Read Fragmentos de una enseñanza desconocida Online
Authors: P. D. Ouspensky
Tags: #Autoayuda, #Esoterismo, #Psicología
Treinta o cuarenta personas solían asistir a estas reuniones. A partir de enero de 1916, G. vino con regularidad a San Petersburgo cada quince días; algunas veces traía a algunos de sus alumnos de Moscú.
G. tenía una manera propia de organizar estas reuniones que yo no comprendía bien. Por ejemplo, rara vez me autorizaba a precisar por adelantado una fecha fija. Por lo general, al final de una reunión nos enterábamos que G. regresaría a Moscú al día siguiente. Pero al llegar la mañana, comunicaba haber decidido quedarse hasta la noche. El día entero transcurría en los cafés donde él se encontraba con las personas que querían verlo. No era sino poco antes de la hora de nuestras reuniones habituales cuando me decía:
—¿Por qué no reunirse esta noche? Llame a aquéllos que quieran venir y dígales que estaremos en tal lugar."
Yo me precipitaba al teléfono, pero naturalmente a las siete o siete y media de la noche, todo el mundo estaba ya comprometido y no podía reunir sino a un pequeño número de personas.
Para aquellos que vivían fuera de San Petersburgo, en Tsarkoye, etc., les era casi siempre imposible reunirse con nosotros.
En aquel entonces no veía por qué G. actuaba así. No podía captar sus motivos. Pero luego comprendí claramente el principal de ellos. De ninguna manera quería G.
facilitar
el acercamiento a su enseñanza. Por el contrario, estimaba que no era sino sobreponiéndose a las dificultades accidentales o aun arbitrarias, como la gente podía aprender a valorarla.
—Nadie valora lo que obtiene sin esfuerzos, decía. Y si un hombre ya ha sentido algo, créame, se quedará todo el día al lado del teléfono, por si fuera invitado. O bien él mismo llamará, se desplazará, buscará noticias. Si un hombre espera ser llamado o si se informa de antemano con el fin de facilitarse las cosas, bien puede seguir esperando. Por cierto, para aquellos que no viven en San Petersburgo es difícil. Nada podemos hacer por ellos. Más tarde, quizás, tendremos reuniones en fechas fijas. Por ahora es imposible. Es necesario que la gente se manifieste y que nosotros podamos ver cómo valoran lo que han oído."
Todos estos puntos de vista y muchos más aún, permanecían a medias incomprensibles en ese entonces para mi.
Pero en general todo lo que decía G., ya sea en las reuniones o fuera de ellas, me interesaba cada vez más.
Durante una conferencia alguien hizo una pregunta sobre la reencarnación; también preguntó si se podía creer en los casos de comunicación con los muertos.
—Hay varias posibilidades, dijo G. Pero es necesario comprender que el ser de un hombre, tanto en la vida como después de la muerte -si es que existe después de su muerte- puede ser de calidad muy diferente. El «hombre máquina», para quien todo depende de influencias exteriores, a quien todo le sucede, que ahora es cierto hombre, y otro al momento siguiente, y más tarde un tercero, no tiene porvenir de ninguna clase; está enterrado y eso es todo.
No es
sino polvo y al polvo volverá. Estas palabras se aplican a él. Para que pueda haber una vida futura, del orden que sea, tiene que haber cierta cristalización, cierta fusión de cualidades interiores del hombre; tiene que haber cierta autonomía en relación a las influencias exteriores. Si hay en un hombre algo que puede resistir a las influencias exteriores, entonces esta misma cosa podrá resistir a la muerte del cuerpo físico. Pero yo les pregunto: ¿Qué es lo que podría resistir a la muerte del cuerpo físico en un hombre que se desmaya cuando se corta el dedo meñique? Si algo hay en un hombre, fuere lo que fuere, esto puede sobrevivir; pero si no hay nada, entonces nada puede sobrevivir.. Sin embargo, aún si este «algo» sobrevive, su porvenir puede ser diverso. En ciertos casos de cristalización completa, se puede producir después de la muerte lo que la gente llama una «reencarnación», y en otros casos lo que llama una «existencia en el más allá». En ambos casos la vida continúa en el «cuerpo astral» o con la ayuda del «cuerpo astral». Ustedes saben lo que significa esta expresión. Pero los sistemas que ustedes conocen, y que hablan del cuerpo astral, sostienen que
todos los hombres
poseen uno. Esto es totalmente falso. Lo que puede ser llamado «cuerpo astral» se obtiene por fusión, esto es, por medio de una lucha y de un trabajo interior sumamente duro. El hombre no nace con un «cuerpo astral». Y sólo muy pocos hombres lo adquieren. Si se forma, puede continuar viviendo después de la muerte del cuerpo físico, y puede volver a nacer en otro cuerpo físico.
Esto es «reencarnación». Si no vuelve a nacer, entonces, en el curso del tiempo, también muere; no es inmortal, pero puede vivir por mucho tiempo después de la muerte del cuerpo físico.
"Fusión y unidad interior se obtienen por «fricción», por la lucha en el hombre entre el «sí» y el «no». Si un hombre vive sin conflicto interior, si todo sucede en él sin que él se oponga, si va siempre con la corriente, por donde sopla el viento, entonces permanecerá tal cual es. Pero si comienza una ludia interior, y en especial si él sigue dentro de esta lucha una línea determinada, entonces gradualmente ciertos rasgos permanentes comienzan a formarse en él; empieza la «cristalización». Pero si la cristalización es posible sobre una base justa, lo es también sobre una base equivocada. Por ejemplo, el temor al pecado, o una fe fanática en una idea cualquiera, puede provocar una lucha terriblemente intensa entre el «si» y el «no», y un hombre puede cristalizar sobre tales bases. Pero la cristalización en este caso se realizará mal, será incompleta. En tal caso un hombre perderá toda posibilidad de desarrollo ulterior. Para que la posibilidad de un desarrollo ulterior le sea ofrecida, él deberá ser previamente «refundido», y esto no puede lograrse sino a través de sufrimientos terribles.
"La cristalización es posible sobre cualquier base. Tomen
por
ejemplo un bandolero de buena cepa, un bandolero auténtico. Yo he conocido de esos en el Cáucaso. Un bandolero tal, fusil en mano, se tenderá al borde de un camino, detrás de una roca durante ocho horas sin hacer un movimiento. ¿Podrían ustedes hacer otro tanto? Dense cuenta que una lucha se libra en él a cada instante. Tiene calor, tiene sed, las moscas lo devoran; pero no se mueve. Otro ejemplo, un monje: teme al diablo; toda la noche se golpea la cabeza contra el suelo y reza. Así se logra la cristalización. Por tales caminos las personas pueden engendrar en ellas mismas una fuerza interior enorme; pueden soportar torturas; pueden obtener todo lo que quieren. Esto significa que ahora hay en ellos algo sólido, algo permanente. Tales personas pueden llegar a ser inmortales. Pero ¿qué se ha ganado con esto? Un hombre de esta clase deviene una «cosa» inmortal —«una cosa», aunque una cierta cantidad de conciencia permanezca algunas veces en él. Sin embargo, hay que recordar que se trata aquí de casos excepcionales."
En las conversaciones que siguieron a la de esa noche, me impresionó un hecho: de todo lo que G. había dicho, nadie había comprendido la misma cosa; algunos sólo habían prestado atención a las observaciones secundarias no esenciales, y no se acordaban de nada más. Los principios fundamentales expuestos por G. habían escapado a la mayoría. Muy pocos fueron los que hicieron preguntas sobre la esencia de lo que había sido dicho. Una de estas preguntas me ha quedado en la memoria:
—Cómo puede uno provocar la lucha entre el «sí» y el »no»?
—El sacrificio es necesario, dijo G. Si nada es sacrificado, nada puede ser obtenido. Y es indispensable sacrificar lo que es precioso en el momento mismo, sacrificar mucho y sacrificar por mucho tiempo.
Sin embargo, no para siempre.
Por lo general, esto es poco comprendido —y empero nada es más importante. Los sacrificios son necesarios, pero una vez logrado el proceso de cristalización, los renunciamientos, las privaciones y los sacrificios ya no son necesarios. Un hombre puede entonces tener todo lo que quiere. Ya no hay ley para él; él es para sí mismo su propia ley."
Entre la gente que venía a nuestras reuniones se fue agrupando progresivamente un pequeño número de personas que jamás perdían una sola ocasión de escuchar a G., y que se reunían en su ausencia. Éste fue el comienzo del primer grupo de San Petersburgo.
En ese entonces, yo veía mucho a G. y comenzaba a comprenderlo mejor. Uno quedaba fuertemente impresionado por su gran simplicidad interior y por su naturalidad, que hacía olvidar completamente que él representaba para nosotros el mundo de lo milagroso y de lo desconocido. También se sentía en el con gran fuerza, la ausencia total de toda especie de afectación o de deseo de producir una impresión. Además, se le sentía plenamente desinteresado, enteramente indiferente a las facilidades y a su comodidad, y capaz de darse sin regateos a su trabajo, cualquiera que éste fuese. Le gustaba encontrarse en compañía alegre y vivaz, organizar comidas abundantes en las que eran engullidas toneladas de bebidas y de alimentos, pero en las que él casi ni bebía ni comía. Debido a esto, muchas personas se formaron la impresión de que era un glotón, que le gustaba en general la buena vida; pero a nosotros nos parecía a menudo que a propósito él buscaba crear esta impresión. Todos habíamos comprendido para entonces que él "desempeñaba un papel".
Nuestro sentimiento de su "actuar" era excepcionalmente fuerte. A menudo nos decíamos que no lo veíamos y que jamás lo veríamos. En cualquier otro hombre tanto "actuar" hubiera producido una impresión de falsedad. En él, daba una impresión de fuerza —aunque como ya lo he mencionado, no siempre era éste el caso: sucedía a veces que el "actuar" era excesivo.
Me gustaba particularmente su sentido del humor y la completa ausencia en él de toda pretensión de "santidad" o de posesión de poderes "milagrosos", aunque, como nos convencimos más tarde, poseía el conocimiento y la capacidad para crear fenómenos desusados de orden psicológico. Pero siempre se reía de la gente que esperaba milagros de él. Los talentos de este hombre eran extraordinariamente variados; sabía todo y podía hacer todo. Me contó un día que había traído de sus viajes en el Oriente una colección de alfombras entre las cuales muchas eran duplicadas, y otras sin valor artístico particular. Por otro lado, había descubierto que el precio de las alfombras era más elevado en San Petersburgo que en Moscú, y en cada uno de sus viajes traía un buen lote.
Según otra versión, simplemente compraba sus alfombras en Moscú, en la "Tolkuchka", y las traía para venderlas en San Petersburgo.
Yo no comprendía muy bien las razones de estos manejos, pero sentía que estaban conectados con la idea del "actuar".
La venta de estas alfombras era de por sí notable. G. hacía publicar un anuncio en los periódicos, lo que hacía acudir a toda clase de gente. En tales ocasiones, se le tomaba, naturalmente, como un simple comerciante caucasiano en alfombras. Tuve la ocasión de pasar horas observándolo mientras le hablaba a la gente. Vi cómo algunas veces los tomaba por sus lados débiles.
Un día que tenía prisa, o estaba cansado de hacer de mercader de alfombras, le ofreció a una dama, visiblemente rica pero avara, que había escogido una docena de bellas piezas por las que regateaba desesperadamente, todas las alfombras que había en el cuarto, por aproximadamente una cuarta parte del precio de las que ella había escogido. En el primer momento se mostró sorprendida, pero en seguida se puso de nuevo a regatear. G. sonrió; le dijo que reflexionaría y le daría su respuesta al día siguiente. Pero al día siguiente se había marchado ya de San Petersburgo, y la mujer no consiguió absolutamente nada.
Episodios de este género se repetían a menudo.
En su papel de comerciante en alfombras G. daba la impresión de un hombre disfrazado, de una especie de Haroun-al-Raschid o del hombre del "gorro que torna invisible" de los cuentos de hadas.
Un día que no me encontraba allí, vino a buscarlo un "ocultista" del tipo charlatán. El hombre era más o menos conocido en los círculos espiritistas de San Petersburgo; más tarde, bajo los bolcheviques, llegaría a ser promovido a la dignidad de Profesor. Comenzó por decir que había oído hablar mucho de G. y de su ciencia y que deseaba conocerlo.
Como él mismo me lo contó, G. asumió su papel de mercader de alfombras. Con su más fuerte acento caucasiano y en un ruso entrecortado, se puso a convencer de su error al "ocultista", afirmando que nunca había vendido otra cosa que alfombras, e inmediatamente las desplegó para hacerle comprar algunas.
El "ocultista" se marchó sin dudar de que había sido burlado por sus amigos.
—El muy pillo seguramente no tenía ni un centavo, me contó G. De otra manera lo hubiera clavado por lo menos con un par de mis alfombras."
Solía ir un persa a reparar las alfombras. Un día, encontré a G. observando con gran atención este trabajo.
—Quisiera comprender, dijo G., cómo lo hace, y hasta ahora no lo consigo. ¿Ve usted esa aguja en forma de gancho que utiliza? Todo el secreto está ahí. He querido comprársela, pero rehúsa venderla."
Al día siguiente yo había llegado más temprano que de costumbre. G. estaba sentado en el suelo, reparando una alfombra exactamente como lo hacía el persa. Alrededor de él estaban esparcidas lanas de todos colores, y se servía del mismo tipo de gancho que yo había visto en manos del persa. Era evidente que se lo había fabricado él mismo, limando la hoja de un cortaplumas de dos céntimos, y en el transcurso de una mañana había sondeado todos los misterios de la reparación de alfombras.
Aprendí mucho de él sobre las alfombras, que representaban, según me dijo, una de las formas más arcaicas del arte. Habló de las antiguas costumbres relativas a su fabricación, aún en vigor en ciertas localidades del Asia. Toda una aldea trabaja en la misma alfombra. Todos, jóvenes y viejos, se reúnen, durante las largas veladas de invierno, en una gran casa donde se reparten en grupos, sentados o de pie, de acuerdo a un orden conocido de antemano y fijado por la tradición. Entonces cada grupo comienza su trabajo. Unos sacan de la lana las piedrecillas o las astillas de madera. Otros la hacen más flexible con bastones. Un tercer grupo la peina. Un cuarto la hila. Un quinto la tiñe. Un sexto, o quizás el vigésimo sexto, teje la verdadera alfombra. Hombres, mujeres, niños, todos tienen su propio trabajo tradicional. Y desde el comienzo hasta el fin, el trabajo se acompaña con música y cantos. Las tejedoras, manipulando sus husos, bailan una danza especial y en su diversidad, los gestos de todos hacen como un único y mismo movimiento, siguiendo un único y mismo ritmo. Además, cada localidad tiene su propio aire musical, sus propios cantos, sus propias danzas, asociados desde un tiempo inmemorial a la fabricación de alfombras.