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Authors: Marqués de Sade

Filosofía en el tocador (13 page)

BOOK: Filosofía en el tocador
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EUGENIA: ¡Oh, por delante no! Me haría mucho daño, por detrás cuanto queráis, como Dolmancé acaba de hacerme hace un rato.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ingenua y deliciosa muchachita! ¡Os pide precisamente lo que tanto cuesta obtener de otras!

EUGENIA: ¡Oh! Y no sin remordimientos; porque no me habéis tranquilizado sobre el crimen enorme que siempre oí decir que había en ello, y, sobre todo, en hacerlo entre hombres, como acaba de ocurrir entre Dolmancé y Agustín. Veamos, veamos, señor, ¿cómo explica vuestra filosofía esta clase de delito? ¿Es horrible, verdad?

DOLMANCÉ: Partid de lo siguiente, Eugenia, y es que no hay nada horroroso en libertinaje, porque todo lo que el libertinaje inspira está inspirado asimismo por la naturaleza; las acciones más extraordinarias, las más extravagantes, las que parecen chocar con más evidencia a todas las leyes, a todas las instituciones humanas porque en cuanto al cielo, de él no hablo, pues bien, Eugenia, ni siquiera éstas son horrorosas, y ni una sola carece de modelo en la naturaleza; cierto que ésa de que habláis, hermosa Eugenia, es la misma, relativamente, que aquella que se encuentra en una fábula tan singular de la insulsa narración de la santa Escritura, fastidiosa compilación de un judío ignorante durante el cautiverio de Babilonia; pero es falso, y completamente inverosímil, que fuese como castigo a estos extravíos por lo que esas ciudades, o mejor, esas aldeas, perecieron por el fuego; situadas en el cráter de algunos antiguos volcanes, Sodoma y Gomorra perecieron como esas ciudades de Italia que engulleron las lavas del Vesubio: eso es todo el milagro, y, sin embargo, fue de ese suceso tan simple de donde partieron para inventar bárbaramente el suplicio del fuego contra los desgraciados humanos que se entregaban en una parte de Europa a esa fantasía natural.

EUGENIA: ¡Oh, natural!

DOLMANCÉ: Sí, natural, lo repito; la naturaleza no tiene dos voces: una con la misión de condenar diariamente lo que la otra inspira; y es muy cierto que sólo por su órgano reciben los hombres encaprichados con esta manía las impresiones que hacia ella los llevan. Quienes intentan proscribir o condenar este gusto pretenden que perjudica a la procreación. ¡Qué tontos son! Esos imbéciles nunca han tenido en la cabeza otra idea que la procreación, ni han visto nunca otra cosa que crimen en todo lo que se aparta de ella. ¿Está demostrado acaso que la naturaleza tenga tanta necesidad de esa procreación como quisieran hacérnoslo creer? ¿Es totalmente cierto que se la ultraja cada vez que uno se aparta de esa estúpida procreación? Escrutemos un instante, para convencernos de ello, tanto su marcha como sus leyes. Si la naturaleza no hiciera más que crear, y si no destruyese nunca, yo podría creer, con esos fastidiosos sofistas, que el más sublime de todos los actos sería trabajar sin cesar en el que produce, y, por ende, les concedería que la negativa a producir deba ser necesariamente un crimen. La más leve ojeada sobre las operaciones de la naturaleza, ¿no prueba que las destrucciones son tan necesarias para sus planes como las creaciones? ¿Que estas dos operaciones están ligadas y encadenadas tan íntimamente que le resulta imposible a una actuar sin la otra? ¿Que nada nacería, ni nada se regeneraría sin destrucciones? La destrucción es, por tanto, una de las leyes de la naturaleza, igual que la creación.

Admitido este principio, ¿cómo puedo ofender a la naturaleza negándome a crear? Si suponemos como mal tal acción, sería infinitamente más pequeño, desde luego, que el de destruir, que, sin embargo, se encuentra entre sus leyes como acabo de probar. Si por un lado admito la inclinación que la naturaleza me impone hacia tal pérdida, por otro veo que le es necesario y que no hago otra cosa que entrar en sus miras entregándome a ella. ¿Dónde estaría entonces el crimen, os pregunto? Pero los tontos y los procreadores objetan aún lo que es sinónimo, ese esperma procreador no puede haber sido puesto en vuestros riñones para más uso que el de la procreación: volverlo hacia otra parte es una ofensa. Acabo de probar, en primer lugar, que no, puesto que esta pérdida no equivaldría siquiera a una destrucción, y que la destrucción, mucho más importante que la pérdida, no sería en sí misma un crimen. En segundo lugar, es falso que la naturaleza quiera que este licor espermático esté absoluta y enteramente destinado a producir; si así fuera, no sólo no permitiría que tal derrame se produjera en otros casos, como nos prueba la experiencia, puesto que lo perdemos cuando queremos y donde queremos, sino que, además, se opondría a que tales pérdidas ocurrieran sin coito, como sucede tanto en nuestros sueños como en nuestros recuerdos; avara de un licor tan precioso, nunca permitiría su derrame salvo en el vaso de la propagación; no querría, con toda seguridad, que esta voluptuosidad con que entonces nos corona pudiera ser sentida de nuevo si desviásemos el homenaje; porque no sería razonable suponer que consiente en darnos placer en el momento mismo en que nosotros la abrumamos a ultrajes. Vayamos más lejos: si las mujeres no hubieran nacido para producir, cosa que sería así si tal procreación fuera tan cara a la naturaleza, ocurriría, suponiendo la vida de mujer más larga, que sólo durante siete años, hechas todas las deducciones, se hallaría en condiciones de dar la vida a su semejante. ¡Cómo! ¡La naturaleza está ávida de procreación; todo lo que no tiende a esa meta la ofende, y, en cien años de vida, el sexo destinado a producirla no podrá hacerlo más que durante siete años! ¡La naturaleza sólo quiere propagaciones, y la semilla que presta al hombre para servir a esas propagaciones se pierde siempre que place al hombre! ¡Él encuentra el mismo placer en esta pérdida que en su empleo útil, y nunca el menor inconveniente!...

Cesemos, amigos, cesemos de creer en tales absurdos: hacen estremecerse al sentido común. ¡Ah! Lejos de ultrajar a la naturaleza, convenzámonos bien, por el contrario, de que el sodomita y la tríbada están a su servicio, negándose obstinadamente a una conjunción de la que sólo resulta una progenitura fastidiosa para ella. No nos engañemos, tal propagación no fue nunca una de sus leyes, sino todo lo más una tolerancia, ya os lo he dicho. ¡Pero qué le importa que la raza de los hombres se extinga o aniquile en la tierra! ¡Se ríe de nuestro orgullo, que nos ha convencido de que todo terminaría si esa desgracia ocurriese! Ella ni se daría cuenta. ¿Cree alguien que no ha habido ya razas extinguidas? Buffon cuenta varias, y la naturaleza, muda por una pérdida tan preciosa, ni siquiera lo tiene en cuenta. La especie entera se aniquilaría, y el aire no sería menos puro por ello, ni el astro menos brillante, ni la marcha del universo menos exacta. ¡Hay que ser imbécil para creer que nuestra especie es tan útil al mundo que quien no trabaje por propagarla o quien perturbe esa propagación se volvería necesariamente un criminal! Cesemos de estar ciegos en este punto, y que el ejemplo de los pueblos más razonables nos sirva para convencernos de nuestros errores. No hay un solo rincón de la tierra donde ese pretendido crimen de sodomía no haya tenido templos ni partidarios. Los griegos, que hacían de él una virtud, le erigieron una estatua con el nombre de Venus Calípiga; Roma envió en busca de leyes a Atenas, y de allí se trajo este gusto divino.

¡Qué progresos no le vemos hacer bajo los emperadores! Al amparo de las águilas romanas se extiende de un extremo a otro de la tierra; cuando desaparece el imperio, se refugia junto a la tiara, sigue a las artes en Italia, nos llega cuando nos civilizamos. Descubrimos un hemisferio, y allí encontramos la sodomía. Cook fondea en un mundo nuevo: allí reina ella. Si nuestros globos hubieran estado en la luna, allí la habrían encontrado igualmente. Gusto delicioso, hijo de la naturaleza y del placer, debéis estar doquiera se hallen hombres, y doquiera se os haya conocido os erigirán altares. ¡Oh, amigos míos, puede haber extravagancia igual a la de imaginar que un hombre ha de ser un monstruo digno de perder la vida por preferir en sus goces el agujero del culo al de un coño, por haberle parecido preferible un joven con el que encuentra dos placeres, el de ser a la vez amante y querida, a una muchacha que no le promete más que un goce! ¡Sería un malvado, un monstruo por haber querido jugar el papel de un sexo que no es el suyo! Y entonces, ¿por qué la naturaleza lo ha creado sensible a este placer?

Examinad su conformación; observaréis en ella diferencias radicales con la de los hombres que no comparten este gusto; sus nalgas serán más blancas, más rollizas; ni un pelo sombreará el altar del placer, cuyo interior, tapizado de una membrana más delicada, más sensual, más acariciadora, será positivamente de la misma clase que el interior de la vagina de una mujer; el carácter de este hombre, también diferente del carácter de los demás, tendrá más blandura, más flexibilidad; encontraréis en él casi todos los vicios y todas las virtudes de las mujeres; reconoceréis incluso su debilidad; todos tendrán sus manías y, algunos, los rasgos. ¿Será, pues, posible que la naturaleza, asimilando de este modo a las mujeres, se irrite por tener los gustos de ellas? ¿No es evidente que se trata de una clase de hombres distinta de la otra, y que la naturaleza la creó así para disminuir esta propagación, cuya extensión excesiva la perjudicaría infaliblemente?... ¡Ay, querida Eugenia, si supierais cuán deliciosamente se goza cuando una polla gorda nos llena el trasero; cuando, hundida hasta los cojones, se mueve con ardor; cuando, retraída hasta el prepucio, vuelve a hundirse hasta el pelo! ¡No, no, no hay en el mundo entero un goce comparable a éste: es el de los filósofos, es el de los héroes, sería el de los dioses si las partes de ese divino goce no fueran ellas mismas los únicos dioses que debemos adorar en la tierra
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EUGENIA,
muy animada
: ¡Oh, amigos míos, que alguien me encule! Tomad, aquí están mis nalgas..., os las ofrezco... ¡Jodedme, me corro!...
(Al pronunciar estas palabras cae en brazos de la Sra. de Saint-Ange, quien la estrecha, la besa y ofrece los lomos alzados de esta joven a Dolmancé.)

SRA. DE SAINT-ANGE: Divino preceptor, ¿resistiríais esta propuesta? ¿No ha de tentaros este sublime trasero? ¡Mirad cómo respira, cómo se entreabre!

DOLMANCÉ: Os pido perdón, hermosa Eugenia; no seré yo, si lo permitís, quien se encargue de apagar los fuegos que enciendo. Querida niña, tenéis a mis ojos el gran pecado de ser mujer. De buena gana quisiera olvidar toda prevención para cosechar vuestras primicias; espero que os parezca bien que me quede ahí; el caballero se encargará de la faena. Su hermana, armada con este consolador, dará en el culo de su hermano los golpes más temibles, al tiempo que presentará su hermoso trasero a Agustín, que la enculará y al que yo joderé entretanto; porque, no quiero ocultároslo, el culo de este hermoso muchacho me tienta desde hace una hora, y quiero devolverle totalmente lo que me ha hecho.

EUGENIA: Acepto el cambio; pero, de verdad, Dolmancé, la franqueza de vuestra confesión no deja de encerrar cierta descortesía.

DOLMANCÉ: Mil perdones, señorita; pero nosotros, los bujarrones, no alardeamos más que de franqueza y de justicia en nuestros principios.

SRA. DE SAINT-ANGE: Reputación de franqueza no es, sin embargo, lo que se tiene de los que, como vos, están acostumbrados a poseer a las personas sólo por detrás.

DOLMANCÉ: Algo traidores, sí, algo falsos, ¿eso creéis? Pues bien, señora, os he demostrado que tal carácter era indispensable en la sociedad. Condenados a vivir con personas que tienen el mayor interés en ocultarse a nuestros ojos, en disfrazar sus vicios que tienen para no ofrecernos más que las virtudes que nunca veneraron, correríamos el mayor peligro si mostrásemos únicamente franqueza; porque, entonces, es evidente que les concederíamos sobre nosotros todas las ventajas que ellos nos niegan, y el engaño sería manifiesto. El disimulo y la hipocresía son necesidades que la sociedad nos ha impuesto: cedamos ante ella. Permitidme que me ofrezca a vos un instante como ejemplo, señora: con toda probabilidad, no hay en el mundo un ser más corrompido; pues bien, mis contemporáneos están engañados; preguntadles qué piensan de mí, todos os dirán que soy un hombre honrado, cuando no hay un solo crimen del que no haya hecho mis delicias más queridas.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Oh, no me convenceréis de que los habéis cometido atroces!

DOLMANCÉ: ¡Atroces!... De verdad, señora, he cometido horrores.

SRA. DE SAINT-ANGE: Pues bien, sí, sois como aquel que decía a su confesor: «El detalle es inútil, señor; excepto el asesinato y el robo, podéis estar seguro de que lo he hecho todo.»

DOLMANCÉ: Sí, señora, yo diría lo mismo, aunque con una excepción.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Cómo! ¿Libertino, os habéis permitido?...

DOLMANCÉ: Todo, señora, todo; ¿puede uno negarse a algo con mi temperamento y con mis principios?

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ay, jodamos, jodamos!... Ante estas palabras, no puedo aguantar más; ya volveremos sobre ello, Dolmancé; pero, para añadir mayor fe a vuestras confesiones, quiero oírlas únicamente con la cabeza fría. Cuando la tenéis tiesa os gusta decir horrores, y quizá nos dierais ahora por verdades los libertinos prodigios de vuestra imaginación inflamada.
(Se colocan.)

DOLMANCÉ: Espera, caballero, espera; yo mismo seré quien la introduzca; pero previamente, y por ello pido perdón a la hermosa Eugenia, tiene que permitirme azotarla para ponerla a punto.
(La azota.)

EUGENIA: Os aseguro que esta ceremonia es inútil... Decid, más bien, Dolmancé, que satisface vuestra lujuria; pero al proceder a ella, os suplico que no finjáis que hacéis algo por mí.

DOLMANCÉ,
que sigue azotándola
: ¡Ah, ya me daréis noticias dentro de poco!... No conocéis el imperio de este preliminar... ¡Vamos, vamos, bribonzuela, seréis fustigada!

EUGENIA: ¡Oh, cielos! ¡Con qué empeño golpea!... ¡Mis nalgas están ardiendo!... Pero ¡me hacéis daño, de veras!...

SRA. DE SAINT-ANGE: Voy a vengarte, amiga mía; voy a devolvérselo.
(Y azota ella a Dolmancé.)

DOLMANCÉ: ¡Oh! ¡Muchísimas gracias! Sólo un favor le pido a Eugenia: que me deje azotarla con la misma cuerda con la que yo deseo que me azoten; ya veis que sigo en esto la ley de la naturaleza; pero esperad, arreglémoslo mejor: que Eugenia se suba a vuestros lomos, señora; se agarrará a vuestro cuello, como esas madres que llevan a sus hijos a la espalda; así tendré dos culos al alcance de mi mano; los zurraré juntos; el caballero y Agustín me lo devolverán golpeando los dos juntos a la vez mis nalgas... Sí, así es... ¡Ay, ya estamos!... ¡Qué delicia!

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