de todas partes del mundo; y recomendaciones que emanan de notabilidades médicas, maravilladas por las curas realizadas, nos dispensan de insistir.»

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