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Authors: Marqués de Sade

Filosofía en el tocador (17 page)

BOOK: Filosofía en el tocador
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Franceses, vosotros daréis los primeros golpes; vuestra educación nacional
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hará el resto; pero pongámonos pronto a la tarea; que se convierta en uno de vuestros cuidados prioritarios; que tenga ante todo por base esa moral esencial, tan descuidada en la educación religiosa. Reemplazad las tonterías deíficas, con que fatigáis los jóvenes órganos de vuestros hijos, por excelentes principios sociales; que en lugar de aprender a recitar fútiles plegarias que tendrán a gloria olvidar cuando tengan dieciséis años, sean instruidos en sus deberes para con la sociedad; enseñadles a amar las virtudes de que apenas les hablabais antaño y que, sin vuestras fábulas religiosas, bastan para su felicidad individual; hacedles sentir que esa felicidad consiste en hacer a los demás tan afortunados como nosotros mismos deseamos serlo. Si colocáis esas verdades sobre las quimeras cristianas, como antaño cometíais la locura de hacerlo, apenas hayan reconocido vuestros alumnos la futilidad de las bases, harán derrumbarse el edificio y se convertirán en malvados sólo porque creerán que la religión que han derribado les prohibía serlo. Haciéndoles sentir en cambio la necesidad de la virtud únicamente porque su propia felicidad depende de ella, serán personas honestas por egoísmo, y esta ley que rige a todos los hombres será siempre la más segura de todas. Evítese, por tanto, con el mayor cuidado, mezclar ninguna fábula religiosa a esta educación nacional. No perdamos nunca de vista que son hombres libres lo que queremos formar y no viles adoradores de un dios. Que un filósofo sencillo enseñe a estos nuevos alumnos las sublimidades incomprensibles de la naturaleza, que les pruebe que el conocimiento de un dios, muy peligroso a menudo para los hombres, jamás sirve a su felicidad, y que no serán más felices admitiendo como causa de lo que no comprenden algo que comprenden aún menos; que es mucho menos esencial entender la naturaleza que gozar de ella y respetar sus leyes; que estas leyes son tan sabias como simples; que están escritas en el corazón de todos los hombres y que basta con preguntar a ese corazón para discernir sus impulsos. Si quieren que por encima de todo les habléis de un creador, responded que, habiendo sido siempre las cosas lo que son, no habiendo tenido comienzo jamás y no debiendo tener nunca fin, le resulta tan inútil como imposible al hombre poder remontarse a un origen imaginario que no explicaría nada y que nada cambiaría. Decidles que es imposible para los hombres tener ideas verdaderas de un ser que no actúa sobre ninguno de nuestros sentidos.

Todas nuestras ideas son representaciones de objetos que nos llaman la atención; ¿cuál puede representarnos la idea de Dios, que evidentemente es una idea sin objeto? Una idea semejante, añadiréis, ¿no es tan imposible como los efectos sin causa? Una idea sin prototipo ¿es algo más que una quimera? Algunos doctores, proseguiréis, aseguran que la idea de Dios es innata, y que los hombres tienen esa idea desde el vientre de su madre. Pero esto es falso, añadiréis; todo principio es un juicio, todo juicio es el efecto de la experiencia, y la experiencia sólo se adquiere mediante el ejercicio de los sentidos; de donde se sigue que los principios religiosos no se refieren evidentemente a nada y no son en modo alguno innatos. ¿Cómo, proseguiréis, ha podido persuadirse a seres razonables de que la cosa más difícil de comprender era la más esencial para ellos? Es que les han asustado mucho; es que, cuando se tiene miedo, se cesa de razonar; es que, sobre todo, les han recomendado desconfiar de su razón, y, cuando el cerebro está turbado, se cree todo y no se analiza nada. La ignorancia y el miedo, seguiréis diciéndoles, he ahí las dos bases de todas las religiones. La incertidumbre en que el hombre se encuentra en relación a su Dios es precisamente el motivo que lo vincula a su religión. El hombre tiene miedo, tanto fisico como moral, en las tinieblas; el miedo se vuelve habitual en él y se convierte en necesidad; creería que le falta algo si no tuviera nada que esperar o que temer.
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Volved luego a la utilidad de la moral: dadles sobre ese gran tema muchos más ejemplos que lecciones, muchas más pruebas que libros, y haréis buenos ciudadanos; haréis buenos guerreros, buenos padres, buenos esposos; haréis hombres tan unidos a la libertad de su país que ninguna idea de servidumbre podrá presentarse ya a su espíritu, que ningún terror religioso vendrá a turbar su genio. Entonces el verdadero patriotismo estallará en todas las almas; reinará con toda su fuerza y con toda su pureza, porque se convertirá en el único sentimiento dominante, y ninguna idea extraña debilitará su energía; entonces, vuestra segunda generación está segura y vuestra obra, consolidada por ella, se convertirá en ley del universo. Pero si, por temor o pusilanimidad, no son seguidos estos consejos, si se deja subsistir las bases del edificio que se había creído destruir, ¿qué ocurrirá? Se volverá a construir sobre esas bases, y se colocarán en ellas los mismos colosos, con la cruel diferencia de que esta vez serán cimentadas con tal fuerza que ni vuestra generación ni las que la sigan lograrán derribarlas.

Que nadie dude de que las religiones son la cuna del despotismo; el primero de todos los déspotas fue un sacerdote; el primer rey y el primer emperador de Roma, Numa y Augusto, se asocian uno y otro al sacerdocio; Constantino y Clodoveo fueron antes abades que soberanos; Heliogábalo fue sacerdote del Sol. Desde todos los tiempos, en todos los siglos, hubo entre el despotismo y la religión tal conexión que está demostrado de sobra que, al destruir al uno, se debe zapar al otro, por la sencilla razón de que el primero servirá siempre de ley al segundo. No propongo, sin embargo, ni matanzas ni deportaciones: todos estos horrores están demasiado lejos de mi alma para osar concebirlos un minuto siquiera. No, no asesinéis, no desterréis: esas atrocidades son propias de los reyes o de los malvados que los imitaron; no será obrando igual que ellos como obligaréis a sentir horror por quienes las ejercían. Sólo hemos de emplear la fuerza contra los ídolos; basta con ridiculizar a quienes los sirven; los sarcasmos de Juliano perjudicaron más a la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón. Sí, destruyamos para siempre toda idea de Dios y hagamos soldados de sus sacerdotes; algunos lo son ya; que se vinculen a este oficio tan noble para un republicano, pero que no vuelvan a hablar ni de su ser quimérico ni de su religión fabuladora, único objeto de nuestros desprecios. Condenemos a ser escarnecido, ridiculizado, cubierto de barro en todas las encrucijadas de las mayores ciudades de Francia, al primero de esos benditos charlatanes que venga a hablarnos todavía de Dios o de religión; una prisión perpetua será la pena que caiga sobre quien incurra dos veces en las mismas faltas. Que las blasfemias más insultantes, las obras más ateas sean autorizadas plenamente en seguida, a fin de acabar de extirpar en el corazón y en la memoria de los hombres esos terribles juguetes de nuestra infancia; que se saque a concurso la obra más capaz de iluminar por fin a los europeos en materia tan importante, y que un premio considerable, discernido por la nación, sea recompensa de quien, habiendo dicho todo, habiendo demostrado todo sobre esta materia, deje a sus compatriotas una guadaña para derribar todos esos fantasmas y un corazón recto para odiarlos. En seis meses todo habrá acabado: vuestro infame Dios será nada; y esto sin dejar de ser justo o celoso de la estima de los demás, sin cesar de temer la espada de las leyes, sin dejar de ser honesto, porque se habrá comprendido que el verdadero amigo de la patria no debe ser arrastrado por quimeras, como el esclavo de los reyes; que no es, en una palabra, ni la esperanza frívola de un mundo mejor, ni el temor a males mayores que los que nos envía la naturaleza, lo que debe conducir a un republicano, cuya única guía es la virtud, como el remordimiento su único freno.

Las costumbres

Tras haber demostrado que el teísmo no conviene en modo alguno a un gobierno republicano, me parece necesario probar que a las costumbres francesas tampoco les conviene más. Este artículo es esencial, sobre todo porque son las costumbres las que van a servir de motivos a las leyes que han de promulgarse.

Franceses, sois demasiado ilustrados para no daros cuenta de que un gobierno nuevo va a necesitar costumbres nuevas; es imposible que el ciudadano de un Estado libre se comporte como el esclavo de un rey déspota; las diferencias de sus intereses, de sus deberes, de sus relaciones entre sí, determinan de un modo absolutamente distinto su comportamiento en el mundo; una multitud de pequeños errores, de pequeños delitos sociales, considerados muy esenciales bajo el gobierno de los reyes, que debían exigir tanto más cuanto que necesitaban imponer frenos para hacerse respetables o inabordables a sus súbditos, van a anularse aquí; otras fechorías, conocidas bajo los nombres de regicidio o de sacrilegio, bajo un gobierno que no conoce ya ni reyes ni religiones deben desaparecer asimismo en un Estado republicano. Tras conceder la libertad de conciencia y la de prensa, pensad, ciudadanos, que con un poco más ha de concederse la de acción, y que salvo aquello que choca directamente a las bases del gobierno, os quedan muchos menos crímenes que poder castigar, porque en la práctica hay muy pocas acciones criminales en una sociedad cuyas bases se fundan en la libertad y la igualdad; pesando y examinando bien las cosas, sólo es verdaderamente criminal aquello que la ley reprueba; porque, al dictarnos la naturaleza tantos vicios como virtudes en razón de nuestra organización, o más filosóficamente aun, en razón de la necesidad que tiene de unos y de otras, cuanto ella nos inspira se convertiría en medida muy insegura para regular con precisión lo que está bien o lo que está mal. Pero para desarrollar mejor mis ideas sobre un tema tan esencial, vamos a clasificar las diferentes acciones de la vida del hombre que hasta ahora se ha convenido denominar criminales, y luego las mediremos con los verdaderos deberes de un republicano. Desde tiempos inmemoriales los deberes del hombre han sido considerados bajo las tres relaciones distintas siguientes:

1. Aquellos que su conciencia y su credulidad le imponen para con el Ser Supremo.

2. Aquellos que está obligado a cumplir con sus hermanos.

3. Por último, aquellos que sólo tienen relación con él.

La certeza en que debemos estar de que ningún dios ha tenido nada que ver con nosotros y de que, criaturas necesitadas de la naturaleza como las plantas y los animales, estamos aquí porque era imposible que dejáramos de estar, esa certeza aniquila de un solo golpe, como puede verse, la primera parte de estos deberes, es decir de aquellos por los que nos creemos falsamente responsables para con la divinidad, todos ellos conocidos bajo los nombres vagos e indefinidos de impiedad, sacrilegio, blasfemia, ateísmo, etc., todos aquellos, en una palabra, que Atenas castigó tan injustamente en Alcibíades y Francia en el infortunado La Barre.
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Si hay algo extravagante en el mundo es ver a los hombres, que no conocen a su dios y lo que ese dios pueda exigir más que según sus limitadas ideas, querer, sin embargo, decidir sobre la naturaleza de lo que contenta o desagrada a ese ridículo fantasma de su imaginación. Por eso no me limitaría a permitir con indiferencia todos los cultos; desearía que fuéramos libre de reírnos o burlarnos de todos; que los hombres, reunidos en un templo cualquiera para invocar al Eterno según su gusto, fuesen vistos como comediantes en una escena, de cuya representación cada cual puede ir a reírse. Si no veis las religiones desde este enfoque, pronto adquirirán la seriedad que las vuelve importantes, protegerán pronto las opiniones, y en cuanto vuelva a discutirse sobre las religiones, volverán a pelearse por las religiones;
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la igualdad, aniquilada por la preferencia o la protección otorgada a una de ellas, desaparecerá pronto del gobierno, y de la teocracia reedificada nacerá pronto la aristocracia. Por eso nunca podrá repetirse demasiado: nada de dioses, franceses, nada de dioses, si no queréis que su funesto imperio nos vuelva a sumir pronto en todos los horrores del despotismo; pero sólo burlándoos de ellos los destruiréis; todos los peligros que conllevan renacerán al punto en tropel si ponéis en ello capricho o importancia. No derribéis su ídolos con cólera; pulverizadlos jugando, y la opinión caerá por sí misma.

Creo que basta esto para demostrar sobradamente que no debe promulgarse ninguna ley contra los delitos religiosos, porque, quien ofende una quimera, nada ofende, y sería la última inconsecuencia castigar a quienes ultrajan o desprecian un culto cuya prioridad sobre los demás nada demuestra con evidencia; sería necesariamente adoptar un partido e influir, desde entonces, sobre la balanza de la igualdad, primera ley de vuestro nuevo gobierno.

Pasemos a los segundos deberes del hombre, a los que lo vinculan a sus semejantes; esta clase es, indudablemente, la más extensa.

La moral cristiana, demasiado vaga en las relaciones del hombre con sus semejantes, sienta bases tan llenas de sofismas que resulta imposible admitirlas, porque cuando se quiere edificar principios hay que guardarse mucho de darles sofismas por base. Esa absurda moral nos dice que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Nada sería probablemente más sublime si fuera posible que lo falso pudiese llevar alguna vez los caracteres de la belleza. No se trata de amar a los semejantes como a uno mismo, puesto que eso va contra todas las leyes de la naturaleza y puesto que sólo su órgano debe dirigir todas las acciones de nuestra vida; se trata únicamente de amar a nuestros semejantes como a hermanos, como a amigos que la naturaleza nos da, y con los que debemos vivir tanto mejor en un Estado republicano cuanto que la desaparición de las distancias debe necesariamente estrechar los lazos.

Que la humanidad, la fraternidad, la beneficencia nos prescriban según esto nuestros deberes recíprocos, y cumplámoslos cada uno con el sencillo grado de energía que en este punto nos ha dado la naturaleza, sin censurar y sobre todo sin castigar a quienes, más fríos o más atrabiliarios, no sienten en estos lazos, pese a ser tan conmovedores, todas las dulzuras que los demás encuentran; porque hay que convenir que sería un absurdo palpable querer prescribir leyes universales; este proceder sería tan ridículo como el de un general del ejército que quisiera que todos sus soldados fueran vestidos con un traje hecho a la misma medida; es una injusticia espantosa exigir que hombres de caracteres desiguales se plieguen a las leyes generales: lo que a uno le va, a otro no le va.

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