—Hay poco tiempo —dijo—, así que seré breve. ¿Quiere volver a Inglaterra sano y salvo con su esposa?
La respuesta sincera constituía una falta de alta traición, y ese conocimiento debió reflejarse en mi cara, porque el pequeño Fankanonikaka saltó rápidamente. Mostraba a las claras su agitación el hecho de que hablara no en fluido francés, sino en su bastardo inglés.
—No estar asustado, no alarma, todo bien, Flashman. Amigos aquí, queriéndole, decir verdad, como buenos compañeros, ¿verdad?
Si el propio hijo de la reina y su secretario y ministro de confianza estaban en aquello, fuera lo que fuese, no había motivos para mentir.
—Sí —dije yo, y el príncipe suspiró con alivio, y rompió a hablar torrencialmente en malgache, pero Laborde le detuvo.
—Perdón, Alteza, no debemos perder tiempo —se volvió de nuevo hacia mí—. Ha llegado el momento de derrocar a la reina. Todos nosotros, los que ve aquí, estamos de acuerdo en ello. No estamos solos; hay otros, amigos de confianza, que están con nosotros. Tenemos un plan... simple, efectivo, que no implica derramamiento de sangre, por el cual Su Majestad será relevada del poder, y Su Alteza coronado en su lugar. Él le da su real palabra de que a cambio de su fiel servicio en esto, les concederá la libertad a usted y a su esposa, y les devolverá a su país —hizo una pausa, sus palabras habían salido en un rápido e incisivo chorro, pero ahora hablaba lentamente—. ¿Se unirá a nosotros?
¿Podía ser una trampa? ¿Algún diabólico plan de Ranavalona para probar mi lealtad? Ella era lo bastante diabólica como para ser capaz de ello. La cara de Laborde no expresaba nada; Fankanonikaka asentía con la cabeza, como queriendo que aceptara. Miré al príncipe, y la anhelante expresión de sus oscuros ojos me convenció... Estaba ya bastante sobrio, y tan asustado como cualquier cobarde decente tiene derecho a estar. Podía ser peligroso aceptar, pero cuando noté la oscura presencia de Rakohaja junto a mí me dije que sería fatal rehusar.
—¿Qué quieren que haga? —dije. ¡Por mi vida!, no podía ver para qué me necesitaban a mí, a menos que me quisieran para estrangular a la vieja en el baño (me eché a temblar al pensarlo), pero no, no podía ser eso... «no habrá derramamiento de sangre», había dicho Laborde...
—Necesitamos a alguien —continuó Laborde, como si me hubiera estado leyendo el pensamiento— que tenga la confianza de la reina, que esté enteramente por encima de toda sospecha, aunque con el poder suficiente para disponer que las fuerzas armadas sean incapaces de protegerla. Alguien que pueda asegurar que cuando llegue el momento, su regimiento de guardias hovas no sea capaz de intervenir. Los guardias dentro de palacio pueden ser reducidos fácilmente... a condición de que no haya refuerzos que les ayuden. Ésa es la clave de todo el plan. Y usted la tiene en su mano.
En ese momento se mezclaban tantas ideas y miedos en mi mente que no pude dar una respuesta coherente. La perspectiva de la libertad, de escapar de la monstruosa Popea y su espantoso país... me hacía temblar por la excitación ante una idea como esa. Pero Laborde tenía que estar loco, porque ¿qué podía hacer yo con aquellos infelices soldados? Podía ser Dios todopoderoso en el campo de entrenamiento, diciéndoles dónde poner sus torpes pies, pero no tenía autoridad fuera de eso. Su plan podía ser de primera, y yo estaba dispuesto a todo, mientras pudiera mantenerme a salvo de todo daño... ¡pero la idea de
hacer
algo! Un asomo de sospecha en aquellos terribles ojos...
—¿Cómo puedo hacer eso? —tartamudeé yo—. Quiero decir que no tengo poder. El general Rakohaja puede ordenar...
—No posible, no gustar a la reina, todos pensando mal del general, matado sin duda alguna —Fankanonikaka agitaba las manos, y la profunda voz de Rakohaja sonó detrás de mí.
—Si yo o cualquier otro noble intentamos llevar a los guardias hovas a más de un kilómetro de la ciudad, la reina sospecharía de inmediato. Y no tengo que decirle qué suele pasar con sus sospechas. Se intentó una vez antes, y el general Betimseraba sufrió una agonía de días, sin brazos, sin piernas y sin ojos, colgado en una piel de búfalo en Ambohipotsy. Él estaba conspirando, como estamos haciendo nosotros ahora, pero no fue cuidadoso. Olvidó que hay espías de la reina en todos los rincones, espías que ni siquiera Fankanonikaka conoce. Y todo lo que hizo él fue intentar enviar dos compañías de la guardia a Tamitave. No se pudo probar nada..., pero falló el
tanguin...
y murió.
—Pero... pero yo... no puedo llevarme a los guardias...
—Ya lo ha hecho dos veces —era Andriama, que hablaba por primera vez—. ¿No les llevó a hacer marchas de entrenamiento, una de dos días y la otra de tres? Nadie dijo nada; no se molestó a la reina. Lo que levantaría una sospecha inmediata si lo hiciera un noble de quien la reina está celosa (y está enfermizamente celosa de todos nosotros) puede ser fácilmente cumplido por el sargento general, que es sólo un esclavo, y bien amado por la reina.
Fankanonikaka asentía con ansiedad; sus labios parecían enmarcar las palabras «mete-y-saca». Yo me sentía desfallecer al pensar en el peligro que ya había corrido, sin darme cuenta de ello.
—¿No lo comprende? —dijo Laborde—. ¿No comprende que desde el momento en que le vi en el mercado de esclavos, hace meses, hemos estado conspirando, Fankanonikaka y yo, para colocarle en una posición en la que pudiera hacer esto? La reina confía en usted... porque no tiene razón alguna para sospechar ya que es sólo un extranjero perdido. Piensa en usted sólo como en el esclavo que le entrena las tropas... y como amante. Usted sabe lo precavidamente que hemos procedido para que ningún atisbo de sospecha pudiera comprometerle; Su Alteza ha mantenido a salvo a su esposa, a salvo incluso de los ojos y oídos de los espías de su madre. Llevamos mucho tiempo esperando... ¡Oh, mucho antes de que usted llegara a Madagascar! Ésta no es la primera vez que conspiramos...
—¡Ella está loca! —explotó el príncipe—. Usted sabe que está loca... y es terrible... ¡Una mujer sanguinaria! Es mi madre y... y... —estaba temblando y se retorcía las manos—. No quiero llegar al trono por codicia ni por poder. Quiero salvar a este país... ¡salvarnos a todos nosotros, antes de que ella nos destruya completamente o atraiga la venganza del mundo entero contra nosotros! Y ella lo hará... ¡lo hará! ¡Las potencias no se quedarán quietas siempre! —miró desde Laborde a Rakohaja y otra vez a Laborde—. ¡Lo sabe! ¡Todos nosotros lo sabemos!
Yo no podía entenderlo, hasta que Laborde lo explicó.
—Usted no está solo, Flashman. El mes pasado un bergantín llamado
Mane Laure
embarrancó cerca de Tamitave; su capitán, un tal Jacob Heppick, un norteamericano, fue cogido y vendido como esclavo, como usted. Yo hice que lo compraran por mediación de unos amigos. —De repente suspiró—. Hay cinco esclavos europeos que he comprado secretamente este año para salvarlos de lo peor; náufragos, desgraciados como usted y su mujer. Están escondidos con amigos míos. Pero ha habido investigaciones por parte de sus gobiernos, preguntas que la reina ha respondido con insultos y amenazas. Ella ha sido incluso tan idiota como para extorsionar a los pocos comerciantes extranjeros que paran aquí... ha raptado hombres de los barcos y les ha obligado a hacer trabajos forzados, virtualmente esclavizados. ¿Durante cuánto tiempo soportarán esto Francia, Inglaterra y Norteamérica?
»Incluso ahora —se inclinó hacia adelante, palmeándome la rodilla—, hay un barco de guerra británico en aguas de Tamitave, cuyo comandante ha enviado una protesta a la reina. Ella la rechazará, como hace siempre, ¡y quemará vivos a otro centenar de cristianos para mostrar su desprecio a los extranjeros! ¿Cuánto tiempo pasará antes de que un barco de guerra británico se transforme en una escuadra, que desembarque un ejército, que éste marche sobre Antan y la expulse del trono? ¿Cree ella acaso que Londres y París lo soportarán todo siempre?
«¿Y qué demonios tiene de malo todo eso?», estuve a punto de estallar. Nunca había oído nada tan maravilloso en mi vida... Dios, pensar en los regimientos británicos y los casacas azules asaltándola en su asquerosa capital, ahorcándola, con un poco de suerte... Luego se me ocurrió que aquellos caballeros malgaches quizá no viesen aquella perspectiva con demasiado entusiasmo. No les gustaría ser otro dominio británico o francés, eso no, pero dejemos que el buen rey Rakota suba al trono y se comporte como un ser civilizado, y las potencias serán lo bastante felices para dejarles tranquilos a él y a su país. Así que por eso estaban todos tan ansiosos de librarse de mamá, antes de que ella provocase una invasión. Pero, ¿qué le importaba todo aquello a Laborde?, ¿acaso era malgache? No, pero era un francés intrigante, y no le gustaba que ondease la Union Jack en Antan más que a los otros. No se había metido en política por nada, ya saben.
—¡Ella nos destruirá! —gritó de nuevo Rakota—. Nos llevará a la guerra... y, en su locura, no hay horror que ella no...
—No, Alteza —dijo Rakohaja—. Ella no lo conseguirá... porque nosotros no le dejaremos. Esta vez tendremos éxito.
—¿Entiende —dijo Laborde dirigiéndose a mí— lo que hay que hacer? Debe enviar a los guardias a una marcha hacia el Ankay, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Nada más que eso. Una marcha de entrenamiento que dure tres días, al mando de sus oficiales inmediatos, como de costumbre.
—Eso dejará los regimientos de Teklave y Antaware en Antan —intervino Rakohaja—. No harán nada; sus generales estarán con nosotros en cuanto se vea que nuestro golpe tiene éxito.
—Actuaremos la segunda noche después de que los guardias se hayan ido —añadió Andriama—. Yo estaré al servicio de la reina. Tendré a treinta hombres en palacio. A una señal dada, la tomarán como prisionera y dispondrán de sus guardias en el interior del palacio, si es necesario. El general Rakohaja asumirá el mando de los regimientos menores, y con el señor Fankanonikaka podremos proclamar al nuevo rey. Esto deberá hacerse en una hora... Cuando lleguen noticias del golpe a los guardias hovas en Ankay, será demasiado tarde. El entusiasmo del pueblo garantizará nuestro éxito...
—Ellos se unirán a mí —dijo Rakota entusiasmado—. Verán por qué estoy haciendo esto, que seré un libertador y...
—Sí, Alteza —cortó Rakohaja—, puede confiar en nosotros para todo eso.
No pude evitar darme cuenta de que trataban a Rakota de una manera bastante campechana para ser su futuro monarca; no pude evitar tampoco preguntarme quién gobernaría realmente Madagascar. Pero aquello eran naderías. Mi mente daba vueltas y vueltas en el torbellino que ellos habían despertado. No eran malos conspiradores, y yo apenas tuve tiempo de recuperar el aliento. Lo tenían todo pensado... pero, demonios, ¡era un riesgo tremendo! Supongamos que algo salía mal, como ya había pasado una vez, como dijeron. El simple pensamiento de la venganza que podía tomar Ranavalona hacía que me zurrearan las tripas... y yo estaría en medio de todo el fregado. Sentía ganas de llorar al pensar que había un barco de guerra británico, en aquel mismo momento, a menos de cuatro días de distancia. ¿Había alguna forma de que yo pudiera...? No, aquello no estaba previsto. ¿Y si Laborde no podía llevar a buen término sus propósitos? ¿Y si la reina se enteraba de algo? Ella tenía espías... incluso miré con sospecha al propio Fankanonikaka, preguntándome... Quién sabe... ella podía haber penetrado en aquella conspiración ya... Ella podía estar anticipándose ya con fruición esperando su momento. Pensé en los horribles pozos, y en el tipo que gritaba ante su trono, con el brazo abrasado...
—¿Entonces está con nosotros? —preguntó Laborde, y me di cuenta de que todos me estaban mirando: Fankanonikaka, con los ojos como platos, ansioso y asustado; el príncipe casi suplicante, Andriama y Rakohaja ceñudos, Laborde con la cabeza echada hacia atrás, sopesándome. En el silencio de la pequeña casita de verano podía oír todavía, débilmente, los sones de la música distante. Flotaba una pregunta absurda, inútil en mi mente... pero por absurda que fuera, tenía que hacerla, aunque la respuesta podía tranquilizar un poco mis terrores.
—¿Están seguros de que la reina no sospecha ya algo? —dije—. He oído que hay treinta hombres metidos en esto... ¿Cómo saben que no hay ningún espía entre ellos? Esos dos centinelas de ahí fuera...
—Uno de los centinelas —dijo Andriama— es mi hermano. El otro, mi amigo más querido. Los treinta hombres que conduciré son hombres de la selva... al margen de la ley, bandidos, personas sobre las que pesa la sentencia de muerte. Se puede confiar en ellos, porque si nos traicionan, se unirán a nosotros en los pozos.
—Ni la reina ni el canciller Vavalana sospechan —añadió Rakota rápidamente—. Estoy seguro de ello —se agitó y me miró, sonriendo esperanzadamente.
—¿Cuándo podremos irnos mi mujer y yo? —pregunté, mirándole a los ojos, pero fue Laborde quien contestó.
—Dentro de tres días. Porque usted debe enviar a los guardias a Ankay mañana, y actuaremos la noche de pasado mañana. A partir de ese momento, será libre.
«Si todavía sigo vivo», pensé. Sabía que tenía la cara roja, lo cual es signo seguro de que estoy paralizado por el terror... pero ¿qué podía hacer sirio aceptar? Ellos lo habían preparado bien, ¿verdad? No habían dejado mucho tiempo al viejo Flash para actuar en falso, si me hubiera mostrado inclinado a ello, los muy astutos. Aun así, pensaron que no haría ningún daño dejar caer un pequeño recordatorio, porque una vez el príncipe hubo pronunciado unas palabras bien escogidas para despedir nuestra pequeña reunión social y nos dispersamos silenciosamente en la oscuridad, y yo seguía mi camino de vuelta temblando hacia el patio, donde todavía estaban armando un jaleo que despertaría a los muertos, Rakohaja de repente apareció junto a mí.
—Un momento, sargento general, por favor —llevaba un cigarro de nuevo; miró a su alrededor, chupándolo, antes de continuar—: He estado vigilándole; yo no creo que usted sea un hombre tranquilo.
Sólo el cielo sabe qué es lo que podía haberle dado esa impresión. Para demostrar mi sangre fría murmuré una falsa queja.
—La calma es necesaria —dijo el gran bastardo, poniéndome una mano en el hombro—. Un hombre nervioso, en su situación, puede dejarse vencer por el miedo. Puede interpretar, absurdamente, que su interés estaría mejor servido traicionando nuestro complot ante Su Majestad —yo empecé a balbucir, pero él me cortó—. Eso sería fatal. Cualquier gratitud que la reina pudiera sentir, suponiendo que sea capaz de sentir alguna, se vería más que sobrepasada por sus celos al descubrir que su amante le ha sido infiel.
Mam'selle
Bomfomtabellilaba es una mujer atractiva, como ya ha comprobado usted. Parecía encontrarla así cuando se reunió con ella un poco antes, esta noche. La reina se sentiría muy disgustada con usted si lo supiera.