Llegaron las dos últimas emisiones. La primera era un mensaje distorsionado, un himno chillón a la locura, una especie de exótico mensaje suicida mundial, pocas palabras, una hilera de símbolos matemáticos indeterminados, y ninguna explicación. La segunda y última emisión incluía grabaciones que describían las escenas con que Faetón acababa de soñar. Al parecer, una bella y espléndida cultura que gozaba de todos los recursos, el civismo, los conocimientos y el esplendor, se había consumido en una grotesca guerra civil, usando espantosas armas de nanomaquinaria, y los vencedores habían cometido una barroca forma de suicidio ritual masivo.
¿Algunos habían sobrevivido? En tal caso, ¿cómo habían efectuado el viaje de regreso a la Ecumene Dorada, sin una civilización que construyera e impulsara una nave? ¿Y por qué venir en sigiloso silencio?
¿Y por qué atacar a Faetón?
Las últimas palabras emitidas por la Ecumene Silente decían (a juicio de los traductores):
Todas las palabras son falsas. Todo lenguaje es irracional El hecho de que ahora hablemos sólo indica que somos mucho más fuertes que la cordura.
Observad: el esfuerzo racional termina en futilidad con el final del tiempo, o es ahogado en la fútil eternidad si el tiempo no finaliza. Ved pues la conclusión: el esfuerzo racional requiere que las condiciones básicas e inalterables de la realidad deban alterarse. Empero, esto es irracional.
Luego seguía una ruptura en el texto. Cuando se reanudó la transmisión, llegó un segundo caudal de datos:
La cordura es sumisión a la realidad. La libertad es incompatible con la sumisión. Por tanto, la libertad requiere locura. Esta libertad será impuesta.
Para imponer libre asentimiento a esta proposición, aducid lo siguiente:
0 / 0 Cero dividido por cero
oo / oo
Infinito dividido por infinito
O x oo
Cero multiplicado por infinito
1
oo
Unidad elevada a la potencia infinita
0° Cero elevado a la potencia cero
oo
o
I nfinito elevado a la potencia cero
oo - oo
Infinito menos infinito
Sabed que es demencial afirmar que no existe unidad numénica, ni cero ni infinito; es irracional afirmar que las operaciones matemáticas racionales se tornan irracionales cuando se aplican a estos valores; irracional afirmar la racionalidad de lo indeterminado. No obstante, así es la realidad.
Una tercera y última emisión decía:
La cordura es sumisión a la realidad. La realidad es imperfecta. La sumisión a la imperfección es demencial. No nos sometemos a vosotros. Rehusamos soportar una realidad que os favorece.
La teoría académica predominante sostenía que la palabra que se traducía como «cordura» incluía las acepciones «bien general», «integridad coherente» y «superioridad intelectual». En tal caso, la última emisión no iba dirigida a los humanos de la Ecumene Dorada, sino a los sofotecs. Al parecer, para esa época los autores del mensaje eran una mente colectiva construida partir de un mar planetario de nanomaquinaria negra, y los cerebros corrompidos o dominados de sus muchas víctimas. Nadie sabía qué había obligado a los silentes a destruirse.
Quizá profesaran la convicción filosófica de que la sofotecnología era maligna, y esta convicción era tan profunda que prefirieron suicidarse antes que admitir la existencia de la Ecumene Dorada. Quizá creían que podían sobrevivir a las condiciones internas de un agujero negro, o escapar a otro universo, otro ciclo cósmico, o un trasmundo.
Faetón reflexionó sobre estas cosas. ¿Qué significaba la pesadilla? ¿Por qué atacarlo a él? ¿Qué amenaza representaba Faetón para ellos? ¿Por que tenían miedo de su sueño?
Faetón se preguntó (y no era más que una conjetura sobre otra) si los autores de la última emisión, fueran lo que fuesen, eran criaturas que no querían ver el ascenso o la supremacía de la Ecumene Dorada, o de la sofotecnología. Si Faetón surcaba los cielos, no seria el último. No querían que el modo de vida de Faetón se propagara a las estrellas.
Lo cierto era que algunos elementos de la civilización muerta, quizá mecánicos, quizá biológicos, habían eludido el suicidio masivo y habían pasado inadvertidos para las sondas de la Ecumene Dorada; pues de algún modo algunos habían regresado en secreto a la Ecumene Dorada.
Quizá hiciera años que estaban aquí. La Ecumene Dorada no mantenía una vigilancia para precaverse contra una eventualidad tan inaudita. Y eran los descendientes remotos de una colonia terrícola. Ello explicaría por qué podían entender los sistemas y tecnologías de la Ecumene Dorada como para montar un ataque contra Faetón. Pero, ¿por qué tomarse tanto trabajo? Si alguien o algo había escapado del horror del suicidio colectivo, ¿por qué no acudir a la Ecumene Dorada en busca de ayuda y rescate? ¿No serían amigos? A menos que fueran los culpables de haber organizado el suicidio colectivo, en cuyo caso tendrían causa para temer la justicia implacable de la Mente Terráquea.
Quizá tuvieran una razón que ellos consideraban válida para tratar de impedir el vuelo estelar de Faetón. Quizá fueran valerosos, impasibles, inteligentes, infinitamente pacientes. ¿Una forma de vida mecánica? ¿El sofotec llamado Nada, como lo designaba Scaramouche…?
Por ahora lo llamaría así. En tal caso, ¿por qué Nada Sofotec y sus operadores no habían atacado de nuevo?
No habían atacado a Faetón porque carecían de los medios, o de la oportunidad. O quizá del motivo.
¿Los silentes carecían de medios? Era posible que las denuncias públicas de Faetón acerca del enemigo interno, primero en la indagación de los Exhortadores, luego en la representación de los Profundos en el lago Victoria, hubieran disuadido a Nada Sofotec de volver a atacar abiertamente. Quizá sus recursos fueran limitados, o estuvieran ocupados en otra tarea. Quizá Atkins estuviera trabajando en el caso, u otros sofotecs ahora estuvieran alerta. Todas estas cosas eran posibles. Quizá Nada Sofotec estuviera más que dispuesto a atacar a Faetón, pero no tuviera la capacidad necesaria. ¿O era falta de oportunidad? En tal caso…
Faetón sintió un cosquilleo de temor en la nuca. Hasta ahora no habían tenido oportunidad real de atacarlo. Talaimannar estaba plagada de alguaciles. Pero aquí, en el fondo del mar, en la lúgubre oscuridad, quizá hubiera aislamiento suficiente para un delito mortífero.
Faetón, tiritando, elevó la sintonía térmica del revestimiento de su armadura. (Reprimió la pueril lamentación de que Radamanto no estuviera presente para ayudarle a controlar sus niveles de temor.)
Reacio a moverse, miró a izquierda y derecha sin levantarse. Sólo veía suciedad y nubes de lodo. Una luz viscosa y tenue mostraba las sombras ondulantes de algunas frondas que flotaban en lo alto. Organismos pálidos y diminutos nadaban de aquí para allá en la turbiedad del mar. No se presentó ningún ataque pavoroso.
No, era una tontería. Esta zona parecía yerma sólo para sus débiles ojos humanos. Faetón estaba aún en el centro de Madre-del-Mar; las líneas y nódulos de energía de esa vasta consciencia habitaban las muchas plantas y animales, esporas y células que lo rodeaban. Habría tenido que estar mucho más lejos, más allá del alcance de cualquier testigo, para que Nada Sofotec hiciera un nuevo intento. Así que era posible que Nada Sofotec aún esperase su oportunidad.
Pero lo más probable era que el enemigo ahora careciera de motivación. Faetón estaba perdido, en bancarrota y solo. No era preciso atacarlo de nuevo. El exilio era derrota suficiente para destruir la amenaza que Faetón pudiera haber planteado.
¿Qué amenaza? Tenía que ser la nave, la
Fénix Exultante.
Ahora que la identidad del enemigo era conocida, eso al menos quedaba claro. La Ecumene Silente tenía los recursos y la capacidad para lanzar al menos una expedición desde Cygnus X-l hasta el Sol. Fuera cual fuese la razón (quizá su conocido odio por la sofotecnología), no deseaban que otros tuvieran esa capacidad. Habían decidido que la única nave capaz de surcar el ancho abismo para encontrarlos no volara nunca.
Pero la nave aún existía. Y como los neptunianos habían comprado el título de Rueda-de-la-Vida, ellos heredarían la propiedad. ¿Qué neptunianos heredarían ese título? Si Diomedes y su facción controlaban la gran nave, volaría; si la controlaban Jenofonte y su facción (al parecer instrumentos de los silentes), no volaría.
Faetón apretó los dientes con frustración. En los oscuros confines del sistema solar, las extrañas y enmarañadas fusiones, escisiones y combinaciones de personalidades que regían la política neptuniana estaban decidiendo el destino de la bella nave de Faetón. Entretanto, él yacía alucinando encima de una casa derruida en el fondo del mar, incapaz de influir en el desenlace.
¿Alucinando? Nadaban manchas delante de sus ojos. Al principio pensó que sería uno de esos millones de enjambres de discos del tamaño de una moneda, negros de un lado y blancos en el anverso, que Madre-del-Mar usaba para absorber o reflejar calor de la superficie del mar, como parte de su sistema ecológico de control climático. Pero estaba a demasiada profundidad para eso.
Burbujas. Estaba viendo una hilera de burbujas. Relucientes y platea das, ascendían girando, juguetonas como gatitos.
Faetón se irguió sorprendido. Ahí estaba. De una pequeña fisura cerca del techo espiral de la casa inclinada, brotaba aire. Un bolsillo de aire aun estaba atrapado en la casa, a pesar de su larga caída.
Quizá estuviera alucinando. Por cierto estaba cansado. Y avanzar por el lodo a lo largo del fondo de la casa tenía un aire de lentitud y frustración de pesadilla. Le llevó muchos minutos encontrar una puerta que funcionara, pues la bruma le enturbiaba la visión, y jirones de música parecían vibrar en sus oídos.
Sólo cuando la puerta se abrió, liberando un torrente plateado de aire, comprendió que estaba cometiendo una tontería. Pero para entonces una patada de agua torrentosa lo había arrojado de cabeza al interior, estrellándolo contra la pared. El precioso aire se estaba yendo.
Se encontró en un espacio restringido, lleno de ecos rugientes. Pataleó, encontró los controles de la puerta, abrió el panel. Por milagro, esta puerta tenía fuerza suficiente para cerrarse herméticamente, y el caudal de agua se detuvo.
Faetón miró en derredor con ojos legañosos. El agua negra le llegaba al pecho. Encima había una pared curva, iluminada por una telaraña verde de luz refleja. Atrapado en el medio había un emparedado de aire, lleno de ecos agudos. La luz verde brillaba en un lugar bajo el agua, del otro lado de la cámara, cerca de las ruinas de un gabinete de construcción. Y la música no era alucinación. Jirones de canciones salían, opacos y mudos, de ese punto trémulo del cual venía la luz. No necesitó una palanca para apartar el ruinoso gabinete de construcción; los motores de las articulaciones de la armadura fueron suficientes. Luego exhaló, se agachó, se aferró y se irguió.
Surgía agua de la pizarra que tenía en la mano, y en las gotas de agua titilaban signos dragontinos relucientes, ideogramas y cartelas. Era una pizarra similar a la que Ironjoy había exhibido para demostrar que Faetón había firmado el pacto. Ironjoy había dicho que había dejado una copia del documento en la casa de Faetón.
Y el documento estaba sintonizado en un canal de música; campanilleos plañideros y acordes profundos de un tema sinoalaskano de la Ceremonia del Té de la Cuarta Era se ejecutaban en modalidad reduccionista-atonal. Quizá la presión que el agua ejercía sobre las almohadillas de control manual que bordeaban la superficie hubiera invocado, por casualidad, una canción almacenada en la biblioteca.
¿En la biblioteca…?
Faetón se echó a reír. Su cordura estaba a salvo. Y su vida. Y su bella nave. El plan surgió en su cabeza con súbita certidumbre. Habría complejidades, dificultades, y debía preparar por lo menos dos planes alternativos, según la facción que estuviera al mando de la política neptuniana. Si el grupo de Diomedes controlaba la nave, Faetón aún podía salvarse. Si la nave estaba en manos del grupo de Jenofonte, sin duda la desmantelarían, a menos que alguien los detuviera. ¿Había un modo de detenerlos? El grupo de Jenofonte, a sabiendas o no, era agente de Nada Sofotec, quien tenía inteligencia de sobra para burlar cualquier estratagema que elaborase Faetón con su cerebro meramente humano.
A pesar de su falta de preparación y capacidad, Faetón (ahora que conocía la identidad de sus enemigos) comprendió que la lucha ya no le incumbía sólo a él. Lógicamente, la Ecumene Silente no podía impedir que la Ecumene Dorada se expandiera a las estrellas, a menos que estuviera dispuesta a librar una guerra para detenerla. Una guerra abierta o encubierta. Los actos contra Faetón debían ser sólo los pasos iniciales de dicha guerra. Ya no sólo debía salvarse a sí mismo y salvar su sueño, sino a la Ecumene entera. No sólo debía salvar a su esposa, a su progenitor y sus amigos, sino también a los Exhortadores y todos aquéllos que lo habían difamado y perjudicado.
Y debía hacerlo aunque no tuviera los medios para ello y la misma gente que se proponía salvar le hubiera puesto todos los obstáculos posibles.
No importaba. Mientras viviera, actuaría.
Pero primero lo primero. Sólo tenía una pizarra para trabajar, pero le daría acceso anónimo a la Mentalidad. Seria texto únicamente, sin enlaces directos con la mente de Faetón ni sus estructuras profundas. Operaciones que normalmente llevaban un pestañeo tardarían semanas o meses. Pero se podían realizar.
Faetón tocó la superficie de la pizarra, invocó un menú, identificó su pluma; y comenzó a escribir órdenes en su impecable y anticuada letra cursiva. Configuró una cuenta bajo el protocolo de la Mascarada. ¿A quién escoger? Hamlet, en la vieja obra, había regresado inesperadamente a Dinamarca tras ser enviado al exilio y la muerte en Inglaterra; este paralelismo lo divertía. Muy bien: sería Hamlet. Un cascabeleo musical mostró que la falsa identidad era aceptada.
Otra orden lo llevó al espacio de beneficencia Caritativo. Como parte de la reorganización mental preliminar que se requería para unirse a una mente colectiva, se necesitaba un autoanálisis introductorio. Los Caritati-vos, siempre ávidos de miembros nuevos, entregaban el software como muestra gratuita.
El programa de autoanálisis tardaría varias horas en descargarse por la diminuta pizarra de Faetón; y demoraría por lo menos otro par de horas (pues él ya no tenía un programa secretario) en integrar las estructuras de autoanálisis a su propia arquitectura. Pero luego él recobraría la cordura.