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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (11 page)

BOOK: Fuego Errante
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concentrar de nuevo su atención en la reunión.

-Todos vosotros deberéis ir allí -repetía Gereint-. Gwen Ystrat es el lugar más apropiado para lo que debemos hacer.

Diarmuid clavó los ojos en el ciego chamán durante un buen rato. Luego dijo:

-De acuerdo. Le mandaré recado a mi hermano. ¿Hay algo más?

-Sólo una cosa -dijo Levon-. Dave, tú tienes el cuerno.

El cuerno de Pendaran, que encerraba la nota que era el genuino sonido de la Luz.

-Así es -contestó Dave. Y, en efecto, el cuerno pendía de su costado.

-Bien -dijo Levon-. Así pues, si la vidente está en Paras Derval, yo quiero formar parte de la expedición de regreso. Hay algo que me gustaría intentar antes de ir a Gwen Ystrat.

Ivor se estremeció al oírlo y se volvió hacia su hijo mayor.

-Es una temeridad -dijo muy despacio-. Lo sabes perfectamente.

-No lo sé -replicó Levon-. Sólo sé que nos dieron el Cuerno de Owein. ¿Por qué no usarlo entonces?

Sus palabras eran lo bastante razonables como para acallar a su padre. Aunque, en verdad, no eran del todo ciertas.

-¿De qué estáis hablando? -preguntó el príncipe.

-De Owein -contestó Levon, y su rostro estaba resplandeciente-. Quiero despertar a los Durmientes y liberar a la Caza Salvaje.

Sus palabras sorprendieron a todos, pero sólo por un momento.

-¡Valiente diversión! -dijo Diarmuid, pero Dave vio un destello en sus ojos que era una auténtica réplica al que había en los de Levon.

Sólo Gereint fue capaz de reír, con un sonido profundo e inquietante.

-¡Valiente diversión! -repetía el chamán riéndose para sus adentros mientras no dejaba de balancearse hacia atrás y hacia adelante.

Y en ese preciso momento se dieron cuenta de que Tabor se había desmayado.

Por la mañana se había recuperado y había salido, pálido y alegre, a despedirlos. Dave hubiera preferido quedarse entre los dalreis, pero lo necesitaban por el asunto del cuerno, según parecía; además Levon y Torc tomaban parte de la expedición. Pronto estarían todos en Gwen Ystrat. Morvran era el lugar que Gereint había elegido.

Todavía seguía pensando en la risa de Gereint mientras se dirigían hacia el sur para alcanzar la carretera de Paras Derval en el punto en que bordeaba por el oeste el lago Leinan. Levon le había dicho que en circunstancias atmosféricas normales, habrían atajado por los pastizales del norte de Brennin, pero era imposible hacerlo con el hielo y la nieve de aquella anormal estación.

Kevin cabalgaba inusualmente ensimismado, con dos de los hombres de Diarmuid, uno de los cuales era aquel sobre quien había saltado la noche anterior de un modo tan estúpido. Dave ya no quería saber nada de él. Si la gente quería llamar a eso celos, que lo llamaran. Él no iba a perder tiempo en explicaciones. No estaba dispuesto a confesar a nadie que él mismo había tenido que renunciar a la muchacha en el bosque, ante la verde Ceinwen. No estaba dispuesto a contar lo que la diosa le había contestado.

«Ella es para Torc», había dicho él.

«¿Es que acaso tiene otra posibilidad de elección?», le había contestado Ceinwen, y se había echado a reír antes de desaparecer.

Este asunto sólo le concernía a él.

Por el momento, sin embargo, iba cambiando impresiones con los dos hombres a quienes consideraba sus hermanos desde la ceremonia ritual en el Bosque de Pendaran. Por fin la conversación versó sobre el momento en que, en los fangosos campos en torno a Stonehenge, Kevin había tenido que explicar a los guardas en francés y en un inglés chapurreado por qué él y Jennifer se estaban acariciando en un lugar prohibido. Había sido una representación realmente magistral que había acabado en el momento en que los cuatro se habían sentido invadidos por una repentina sensación de poder que los había empujado a la fría y oscura travesía entre los mundos.

Capítulo 6

Al tiempo que sentía remitir el ahora ya familiar frío de la travesía, Jennifer se dio cuenta de que estaba en la misma habitación de la primera vez. No había sucedido, en cambio, como en la segunda travesía, cuando ella y Paul habían cruzado con tanta violencia que habían caído de rodillas sobre los montones de nieve apilados en las calles de la ciudad.

Allí, mientras Paul, todavía aturdido, se esforzaba por ponerse en pie bajo el bamboleante letrero de El Jabalí Negro, había sentido las primeras punzadas del parto prematuro. Y entonces, mientras trataba de reconocer el lugar adonde quién sabe cómo Paul había logrado llevarlos, había acudido repentinamente a su memoria el recuerdo de una mujer que lloraba a la puerta de una tienda, cerca del césped, y le pareció ver con toda claridad lo que debía hacer. De este modo había ido a casa de Vae y había nacido Darien; y después del parto había sentido que en su interior experimentaba un enorme cambio.

Desde lo sucedido en Starkadh se había convertido en una criatura de discordes opiniones y confusas reacciones. El mundo, su mundo particular, aparecía siniestramente ensombrecido, y la posibilidad de que alguna vez pudiera volver a vivir como un simple ser humano parecía sólo una absurda abstracción sin esperanzas. Mangrim la había destrozado por completo; ¿qué sentido podía tener lo demás?

Luego Paul había ido a verla, le había contado lo que le había contado, y el tono de su voz, más que ninguna otra cosa, le había hecho vislumbrar un camino. Por muy grande que fuera el poder de Rakoth, no lo era todo, no lo podía todo; no había sido capaz de impedir que Kím acudiera en su ayuda.

Y no podía impedir que su hijo naciese.

O por lo menos así lo había creído hasta que, con una sacudida de terror, había visto en su mundo a Galadan. Y le había oído decir que iba a matarla a ella y por lo tanto también a su hijo.

Por eso le había dicho a Paul que lo maldeciría si fallaba. ¿Cómo había podido decir semejante cosa? ¿De donde habían brotado sus palabras?

Le parecía que era otra persona, una mujer totalmente distinta, y quizá lo era. Pues, desde el momento en que el niño había nacido, había recibido un nombre y había sido puesto en los mundos del Tejedor para que sirviera de respuesta a todo lo que ella había sufrido, para que fuera el hilo que ella había entretejido de un modo fortuito en la urdimbre. Desde ese precioso momento, Jennífer había contemplado con asombro qué sencillo era todo.

Ya no más discordancias ni confusiones. Nada parecía herirla; había llegado demasiado lejos. Se había sentido capaz de relacionarse con los demás, de sorprenderlos agradablemente con su amabilidad. Ya habían dejado de soplar para siempre los tormentosos vientos, ya no se oscurecería el sol nunca más. A veces le parecía que se movía a cámara lenta por un paisaje de color gris, con nubes grises sobre la cabeza; a veces, pero sólo a veces, el recuerdo del color, del sonido, llegaba hasta ella como el sordo rumor del mar en la distancia.

Y, sin duda, era agradable. No estaba curada del todo; era lo bastante inteligente para darse cuenta, pero por lo menos se encontraba mucho mejor que antes. Si ya no podía ser del todo feliz, por lo menos podía sentírse… tranquila.

La amabilidad era un inesperado regalo, una especial compensación por el amor, que había sido destrozado en Starkadh, y por el deseo, que había muerto para siempre.

Le resultaba difícil que la acariciaran; no era desagradable o hiriente, simplemente difícil, y cuando ocurría sentía que en su interior se rebelaba la frágil y atractiva persona que había sido en otro tiempo Jennifer Lowell. Incluso aquella misma noche, pocas horas antes, durante el simulacro en Stonehenge, cuando ella y Kevin habían engañado a los guardas haciéndoles creer que eran amantes galos en busca de la pagana bendición de aquellas piedras, incluso entonces le había resultado difícil sentir sobre su boca la de él poco antes de que los guardas los sorprendieran. Y no había podido evitar que él lo notara, pues no era fácil ocultarle algo a Kevín. Pero ¿cómo, desde ese apacible país gris en el que ella se movía ahora, podía decirle a un antiguo amante, y el más amable de todos, que él se había acostado con ella en Starkadh, bajo una apariencia obscena y deforme mientras de su mano cortada chorreaba una sangre negra que quemaba sus carnes? ¿Cómo explicarle que no podía olvidar ni superar lo que había ocurrido en aquel lugar?

Había dejado que la abrazara, había simulado desmayarse cuando los guardas los habían sorprendido, y luego había sonreído y había hecho pucheros, mientras, según lo acordado, Kevin prorrumpía en frenéticas e incoherentes explicaciones.

Luego se había sentido invadida por la sensación de frío, mientras Kim los sostenía, y por fin se había encontrado en esa habitación con los demás, la misma habitación que la primera vez, y también ahora era de noche.

También el tapiz era el mismo y, a la luz de las antorchas, podía distinguir con claridad el dibujo: era una magnífica representación de Iorweth, el Fundador, en el Bosque Sagrado, junto al Arbol del Verano. Jennifer, Kevin y Dave lo examinaron con atención y luego los tres, siguiendo un impulso, miraron a Paul.

Sin apenas detenerse a mirar al tapiz, Paul avanzó rápidamente hacia la puerta sin vigilancia; la otra vez había habido un guardia, Jennifer lo recordaba perfectamente, y Matt Sóren le había arrojado su cuchillo.

Esta vez, Paul dio unos pasos por el pasillo y llamó en voz baja. Se oyó un entrechocar de armas y poco después apareció en el fondo del pasillo un muchacho con aire aterrorizado; vestía unas ropas demasiado grandes para él y su mano sostenía un arco con no mucha firmeza.

-Te conozco -le dijo Paul simulando no ver el arco-. Eres Tan. Eras el paje del rey. ¿Te acuerdas de mí?

El muchacho bajó el arco.

-Sí, mi señor. Del juego del ta’bael. Eres…

El temor se leía en su rostro.

-Soy Pwyll, sí -dijo Schafer con sencillez-. ¿Es que ahora eres guardia, Tan?

-Sí, señor. Ya soy demasiado mayor para ser paje.

-Ya veo. ¿Está el soberano rey en el palacio esta noche?

-Sí, señor. ¿Quieres que…?

-¿Por qué no nos llevas ante él? -dijo Paul.

Kevin oyó, y recordó haberlo oído en otra ocasión, el crispado tono de la voz de Paul. Entre él y Aileron había surgido una innegable tensión en su última entrevista. Y al parecer subsistía todavía.

Siguieron al muchacho a través de intrincados corredores, luego bajaron un tramo de escaleras de piedras y se encontraron ante las hojas de una puerta que sólo Paul recordaba.

Tan llamó y luego se retiró; un fornido guardia, tras una rápida y vigilante ojeada, les franqueó el paso.

Paul vio que la habitación había cambiado. Habían retirado las magníficas colgaduras de los muros, y en su lugar pendían gran número de mapas y planos. También habían desaparecido los confortables sillones; había, en cambio, muchas sillas de madera y un banco muy largo.

No se veía por ningún lado el tablero de ajedrez con sus piezas magníficamente talladas. En el centro de la habitación había una mesa muy grande y, sobre ella, un enorme mapa de Fionavar. Inclinado sobre el mapa, de espaldas a la puerta, se encontraba un hombre de regular estatura, con un sencillo vestido marrón, con una chaqueta de piel sobre la camisa para defenderse del frío.

-¿Quién es, Shain? -preguntó el hombre sin dejar de mirar el mapa.

-Si te das la vuelta, podrás verlo por ti mismo -dijo Paul antes de que el guardia pudiera contestar.

Al instante, antes de que Paul hubiera acabado de hablar, Aileron se volvió. Sus ojos brillaban con la intensidad que todos recordaban.

-¡Mornir sea alabado! -exclamó el soberano rey avanzando hacia ellos. Luego se detuvo y la expresión de su rostro cambió. Los miró de hito en hito-. ¿Dónde está ella? -preguntó Aileron dan Ailell-. ¿Dónde está mi vidente?

-Está a punto de llegar -dijo Kevin acercándose un poco-. Trae con ella a alguien más.

-¿A quién? -inquirió con brusquedad Aileron.

Kevin miró a Paul, y éste respondió:

-Ya te lo dirá ella si es que lo logra. Creo que es ella quien debe decírtelo, Aileron.

El rey miró a Paul como si quisiera añadir algo más, pero luego su rostro se relajó.

-Muy bien -dijo-. ¡Tarda tanto en llegar! Y yo… tengo tanta necesidad de que esté aquí. -Luego su voz cambió-. No he estado demasiado amable, ¿verdad? Os doy la bienvenida. Tú debes de ser Jennifer.

Avanzó hacia ella, que se acordó de su hermano y de su primer encuentro. Este, por lo menos, austero y controlado, no la llamaba melocotón ni se inclinaba para besarle la mano. En lugar de eso le dijo con bastante torpeza:

-Has sufrido mucho por nuestra culpa, y lo siento. ¿Te encuentras bien ahora?

-Bastante bien -le dijo ella-. Y aquí estoy.

Los ojos de él sondearon los suyos.

-¿Por qué? -preguntó Aileron.

Era una buena pregunta que además nadie le había formulado, ni siquiera Kim. Tenía una respuesta, pero no estaba dispuesta a dársela ahora a aquel joven y brusco rey de Brenim.

-He venido de muy lejos -dijo con voz suave mirándolo con sus luminosos ojos verdes-. Resistiré lo que venga.

Un hombre más experimentado en el trato con mujeres habría sostenido la mirada de Jennifer, pero Aileron desvió la suya.

-Bien -dijo dirigiéndose hacia el mapa que había sobre la mesa-. Puedes servirme de ayuda. Tendrás que decirnos todo lo que recuerdes de Starkadh.

-¡Alto ahí! -dijo Dave Martyniuk-. Eso no está bien. Ella sufrió mucho en ese lugar y está tratando de olvidarlo.

-Necesitamos saberlo -replicó Aileron, que podía muy bien hacer frente a los hombres.

-¿Y no te importa cómo conseguirlo? –pregunto Kevin con un tono amenazador en la voz.

-En verdad, no -dijo Aileron-. Por lo menos, no en tiempos de guerra.

El silencio fue roto por Jennifer.

-Está bien -dijo-. Diré todo lo que recuerdo, pero no a ti ni a ninguno de vosotros; lo siento. Sólo hablaré de eso con Loren y Matt, pero con ninguno más.

El mago había envejecido mucho desde la última vez que lo habían visto. Las canas se entremezclaban con los pelos grises en su barba y en su cabellera, y profundas arrugas surcaban su rostro. Sin embargo, sus ojos eran los de siempre: autoritarios y compasivos a un tiempo. En cambio Matt Soren no había cambiado en absoluto; ni siquiera había perdido la mueca que pasaba por sonrisa.

Todos reconocieron en ella su auténtico significado, y después de la fría acogida de Aileron el caluroso recibimiento del mago y su fuente supuso para todos ellos el verdadero retorno a Fionavar. Cuando Matt cogió entre sus callosas manos las de Jennifer, ella rompió a llorar.

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