La superficie no era visible, salvo como un contorno contra la corona creada por estas descargas radiactivas. Y la lluvia continua de energía de esta corona tenía un corrimiento Doppler al rojo sangre mientras luchaba para escapar del inmenso pozo gravitatorio.
Pero no era una superficie, sino un horizonte de sucesos. El objeto que se erguía en el cielo era una singularidad. Era un agujero negro en el espacio, colapsado por su propia masa hasta superar la densidad del neutronio.
En el sueño, Faetón (o la personalidad onírica cuyo papel él desempeñaba) se agachó para raspar con la mano la asolada superficie de ese yermo. Bajo una delgada y sangrienta capa de corteza hallaba la superficie de admantio de un casco. El paisaje cobró un nuevo aspecto. Los presuntos volcanes eran escombros que se apilaban alrededor de cámaras destruidas; los presuntos cauces secos eran raíles donde antaño habían reposado cañones de plasma; las hileras regulares de tocones y rocas eran los acumuladores, antenas y dársenas de la colonia estelar donde él se hallaba.
Los trozos de corteza que tenía en los dedos eran sangre seca. Entre sus dedos se escurrían diminutos fragmentos de hueso, cartílago y trozos de cerebro, momificados por el vacío y la radiación. Esta sustancia compactada, el residuo disecado de un sinfín de millones de cadáveres, se extendía hasta el horizonte.
En un repliegue de la costra de sangre brillaba un segmento de casco. En el casco había un puerto mental. Faetón insertó un enchufe de su guantelete en ese puerto, buscando el registro de la mente local que hubiera sobrevivido. El registro se desplegó, y el sueño se transformó en imágenes de horror. Vio una gran ciudad en el espacio, poblada de filósofos y sabios de la Quinta Era, una raza elegante y aventurera, caminando por anchos bulevares, asomándose por terrazas de gráciles cafés y tiendas mentales, mentes entrelazadas en una armónica coreografía de varias composiciones, una por cada neuroforma, Taumaturgos, Cerebelinas, Invariantes y básicos.
Luego vio que las luces se apagaban, que el aire se aquietaba. Sustancias nanomecánicas, rezumando como negro petróleo, brotaban de las paredes, burbujeaban en los pisos. Algunos de los elegantes sabios se arrojaban voluntariamente a la superficie, otros con hosca resignación, otros eran empujados.
Hombres calvos de túnica blanca y armadura, todos Invariantes, armados con sopletes y láseres de comunicaciones modificados, defendían el último baluarte en un mar de creciente viscosidad negra. El material negro formaba nubes y ondas de materia semiorgánica bullente para arrollarlos; los hombres peleaban con entereza, con precisión mecánica, y en cuanto la derrota era matemáticamente cierta, con impávida serenidad, volvían metódicamente sus armas contra sí mismos y se mataban entre sí.
La corrupción negra se propagaba. Inundaba las calles; llegaba a las ventanas; buscaba escondrijos.
Amantes abrazados eran anegados por olas de esa sustancia, y unen tras ellos se hundían la carne se disolvía, las extremidades y rostros se fusionaban. Las madres abrazaban a sus bebés, tratando de protegerlos mientras olas negras las devoraban, y una observaba con horror mientras su carne derretida absorbía al chiquillo, que agitaba los brazos. Quien era arrojado a la sustancia comenzaba a disolverse, y las extremidades y órganos flotaban a la deriva mientras eran asimilados. Marañas de cables buscaban sus cabezas cortadas y las invadían espasmódicamente, hasta que el material se conectaba con el cerebro.
A medida que asimilaba más víctimas, la sustancia negra atacaba con más ímpetu e inteligencia. El íntimo conocimiento de los seres queridos capturados se usaba para atraer a los que aún estaban libres. Sistemas de datos privados eran arrasados, y sus secretos saqueados. Si el miembro de una composición era aprehendido, descubría horrorizado que sus pensamientos expuestos traicionaban a sus compañeros.
La ciudad pronto quedó bañada en negrura. En ese océano de material, flotaban cerebros humanos, impotentes y sin cuerpo, con las cuencas de los ojos aún conectadas por fibras nerviosas al prosencéfalo. Los cerebros se abrían y se desovillaban. Capa por capa, el córtex todavía intacto se interconectaba con la gente sin cuerpo a través de mechones y redes de tejido nervioso, para formar una enorme masa homogénea.
Tentáculos negros brotaban de la sustancia, se elevaban y formaban las líneas gemelas de pirámides negras en el lado oscuro de la ciudad espacial, el lado que daba sobre la singularidad, y creaban una serie de antenas numénicas. Un anillo de pseudomateria de neutronio cristalizado rotaba en órbita, casi a la velocidad de la luz, encima del ápice de cada pirámide. En el centro de cada disco surgían distorsiones gravitatorias. Las pirámides zumbaban con energía; en el sueño, Faetón oyó un millón de alaridos de pánico y desesperación; y la información mental, las almas vivientes de todas esas personas indefensas, era proyectada por el centro de esos discos hacia el horizonte de acontecimientos del agujero negro. Aquello que cae en un agujero negro no vuelve a emerger.
En el sueño, alguien que parecía ser él mismo se volvía, abrumado de miedo y horror, y abría canales profundos en su mente. Emitía las órdenes secretas, los códigos y combinaciones necesarios para abrir un espacio ancho en la Mentalidad que le permitiera enviar su mensaje, advertir a otras colonias y planetas, a tanta gente como pudiera.
De nada servía. La sangre que había tocado le había contaminado el guante, la mano y el sistema nervioso. Sus pensamientos cobraban formas extrañas. Con oscura exaltación, se regocijó de que lo hubieran engañado, de que lo estuvieran absorbiendo. Sonrió mientras su carne se disolvía en el lodo negro, pensando que su intento de advertencia, irradiado a tal distancia, llevaría virus que destruirían a los mismos que un instante antes deseaba salvar.
Al terminar el sueño, creyó ver que cada ciudad del espacio también era invadida por la corrupción negra, sus habitantes violados y decapitados por zarcillos agresivos de nanomateria neural, sus almas succionadas y enviadas, como un río de alaridos, al pozo sin fondo de la singularidad. Cuatro gigantes gaseosos, con sus atmósferas de hidrógeno y metano en llamas, caían de sus órbitas y se derretían como caramelo mientras se precipitaban en el pozo gravitatorio de la singularidad, se desperdigaban en asteroides y calor residual, y eran consumidos.
Este sistema estelar tenía un segundo sol, una fuente de luz y calor. Al caer se desintegraba en una nebulosa llameante, desgarrándose en monstruosos jirones de fuego, mientras era consumido por el sol negro.
Las fuentes de energía y los puntos de luz de las bellas ciudades se oscurecían; las señales de radio de la otrora grande Ecumene se silenciaban.
Así terminaba el sueño.
Faetón abrió los ojos y miró la negra lobreguez del mar circundante. Estaba solo. No había rastro de Madre-del-Mar.
Para su intensa alegría, vio las piezas de su armadura dorada yaciendo en un amplio círculo alrededor de él, descansando en el cieno, las algas y el coral. Se irguió, sobresaltando a un cardumen de peces veloces, y pensó una orden. El revestimiento de nanomaquinaria negra que lo cubría irradió zarcillos que cogieron las placas doradas y las colocaron en su sitio.
Aún sentía un dolor palpitante en la cabeza, y fatiga. Madre-del-Mar le había permitido dormir, y a partir de ahora podría dormir normalmente, pero aún necesitaba un circuito de autoanálisis para reparar el daño que ya se había hecho. Desconocía la magnitud de ese daño. ¿Dónde se encontraba? Miró hacia arriba.
En el fondo de una larga cuesta submarina, el final de un rastro de desechos, Faetón encontró su casa sumergida. Había rodado desde la bahía, despeñándose por la larga cuesta cuando Ironjoy la hundió. Yacía de costado sobre las rocas, en aguas profundas donde la luz era sólo una mancha lodosa.
Faetón trepó por los surcos espirales de la casa derribada y encontró un sitio donde una antena receptora había sido arrancada del soporte, dejando un hueco cómodo para un asiento.
Aún estaba extenuado, aturdido. El sueño no lo había repuesto; el daño sufrido por su sistema nervioso y causado por la falta de sueño necesitaba cura. La alegría de recobrar su armadura había chisporroteado un instante, como un fuego entre hojas secas, dejándolo aturdido. ¿No le habían prometido las herramientas que necesitaba para vivir? ¿Qué había aquí salvo las ruinas de esa casa?
No. Ella dijo que él viviría si pensaba. Sólo si pensaba.
Primero, pensó en lo que había soñado.
Era obvio quién era su enemigo, y quizá siempre lo había sido.
Existía una sola colonia fuera del sistema solar. Esa colonia era el primer sospechoso. El único problema era que había perecido miles de años atrás, antes que Faetón hubiera nacido.
El sueño de Faetón se originaba en escenas reales. Durante sus breves y renuentes estudios de historia, había visto, como la gran mayoría, la última emisión enviada por la Ecumene Silente. Había visto la emisión que mostraba cómo la única civilización estelar heredera de la Tierra se autodestruía en un paroxismo de locura.
Los observatorios orbitales transneptunianos habían detectado la tenue señal. Nadie sabía quién era el personaje que representaba el punto de vista y reflexionaba en esa llanura de sangre; nadie sabía a quién trataba de advertir. Y nadie sabía si la emisión era ficticia, exagerada, equívoca.
Más tarde, sondas lentas tripuladas por sofotecs, enviadas a pesar de que no tenían combustible para desacelerar, habían surcado el sistema de la Ecumene Silente, usando detectores de largo alcance, y habian hallado las mismas condiciones que describía esa última emisión. Ciudades espaciales desiertas, planetoides destruidos, naves frías y vacías, y un residuo de sangre y ceniza negra cubriendo todas las superficies interiores de cada hábitat. Ninguna energía, ningún movimiento, ningún ruido de radio. Una Ecumene Silente.
Sólo la fascinación y la esperanza de una provisión infinita de energía habían inducido a la civilización de la Quinta Era a incurrir en el enorme gasto de una misión interestelar, para explorar la zona que rodeaba el agujero negro de Cygnus X-1, y las misiones radiales láser de la Segunda Ecumene (como la llamaban entonces) habían sido muy favorables. Su sociedad parecía extraña para la generación de la Sexta Era que recibió esas emisiones, pero la Segunda Ecumene había obtenido grandes logros.
Los equipos científico-industriales de la Segunda Ecumene habian descubierto un método para enviar pares de partículas ligados por energía a través del espacio de la singularidad, de modo que la partícula interior, consumida por el horizonte de sucesos, liberaba en la otra partícula más energía de la que se hallaba originalmente en el sistema pareado. Desde la perspectiva del espacio normal externo al agujero negro, era como si la entropía se hubiera revertido.
La energía de la partícula fugitiva se podía usar para crear otro par, con energía sobrante; el efecto se realimentaba, produciendo más energía con cada ciclo, y los límites teóricos eran sólo la energía de reposo gravitatoria de la masa de la singularidad del agujero negro. Se podía añadir masa a la singularidad con sólo arrojarle más materia, asteroides o planetas pequeños.
Los mensajes de la Segunda Ecumene pintaban una edad de oro, pues cada miembro disponía de más energía de la que se podía contar o concebir. Súbitamente, ningún recurso era escaso, y ya no se aplicaban las reglas normales de la economía. Los tribunales eran casi innecesarios, pues no había propiedad común que causara disputas. Cada objeto, cada hábitat, cada unidad de información se podía duplicar, con energía suficiente. Y la energía era más que suficiente; era ilimitada.
Irónicamente, el ejemplo de la anarquía pacífica de la Segunda Ecumene había inducido a la Ecumene Dorada, a fines de la Quinta Era y principios de la Sexta, a imitar ese éxito. La gente de la Sexta Era, conducida por los nuevos sofotecs, procuraba adquirir un nivel inaudito de autocontrol y autodisciplina pública, de modo que el gobierno por la fuerza era casi innecesario. En gran medida fue reemplazado por el gobierno ejercido mediante la persuasión y la exhortación.
La utopía no llegó por arte de magia ni por obra de los avances técnicos (aunque los avances técnicos ayudaron), sino porque la tolerancia de la gente hacia el mal y la conducta deshonrosa desapareció a medida que crecía su tolerancia hacia la falta de intimidad. En un extremo del espectro, los señoriales, como Faetón, eran raros sólo en la alta cantidad de supervisión y consejo que recibían de los sofotecs; pero en el otro extremo, los puristas antiamarantinos, los ultraprimitivistas y aquéllos que no tenían sofotecnología en su vida, o que nunca se habían sometido al examen noético de sus pensamientos, o a la corrección de su locura natural, eran cada vez más raros, hasta un punto sin precedentes. Con pocas excepciones, los sofotecs de la Ecumene Dorada observaban a todos y protegían a todos.
Así era, al menos, en el sistema solar. En el sistema Cygnus X-1, donde tenía su sede la Segunda Ecumene, el rechazo público prohibía la tecnología para crear superinteligencias electrofotónicas autoconscientes. Esa distante utopía sin leyes adoptó una nueva ley:
No crearás mentes superiores a la mente del hombre.
La gente de la Segunda Ecumene de la Quinta Era resultaba muy peculiar para la Ecumene Dorada.
Transcurrieron varios miles de años. Ninguna nave unía ambas ecúmenes; la distancia era demasiado grande. Y la Segunda Ecumene, infinitamente rica, no necesitaba bienes físicos procedentes del sistema madre. La radio era suficiente para llevar mensajes, información y el conocimiento de los nuevos logros científicos.
Pero, a principios de la Séptima Era, cuando la Ecumene Dorada realizó la transición hacia la inmortalidad, y se descubrió la tecnología que permitía grabar, alterar y manipular los pensamientos, el tráfico de radio se interrumpió. La gente de la Quinta Era de la Segunda Ecumene no parecía tener nada más que decir; ningún logro científico del cual ufanarse, ni nuevas obras de arte, música o literatura para compartir con sus hermanos a través del vacío.
Lo más extraño era que, con tanta energía a su disposición, ningún ciudadano de la Segunda Ecumene se molestara en apuntar un radio láser orbital a la estrella madre; mientras que, en la Ecumene Dorada, las universidades y proyectos empresariales más ricos tenían que combinar gran parte de su capital para comprar el prodigioso poder requerido para enviar una emisión sin distorsiones a tanta distancia. Se hacía con poca frecuencia; y, con el transcurso de los años, al no haber señales de retorno, esos proyectos se abandonaron. Los inversores, que esperaban patentes y royalties sobre descubrimientos o artes que surgieran de las señales de retorno, se frustraron, y dejaron de aportar dinero. El nombre Ecumene Silente se puso en boga.