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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (123 page)

BOOK: Festín de cuervos
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—Ahórrate la moneda, Sam. Theobald no se va a creer ni la mitad de lo que dices, pero hay otros que tal vez sí. ¿Por qué no vienes conmigo?

—¿Adónde?

—A hablar con un archimaestre.

«Tienes que contárselo, Sam —le había dicho el maestre Aemon—. Tienes que contárselo a los archimaestres.»

—Muy bien. —Siempre podría volver a intentar ver al Senescal al día siguiente, con una moneda en la mano—. ¿Tenemos que ir muy lejos?

—No mucho. A la isla de los Cuervos.

No les hizo falta ningún bote para llegar a la isla de los Cuervos: un destartalado puente levadizo de madera la unía con la orilla este.

—El Grajal es el edificio más viejo de la Ciudadela —le explicó Alleras mientras cruzaban las lentas aguas del Vinomiel—. Se dice que en la Edad de los Héroes era la fortaleza de un señor pirata que se quedaba cruzado de brazos y saqueaba los barcos que navegaban río abajo.

Sam advirtió que las paredes estaban cubiertas de musgo y enredaderas, y que las almenas estaban patrulladas por cuervos, no por arqueros. Nadie vivo recordaba haber visto alzar el puente levadizo.

En el interior del castillo hacía fresco y reinaba la penumbra. Un viejo arciano crecía en el patio, desde que se construyó el edificio. El rostro tallado en el tronco estaba cubierto del mismo musgo violeta que le colgaba de las ramas blanquecinas. Muchas de ellas parecían secas, pero otras tenían aún algunas hojas rojas, y esas eran las favoritas de los cuervos. El árbol estaba lleno de pájaros, y había más en las ventanas rematadas en arco que daban al patio. Los excrementos cubrían todo el suelo. Mientras cruzaban el patio, uno echó a volar, y los demás empezaron a graznarse.

—Las habitaciones del archimaestre Walgrave están en la torre oeste, bajo la pajarera blanca —le dijo Alleras—. Los cuervos blancos y los negros se pelean como dornienses y marqueños, así que hay que tenerlos separados.

—¿Crees que el archimaestre Walgrave entenderá lo que le voy a decir? —preguntó Sam—. Antes has dicho que a veces se le va la cabeza.

—Tiene días buenos y días malos —respondió Alleras—, pero no es a Walgrave a quien vas a ver.

Abrió la puerta de la torre norte y empezó a subir. Sam ascendió por las escaleras en pos de él. Arriba se oían aleteos y murmullos, y de cuando en cuando, un graznido airado, como si los cuervos se quejaran de que los despertaran.

En la parte superior de las escaleras había un joven pálido y rubio, de la edad de Sam, sentado ante una puerta de roble y hierro, mirando atentamente la llama de una vela con el ojo derecho. El izquierdo lo tenía tapado por un mechón de pelo rubio ceniza.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó Alleras—. ¿Tu destino? ¿Tu muerte?

El joven rubio apartó la vista de la vela y parpadeó.

—Mujeres desnudas —respondió—. ¿Y este quién es?

—Samwell. Un novicio recién llegado, que viene a ver al Mago.

—La Ciudadela ya no es lo que era —se quejó el rubio—. Hoy en día aceptan a cualquiera. Perros morenos, dornienses, porquerizos, tullidos, imbéciles, y ahora, una ballena vestida de negro. Y yo que creía que los leviatanes eran grises...

Una capa corta a rayas verdes y doradas le cubría un hombro. Era muy atractivo, aunque tenía los ojos taimados y la boca cruel. Sam lo conocía.

—Leo Tyrell. —Sólo con pronunciar el nombre volvió a sentirse como un niño de siete años a punto de mearse en los calzones—. Yo soy Sam, de Colina Cuerno, el hijo de Lord Randyll Tarly.

—¿De verdad? —Leo le echó otro vistazo—. Me imagino que sí. Tu padre nos dijo que habías muerto. ¿O que ojalá hubieras muerto? —Sonrió—. ¿Sigues siendo tan cobarde como siempre?

—No —mintió Sam, tal como Jon le había ordenado—. Fui más allá del Muro y participé en batallas. Me llaman Sam
el Mortífero
.

Nunca supo por qué lo había dicho. Las palabras se le escaparon sin más.

Leo se echó a reír, pero antes de que pudiera decir nada, se abrió la puerta que tenía a sus espaldas.

—Entra, Mortífero —gruñó el hombre del umbral—. Y tú también, Esfinge. Venga.

—Es el archimaestre Marwyn, Sam —dijo Alleras.

Marwyn llevaba una cadena de diversos metales en torno al grueso cuello. Por lo demás, tenía más aspecto de camorrista portuario que de maestre. Su cabeza era desproporcionadamente grande con relación a su cuerpo, y su manera de proyectarla hacia delante desde los hombros, junto con el recio mentón, hacía que pareciera a punto de matar a alguien. Era bajo y achaparrado, pero con el pecho y los hombros anchos, y una barriga cervecera redonda y dura como la roca, que tensaba los lazos del justillo de cuero que llevaba a modo de túnica. De las orejas y las fosas nasales le salían mechones de pelo blanco. Tenía la frente protuberante, le habían roto la nariz en más de una ocasión, la hojamarga le había dejado los dientes llenos de manchas rojas, y sus manos eran las más grandes que Sam hubiera visto nunca.

El muchacho titubeó, y una de aquellas manazas lo agarró por el brazo y lo obligó a cruzar la puerta. La estancia que había al otro lado era grande y redonda. Había libros y pergaminos por todos lados, esparcidos sobre las mesas y amontonados en el suelo en pilas de seis palmos de alto. Las paredes de piedra estaban cubiertas de tapices descoloridos y mapas desgastados. En la chimenea ardía un fuego que calentaba un caldero de cobre. Fuera lo que fuera lo que había en su interior, olía a quemado. Aparte de aquello, la única luz de la estancia procedía de una vela alta y negra situada en el centro de la habitación.

Tenía un brillo desagradable. Había algo de extraño en ella. La llama no parpadeaba, ni siquiera cuando el archimaestre Marwyn cerró la puerta con tanta fuerza que revolotearon los papeles de una mesa cercana. Además, aquella luz surtía un efecto extraño en los colores. Los blancos eran tan brillantes como la nieve recién caída; el amarillo brillaba como el oro; los rojos se convertían en llamas, pero las sombras eran tan negras que parecían agujeros que horadaban el mundo. Sam se dio cuenta de que no podía apartar la vista. La propia vela medía una vara y era esbelta como un junco, retorcida y estriada, de un negro deslumbrante.

—¿Eso es...?

—¿Obsidiana? —terminó el otro hombre de la estancia, un joven pálido y regordete con los hombros redondos, las manos blandas, los ojos muy juntos y manchas de comida en la túnica.

—Llámalo vidriagón. —El archimaestre Marwyn contempló la vela un instante—. Arde, pero no se consume.

—¿Qué alimenta la llama? —quiso saber Sam.

—¿Qué alimenta el fuego de un dragón? —Marwyn se sentó en un taburete—. Toda la hechicería valyria tenía sus raíces en la sangre o en el fuego. Con una de estas velas de cristal, los hechiceros del Feudo Franco podían ver a través de montañas, mares y desiertos. Eran capaces de entrar en los sueños de las personas y provocarles visiones; podían mantener conversaciones aunque estuvieran a medio mundo de distancia, sentados ante sus velas. ¿No te parece que eso sería útil, Mortífero?

—Así no nos harían falta los cuervos.

—Sólo después de las batallas. —El archimaestre sacó una hojamarga de un fardo, se la metió en la boca y la empezó a masticar—. Cuéntame todo lo que le dijiste a nuestra esfinge dorniense. Ya sé buena parte, y también cosas que ignoras, pero quizá se me haya escapado algún detalle.

No era un hombre al que se le pudiera negar nada. Sam titubeó un momento y volvió a relatar toda su historia a Marwyn, a Alleras y al otro novicio.

—El maestre Aemon creía que la profecía se ha cumplido en Daenerys Targaryen. En ella, no en Stannis, ni en el príncipe Rhaegar, ni en el principito al que estamparon contra una pared.

—Nacido de la sal y el humo, bajo una estrella sangrante. Ya conozco la profecía. —Marwyn giró la cabeza y escupió una flema roja—. No digo que me parezca fidedigna, claro. Como escribió Gorghan del Antiguo Ghis, una profecía es como una mujer traicionera: te la chupa, gimes de placer, y piensas «Qué bien, qué maravilla, cómo me gusta...». Y de repente aprieta los dientes, y los gemidos se transforman en gritos. Gorghan decía que esa era la naturaleza de las profecías: te arrancan la polla de un mordisco en cuanto te descuidas. —Siguió masticando—. Aun así...

Alleras dio un paso para situarse junto a Sam.

—Aemon habría ido con ella si no le hubieran fallado las fuerzas. Quería que le enviásemos un maestre para que la aconsejara y la protegiera, para que la trajera sana y salva.

—¿De verdad? —El archimaestre Marwyn se encogió de hombros—. Pues menos mal que murió antes de llegar a Antigua. Si no, puede que el rebaño gris hubiera tenido que matarlo, y los pobres viejos lo habrían pasado fatal.

—¿Matarlo? —se escandalizó Sam—. ¿Por qué?

—Si te lo digo, tal vez tengan que matarte a ti también. —Marwyn le dedicó una sonrisa espantosa; los jugos de la hojamarga le corrían entre los dientes—. ¿Quién crees que mató a todos los dragones la última vez? ¿Galantes matadragones con sus espadas? —Escupió—. En el mundo que está construyendo la Ciudadela no hay lugar para la hechicería, las profecías ni las velas de cristal, y mucho menos para los dragones. ¿No te preguntas por qué se permitió que Aemon Targaryen desperdiciara su vida en el Muro, cuando tendría que haber sido archimaestre por derecho? Por su sangre. No se podía confiar en él. Ni en mí.

—¿Qué vais a hacer? —quiso saber Alleras.

—Iré a la bahía de los Esclavos en lugar de Aemon. La nave cisne en que ha venido el Mortífero me servirá perfectamente. El rebaño gris enviará a su hombre en una galera, sin duda. Si tengo buenos vientos, yo llegaré antes. —Marwyn miró otra vez a Sam y frunció el ceño—. En cuanto a ti... Tienes que quedarte y forjarte una cadena. Yo en tu lugar me daría prisa. Llegará un momento en que harás falta en el Muro. —Se volvió hacia el novicio de rostro carnoso—. Búscale una celda seca a Mortífero. Dormirá aquí y te ayudará a cuidar de los cuervos.

—Pero... pero... pero... —farfulló Sam—, los otros archimaestres... El Senescal... ¿Qué les digo?

—Diles lo sabios y bondadosos que son. Diles que Aemon te ordenó que te pusieras en sus manos. Diles que siempre has soñado con el día en que te permitieran colgarte la cadena y servir, que el servicio es el honor más alto, y la obediencia, la virtud más elevada. Pero no digas nada de profecías ni de dragones, a menos que te gusten las gachas con veneno. —Marwyn cogió una sucia capa de cuero que colgaba de un clavo, junto a la puerta, y se la abrochó—. Cuídamelo, Esfinge.

—Lo haré —respondió Alleras, pero el archimaestre ya se había marchado.

Oyeron sus pisadas escaleras abajo.

—¿Adónde va? —preguntó Sam, asombrado.

—A los muelles. El Mago no es de los que pierden el tiempo. —Alleras sonrió—. Tengo que confesarte una cosa: nuestro encuentro no fue casual, Sam. El Mago me envió a pescarte antes de que hablaras con Theobald. Sabía que venías.

—¿Cómo?

Alleras señaló la vela de cristal.

Sam contempló un momento la extraña llama clara, y después parpadeó y apartó la vista. Al otro lado de la ventana empezaba a oscurecer.

—Hay una celda desocupada bajo la mía, en la torre oeste, con unas escaleras que llevan a las estancias de Walgrave —dijo el joven de la cara regordeta—. Si no te molestan los graznidos de los cuervos, tiene buenas vistas al Vinomiel. ¿Te parece bien?

—Me imagino que sí.

En algún sitio tenía que dormir.

—Te llevaré unas mantas de lana. Por culpa de las paredes de piedra hace frío por las noches, incluso aquí.

—Te lo agradezco. —El chico pálido y blando tenía algo que no le gustaba, pero no quería parecer descortés—. De verdad, no me llamo Mortífero. Soy Sam. Samwell Tarly.

—Yo me llamo Pate —respondió—. Como el porquerizo.

MIENTRAS, EN EL MURO...

¡Un momento, un momento!, estaréis diciendo algunos. ¡Un momento, un momento! ¿Dónde están Dany y los dragones? ¿Dónde está Tyrion? Casi no ha salido Jon Nieve. No se puede acabar aquí...

Pues no, la verdad es que no. Queda mucho por venir. Otro libro tan gordo como este.

No es que me haya olvidado de escribir sobre los otros personajes, claro que no. He escrito muchísimo sobre ellos. Páginas y más páginas, capítulos y más capítulos. Todavía estaba escribiendo cuando me di cuenta de que el libro estaba quedando demasiado largo para publicarlo en un solo tomo... Y ni siquiera estaba cerca de terminarlo. Para contar todo lo que quería contar iba a tener que dividirlo en dos.

Lo más sencillo habría sido coger todo lo que tenía, cortar más o menos por la mitad y terminar con un «Continuará». Pero, cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que los lectores preferirían que relatara en un libro toda la historia de la mitad de los personajes a que relatara la mitad de la historia de todos los personajes. Así que eso fue lo que decidí.

Tyrion, Jon, Dany, Stannis, Melisandre, Davos Seaworth y el resto de los personajes que os apasionan, o a los que odiáis apasionadamente, estarán aquí el año que viene (¡eso espero!) en
Danza de dragones
, que versará sobre lo que ocurre en el Muro y al otro lado del mar, igual que este libro versa sobre lo que ocurre en Desembarco del Rey.

George R. R. Martin

Junio del 2005

APÉNDICE
LOS REYES Y SUS CORTES
LA REINA REGENTE

CERSEI LANNISTER, la primera de su nombre, viuda del [rey Robert I Baratheon], reina madre, Protectora del Reino, señora de Roca Casterly y reina regente;

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