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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (122 page)

BOOK: Festín de cuervos
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La amargura de las últimas palabras del capitán conmocionó a Sam tanto como su significado.

«Si Desembarco del Rey pierde Antigua y el Rejo, todo el reino se hará trizas», pensó mientras veía alejarse la
Cazadora
y sus hermanas.

Empezaba a dudar que Colina Cuerno fuera un lugar seguro. Las posesiones de los Tarly se extendían tierra adentro, entre colinas en las que crecían espesos bosques, cien leguas al noreste de Antigua y muy lejos de cualquier costa. Allí estarían fuera del alcance de los hombres del hierro y sus barcoluengos, aunque su señor padre estuviera ausente, luchando en las tierras de los ríos, y la guarnición del castillo fuera escasa. Sin duda, el Joven Lobo había pensado lo mismo de Invernalia hasta la noche en que Theon
Cambiacapas
trepó por sus muros. Sam no soportaba pensar que quizá hubiera llevado a Elí y al bebé hasta allí con el fin de ponerlos a salvo para acabar por abandonarlos en medio de una guerra.

Se pasó el resto del viaje debatiéndose entre dudas, sin saber qué hacer. Podía llevarse a Elí a Antigua. Las murallas de la ciudad eran mucho más imponentes que las del castillo de su padre, y había miles de hombres para defenderlas, en vez del puñado de soldados que debía de haber dejado Lord Randyll en Colina Cuerno cuando partió hacia Altojardín para responder a la llamada de su señor. Pero en tal caso tendría que esconderla. En la Ciudadela no se permitía que los novicios tuvieran esposas ni amantes, al menos abiertamente.

«Además, si me quedo mucho más tiempo con Elí, ¿cómo voy a juntar fuerzas para dejarla? —Porque tenía que dejarla. O desertar—. Pronuncié el juramento —se recordó—. Si deserto, me cortarán la cabeza, ¿y de qué le serviría eso a Elí?»

Sopesó la posibilidad de suplicar a Kojja Mo y a su padre que se llevaran a la chica salvaje a las Islas del Verano. Pero aquello también entrañaba sus peligros. Cuando saliera de Antigua, la
Viento Canela
tendría que cruzar otra vez los estrechos del Tinto, y tal vez corriera peor suerte en aquella ocasión. ¿Y si no había viento, y los isleños del verano se encontraban a la deriva? Si lo que se decía era verdad, se llevarían a Elí como sierva o esposa de sal, y lo más probable era que considerasen que el bebé era una molestia y lo tirasen al mar.

«Tengo que llevarla a Colina Cuerno —decidió por fin—. Cuando lleguemos a Antigua, alquilaré un carro y unos caballos, y la llevaré yo mismo.» Así se aseguraría de dejarla a salvo en el castillo, y si veía u oía algo que lo hiciera dudar, siempre podía dar media vuelta y volver a Antigua con Elí.

Llegaron a Antigua una mañana fría y húmeda, en medio de una niebla tan espesa que lo único que se veía de la ciudad era el Faro de Hightower. El puerto estaba cruzado por una barrera flotante que enlazaba dos docenas de cascos podridos. Detrás había una hilera de barcos de guerra anclados junto a tres grandes dromones y el buque insignia de Lord Hightower, un imponente navío de cuatro cubiertas llamado
Honor de Antigua
. La
Viento Canela
tuvo que someterse a inspección una vez más. En aquella ocasión, el que subió a bordo fue Gunthor, el hijo de Lord Leyton, que llevaba una capa de hilo de plata y una armadura de lamas grises. Ser Gunthor había estudiado varios años en la Ciudadela y hablaba la lengua del verano, de modo que Quhuru Mo y él se reunieron en el camarote del capitán para hablar en privado.

Sam aprovechó el tiempo para explicarle sus planes a Elí.

—Primero iré a la Ciudadela para entregar las cartas de Jon e informar de la muerte del maestre Aemon. Espero que los archimaestres envíen un carro para recoger el cadáver. Luego conseguiré caballos y un carromato para llevarte con mi madre a Colina Cuerno. Volveré en cuanto pueda, pero tal vez no sea hasta mañana.

—Mañana —repitió ella, y le dio un beso para desearle suerte.

Al final, Ser Gunthor volvió a salir y ordenó que abrieran la cadena para que la
Viento Canela
pudiera entrar al puerto. Mientras amarraban la nave cisne, Sam se unió a Kojja Mo y a tres de sus arqueros junto a la plancha. Los isleños del verano estaban resplandecientes con aquellas capas de plumas que sólo se ponían para desembarcar. A su lado se sentía andrajoso, con la ropa negra dada de sí, la capa descolorida y las botas manchadas de salitre.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis en el puerto?

—Dos días, diez días, ¿quién sabe? El tiempo que tardemos en vaciar las bodegas y volver a llenarlas. —Kojja sonrió—. Además, mi padre tiene que visitar a los maestres grises. Quiere venderles unos libros.

—¿Se puede quedar Elí a bordo hasta que yo vuelva?

—Elí se puede quedar todo el tiempo que quiera. —Clavó un dedo en la barriga de Sam—. No come tanto como otros.

—No estoy tan gordo como antes —se defendió el muchacho.

Era uno de los resultados del viaje hacia el sur, con tantas guardias, y comiendo sólo fruta y pescado. A los isleños del verano les encantaban el pescado y la fruta.

Sam bajó por la plancha con los arqueros, pero al llegar a la orilla se separaron, y cada uno se fue por su lado. Rezó por recordar cómo se llegaba a la Ciudadela. Antigua era un laberinto, y no podía perder tiempo extraviándose.

Era un día húmedo, con lo que los adoquines del suelo estaban resbaladizos, y las callejuelas, envueltas en niebla y misterio. Sam trató de evitarlos y siguió el camino del río que serpenteaba junto a la orilla del Vinomiel cruzando el corazón del casco viejo. Era agradable volver a pisar tierra firme, en lugar de una cubierta que se mecía sin cesar, pero pese a todo se sentía incómodo. Notaba las miradas clavadas en él: lo espiaban desde ventanas y balcones, y lo observaban desde los portales oscuros. A bordo de la
Viento Canela
sabía quién era todo el mundo. En cambio, en aquella ciudad, mirase adonde mirase, únicamente veía desconocidos. Y peor todavía era la posibilidad de que lo viera algún conocido. No había nadie en Antigua que no supiera quién era Lord Randyll Tarly, aunque pocos le tenían afecto. Sam no sabía qué podría resultar peor: que lo reconociera un enemigo de su señor padre o uno de sus amigos. Se cubrió con la capucha y aceleró el paso.

Las puertas de la Ciudadela estaban flanqueadas por una pareja de gigantescas esfinges verdes, con cuerpo de león, alas de águila y cola de serpiente. Una tenía rostro de varón, y la otra, de mujer. Al otro lado estaba el Hogar del Escriba, adonde acudían los antigüeños para que los acólitos les escribieran testamentos y les leyeran cartas. Había media docena de escribas aburridos sentados en tenderetes al aire libre, a la espera de clientes. En otros tenderetes se compraban y vendían libros. Sam se detuvo ante uno que ofrecía mapas y examinó uno de la Ciudadela para averiguar la forma más rápida de llegar al Tribunal del Senescal.

El camino se dividía en el punto donde se alzaba la estatua del rey Daeron I a lomos de un alto caballo de piedra, con la espada alzada en dirección a Dorne. El Joven Dragón tenía una gaviota posada en la cabeza y otras dos en la hoja del arma. Sam tomó la bifurcación de la izquierda, la que seguía el curso del río. En el atracadero de los Sollozos vio a dos acólitos que ayudaban a un anciano a subir a un bote para el corto viaje hasta la isla Sangrienta. Tras él subió una joven madre, de la edad de Elí, con un bebé lloroso en brazos. Bajo el atracadero, unos pinches de cocina vadeaban las aguas para recoger ranas. Un grupo de novicios de mejillas sonrosadas pasó corriendo en dirección al septrio.

«Debería haber venido cuando tenía su edad —pensó Sam—. Si me hubiera escapado y me hubiera buscado un nombre falso, habría podido desaparecer entre los demás novicios. Así, mi padre podría haber fingido que Dickon era su único hijo. Ni siquiera se habría molestado en buscarme, a menos que me hubiera llevado una mula. Entonces sí que me habría perseguido, pero sólo por la mula.»

Ante el Tribunal del Senescal, los rectores estaban poniendo en la picota a un novicio mayor.

—Ha robado comida de las cocinas —les explicaba uno de ellos a los acólitos que aguardaban para tirar verduras podridas al prisionero.

Todos miraron a Sam con curiosidad cuando pasó a su lado con la capa negra ondeando como una vela.

Al otro lado de las puertas había un vestíbulo con suelo de piedra y ventanas altas rematadas por arcos. Al fondo vio a un hombre de rostro demacrado, sentado en una tarima, que escribía a pluma en un libro. Vestía una túnica de maestre, pero no llevaba cadena al cuello. Sam carraspeó.

—Buenos días.

El hombre alzó la vista, y al parecer, no mereció su aprobación.

—Hueles a novicio.

—Espero serlo pronto. —Sam sacó las cartas que le había dado Jon Nieve—. Venía del Muro con el maestre Aemon, pero murió durante el viaje. Si pudiera hablar con el Senescal...

—¿Tu nombre?

—Samwell. Samwell Tarly.

Lo anotó en el libro y le hizo una seña con la pluma en dirección a un banco situado junto a la pared.

—Siéntate. Te llamarán.

Sam se sentó en el banco.

Llegaron otros hombres. Unos entregaban mensajes y se iban; otros hablaban con el hombre de la tarima, que los invitaba a atravesar la puerta que tenía detrás y subir por una escalera. Otros se sentaban con Sam en los bancos, a la espera de que los llamaran. Unos cuantos de los que fueron llamados habían llegado después que él, estaba casi seguro. La cuarta o la quinta vez que sucedió, se levantó y cruzó la estancia.

—¿Falta mucho?

—El Senescal es muy importante.

—Vengo del Muro.

—Entonces no te importará esperar un poco más. —Señaló con la pluma—. En ese banco de ahí, bajo la ventana.

Sam volvió al banco. Transcurrió otra hora. Llegaron más visitantes. Todos hablaban con el hombre del estrado y esperaban un rato hasta que los hacían pasar. En todo aquel tiempo, el portero ni se molestó en mirar a Sam. En el exterior, la niebla se iba despejando a medida que avanzaba el día; la luz brillante del sol entraba por las ventanas. Sam se distrajo contemplando las motas de polvo que danzaban en los rayos. Se le escapó un bostezo, y luego, otro. Se hurgó una ampolla reventada de la mano, antes de apoyar la cabeza en la pared y cerrar los ojos.

Debió de quedarse adormilado. Lo siguiente que supo fue que el hombre de la tarima gritaba un nombre. Sam se puso en pie, pero volvió a sentarse cuando se dio cuenta de que no era el suyo.

—Tienes que darle una moneda a Lorcas; si no, te tendrá tres días esperando —dijo una voz a su lado—. ¿Qué trae a la Guardia de la Noche a la Ciudadela?

Su interlocutor era un joven esbelto, menudo, atractivo, que vestía unos calzones de piel de cervatillo y una cálida brigantina con tachonaduras de hierro. Tenía la piel del color de la cerveza negra ligera y una mata de prietos rizos negros que terminaba en un pico en el nacimiento del pelo, por encima de los grandes ojos negros.

—El Lord Comandante está restaurando los castillos abandonados —explicó Sam—. Necesitamos más maestres para los cuervos... ¿Has dicho una moneda?

—Bastará con una de cobre. A cambio de un venado de plata, Lorcas te lleva a cuestas a ver al Senescal. Lleva cincuenta años de acólito. Detesta a los novicios, sobre todo a los de noble cuna.

—¿Cómo sabes que soy de noble cuna?

—Igual que tú sabes que soy medio dorniense —le dijo con una sonrisa, con el suave acento de Dorne.

Sam buscó una moneda.

—¿Eres novicio?

—Acólito. Alleras, algunos me llaman Esfinge.

Sam se sobresaltó.

—La esfinge es el acertijo, no la que plantea el acertijo —dijo atropelladamente—. ¿Sabes qué significa eso?

—No. ¿Es un acertijo?

—Eso me gustaría saber a mí. Soy Samwell Tarly. Sam.

—Un placer. ¿Y qué asuntos tiene que tratar Samwell Tarly con el archimaestre Theobald?

—¿Así se llama el Senescal? —preguntó Sam, confuso—. El maestre Aemon dijo que era Norren.

—Hace dos periodos que no. Cada año se elige un nuevo Senescal. El cargo se echa a suertes entre los archimaestres, porque casi todos consideran que es una tarea ingrata que los aparta de su verdadero trabajo. Este año, el archimaestre Walgrave sacó la piedra negra, pero como a veces se le va la cabeza, Theobald se ofreció voluntario para sustituirlo. Es un poco brusco, pero buena persona. ¿Has dicho el maestre Aemon?

—Sí.

—¿Aemon Targaryen?

—Ese fue su nombre, pero todos lo llamábamos maestre Aemon. Murió cuando veníamos en barco hacia el sur. ¿Cómo es que lo conoces?

—¿Cómo no iba a conocerlo? No sólo era el maestre vivo más anciano; también era el hombre más viejo de Poniente. Vivió más historia de la que ha podido aprender el archimaestre Perestan. Podría habernos contado muchas cosas de los reinados de su padre y de su tío. ¿Sabes cuántos años tenía?

—Ciento dos.

—¿Y qué hacía embarcado a su edad?

Sam meditó la pregunta un momento; no sabía hasta qué punto podía revelar la verdad.

«La esfinge es el acertijo, no la que plantea el acertijo.» ¿Sería posible que el maestre Aemon se refiriese a aquel Esfinge? No parecía probable.

—El Lord Comandante Nieve lo envió lejos para salvarle la vida —empezó, titubeante.

Le habló del rey Stannis y de Melisandre de Asshai. No pretendía llegar más allá, pero una cosa llevó a la otra, y acabó hablándole de Mance Rayder y sus salvajes, de la sangre real y de los dragones, y antes de que pudiera darse cuenta le salió todo lo demás: los espectros del Puño de los Primeros Hombres, el Otro a lomos de su caballo muerto, el asesinato del Viejo Oso en el Torreón de Craster, Elí y su fuga, Arbolblanco y Paul
el Pequeño
, Manosfrías y los cuervos, cómo había llegado Jon a Lord Comandante, la
Pájaro Negro
, Dareon, Braavos, los dragones que había visto Xhondo en Qarth, la
Viento Canela
y lo que había susurrado el maestre Aemon cuando se acercaba el fin. Sólo se calló los secretos que había jurado guardar: el de Bran Stark y sus compañeros, y el de los bebés que había intercambiado Jon Nieve.

—Daenerys es la única esperanza —concluyó—. Aemon dijo que la Ciudadela debía enviar a un maestre sin demora, para que vuelva a Poniente con ella antes de que sea demasiado tarde.

Alleras lo escuchó con atención. De cuando en cuando parpadeaba, pero en ningún momento se rió ni lo interrumpió. Cuando Sam terminó, le puso una esbelta mano morena en el brazo.

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