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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (39 page)

BOOK: Fuego Errante
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Ivor estaba en casa del chamán a la puesta de sol cuando le llegaron las noticias.

Al atardecer había ido a ver a su amigo y había permanecido con él, impotente y aterrado por lo que leía en el rostro de Gereint. El cuerpo del chamán estaba tranquilo e inmóvil sobre la estera, pero la boca se torcía con mudo terror e incluso las cuencas vacias de los ojos ofrecían testimonio de una terrible visión. Compadecido y asustado por el anciano chamán, Ivor permanecía a su lado como si en calidad de mero espectador pudiera de algún modo ayudarlo en su viaje. Ivor se daba cuenta de que el anciano se había perdido y con todo su corazón anhelaba llamarlo para que regresara a casa.

Pero, en lugar de hacerlo, se limitaba a mirarlo.

Entonces entró Cechtar.

-Levon está a punto de llegar -dijo desde la puerta-. Trae con él al duque de Rhoden y a quinientos hombres. Y hay algo más, aven.

Ivor lo miro.

La cara del fornido jinete tenía una extraña expresión.

-Dos más han llegado del norte. Aven…, son lios alfar y… ¡ oh, sal a ver sus monturas!

Nunca había visto a los lios. De todos los dalreis sólo Levon y Torc los habían visto. Y Levon también estaba de vuelta con quinientos hombres del soberano rey. Con el corazón acelerado, Ivor se levantó. Dirigió una larga mirada a Gereint y luego salió.

Levon llegaba con sus hombres desde el sudoeste; aguzando la vista pudo ver que sus siluetas se recortaban sobre el crepúsculo. Pero, en la explanada que se abría ante él, esperando tranquilamente, había dos lios alfar montados sobre sendos raithen. Ivor no había imaginado en su vida que algún día llegaría a verlos.

Ambos lios tenían los cabellos de plata y eran esbeltos, de largos dedos y grandes ojos que cambiaban de color, tal como había oído decir. Pero nada de lo que había oído habría podido hacerle imaginar su esquiva y humilde belleza y su gracia, incluso cuando permanecían inmóviles.

Por encima de todo, los raithen llamaron la atención de la estupefacta mirada de Ivor. Los dalreis eran jinetes y vivían para cabalgar. Los raithen de Daniloth eran a los caballos lo que los dioses eran a los hombres, y ante él veía dos de ellos.

Tenían el cuerpo de color dorado como el crepúsculo, pero la cabeza, la cola y las cuatro patas eran de color de plata, como el de la luna a punto de levantarse. Tenían los ojos muy azules, llenos de inteligencia, e Ivor los amó desde aquel instante con toda su alma. Sabía que a todos los dalreis les ocurría lo mismo.

Se sintió inundado por una ola de felicidad. Pero la felicidad se rompió en pedazos cuando los lios le comunicaron que un ejército de la Oscuridad se acercaba cruzando por el norte de la Llanura.

-Dimos la voz de alarma en Celidon -dijo la mujer-. Lydan y yo iremos ahora a Brennin. Alertamos al soberano señor con el cristal de llamada anoche. Ahora debe de estar en la Llanura, camino de Daniloth. Le saldremos al paso. ¿Adónde quieres que se dirija?

Ivor logró hablar en medio de un informe murmullo.

-Hacia el Adein -dijo con voz crispada-. Trataremos de vencer á las fuerzas de la Oscuridad junto al río y detenerlas hasta que llegue el soberano rey. ¿Podemos hacerlo?

-Si os ponéis en marcha ahora mismo y os dais prisa, podréis conseguirlo -dijo el lios llamado Lydan-. Galen y yo saldremos al encuentro de Aileron.

-¡Espera! -gritó Ivor-. Debéis descansar. Por lo menos los raithen deben hacerlo. Si habéis venido sin deteneros desde Danioth…

Los lios debían de ser hermanos pues se parecían mucho. Sacudieron a la vez la cabeza.

-Han tenido mil años para descansar –dijo Galen-. Los dos son de la época del Bael Rangat, y desde entonces no han corrido libremente.

La boca de Ivor se quedó muy abierta. Luego la cerró.

-¿Cuántos tenéis? -oyó que susurraba Cechtar.

-Estos dos y otros tres más. No han sido embridados desde la guerra contra Maugrim. Muchos murieron entonces y algo ha cambiado en ellos. Cuando estos cinco hayan desaparecido, ningún raithen volverá a dejar atrás al viento.

La voz de Lydan tenía acordes de nostalgia.

Ivor miró a los raithen con amarga pena.

-Id, pues -dijo-. Hacedlos correr. Que la luna brille para vosotros, y sabed que no os olvidaremos.

Como sí fueran uno, los lios levantaron las manos abiertas a modo de saludo. Luego volvieron grupas a los raithen, les dijeron algo y los dalreis vieron que dos cometas, de oro y plata, cruzaban volando la oscura Llanura.

Aileron, el soberano rey, acababa de regresar a Paras Derval desde Taerlindel. En el camino de vuelta le habían informado de que el cristal de llamada se había encendido. Acababa de dar las órdenes de partida al ejército. Pero tenían que ir muy lejos. Demasiado lejos.

En la llanura, Levon se reunió con su padre. Mabon de Rhoden estaba a su lado.

Ivor le dijo al duque:

-Habéis cabalgado durante dos días. No puedo pedirte ni a ti ni a tus hombres que nos acompañéis. ¿Protegerás a las mujeres y a los niños?

-Puedes pedir lo que debas pedir -dijo Mabon con calma-. ¿Qué puedes hacer sin mis quinientos hombres?

Ivor dudaba.

-No -dijo una voz de mujer-. No podemos permitirlo. Llévatelos a todos, aven. No debemos perder Celidon.

Ivor miró a su mujer y en su cara leyó una resolución inquebrantable.

-Tampoco podernos perder a nuestras mujeres -dijo-. Ni a los niños.

-Quinientos hombres no nos salvarán -dijo Liane, de pie, junto a su madre-. Si ellos os derrotan, quinientos hombres no nos servirán para nada. Llévatelos a todos, padre.

Tenía razón, lo sabía. Pero ¿cómo podía él dejarlos sin protección alguna? Tuvo una idea. Por un momento se amedrentó, pero luego dijo:

-¡Tabor!

-Si, padre -contestó su hijo menor dando un paso al frente.

-Si me llevo a todos, ¿podrás proteger los campamentos? ¿Vosotros dos?

Oyó suspirar a Leirh y sintió pena por ella, por todos ellos.

-Sí, padre -dijo Tabor, pálido como la luz de la luna.

Ivor se acercó a él y lo miró a los ojos. Lo sentía muy lejos de él ya.

-Que el Tejedor te proteja, querido mío -murmuro-. Que os proteja a todos vosotros.

Luego se dirigió al duque de Rhoden.

-Nos pondremos en marcha dentro de una hora -dijo- y no nos detendremos hasta llegar al Adein, a menos que nos encontremos con un ejército. Ve con Cechtar: tus hombres necesitarán caballos de refresco.

Dio órdenes a Levon y también a los reunidos auberei, que ya habían montado para llevar mensajes a las otras tribus. El campo exploró por doquier.

Encontró un momento para mirar a Leith y halló un infinito solaz en sus ojos. No hablaron. Ya se lo habían dicho todo, en uno u otro momento,

Poco menos de una hora después entrelazó los dedos entre sus cabellos y se inclinó en la silla para besarla como despedida. Ella no lloraba; su rostro mostraba calma y fuerza, como el de él. Él podía llorar con facilidad por alegría, penas domésticas o por amor, pero era el aven de los dalreis, el primero desde que le asignaron la Llanura a Revor, el que ahora se erguía en la silla rodeado por la oscuridad. En su corazón sentía la muerte, un amargo odio y la más violenta y fría resolución.

Necesitarían antorchas hasta que saliera la luna. Envió por delante a los auberei para que les iluminaran el camino. A su lado cabalgaba su hijo mayor, el duque de Rhoden y los siete jefes, todos menos el Más Anciano, que estaba en Ceidon, a donde ellos se dirigían. Tras ellos, a caballo y expectantes, iban quinientos hombres de Brennin y todos los jinetes de la Llanura, excepto uno. Se prohibió a sí mismo pensar en ese uno. Vio a Davor y a Torc y reconoció el brillo de los ojos del moreno dalrei.

Se irguió en la silla.

-¡En nombre de la luz! -gritó-. ¡Hacia Celidon!

-¡Hacia Celidon! -rugieron todos a una.

Ivor dirigió el caballo hacia el norte. Delante los auberei lo estaban mirando. Les hizo una seña con la cabeza.

Emprendieron la marcha.

En silencio, Tabor cedió el paso a los reunidos chamanes, quienes a su vez lo cedieron a su madre. Por la mañana, siguiendo las instrucciones del aven, comenzaron a trasladarse al otro lado del río, hacia el último campamento, en el confín mismo de la Llanura, donde el terreno comenzaba a ascender hacia las montañas. El río les proporcionaría una cierta protección, y las montañas, un lugar donde esconderse si fuera necesario.

Se trasladaron deprisa, sin apenas llorar, ni siquiera los más jóvenes. Tabor pidió a algunos jóvenes que lo ayudaran con Gereint, pero sintieron miedo del rostro del chamán, y en verdad no podía culparlos de eso. El mismo montó una hamaca, y pidió a su hermana que lo ayudara a trasladar a Gereint. Vadearon el río por un lugar poco profundo. Gereint no parecía darse cuenta de nada. Liane se porró muy bien y él se lo hizo saber así. Ella le dio las gracias. Cuando se hubo marchado, permaneció un rato junto al chamán en la oscura vivienda donde lo habían instalado. Pensó en el elogio que le había hecho a Liane y en las gracias que ella le había dado,y en lo mucho que había cambiado.

Más tarde, fue a ver a su madre. No surgieron problemas. Por la tarde todos estaban ya instalados en el nuevo campamento. Estaba lleno, pero como los hombres se habían marchado había sitio suficiente en un campamento construido para cuatro tribus. Todo estaba dolorosamente en silencio. Tabor cayó en la cuenta de que ni siquiera los niños reían.

Desde las laderas de la montaña, hacia el lado este del campamento, un par de ojos los vieron aquella mañana. Y mientras las mujeres y los niños de los dalreis se instalaban llenos de inquietud en el nuevo campamento, con sus pensamientos puestos en el norte, en Celidon, el espía se echó a reír. Estuvo riendo largo rato, sin que nadie lo oyera excepto las salvajes criaturas de las montañas que ni lo entendían ni se preocupaban por eso. Luego -le sobraba el tiempo- el espía se levantó y se dirigió hacia el este, para transmitir la noticia. Y todavía seguía riéndose.

Había llegado la hora en que debía ser Kim quien guiara. Habían ido cambiando de dirección después de cada descanso desde que dejaron los caballos y empezaron a escalar. Era la cuarta jornada de viaje, la tercera en las montañas. Todavía no era demasiado duro, allí, en el desfiladero. Brock le había dicho que al día siguiente sería más duro y que entonces ya estarían cerca de Khath Meigol.

Él no le había preguntado nada de lo que sucedería después.

Ella le estaba muy agradecida por su camaradería y admiraba el estoicismo con que la estaba llevando hacia un lugar más encantado que ningún otro en Fionavar. Sin embargo, había tenido fe en ella, le había creído cuando le dijo que los fantasmas de los paraikos no erraban por el desfiladero de la montaña con su maldición de sangre.

Eran los paraikos en carne y hueso quienes estaban allí, en las cavernas, vivos y prisioneros, aunque de algún modo ella aún no lo había visto.

Miró atrás. Brock caminaba animosamente tras ella, cargando con la mayoría de los pertrechos: una batalla que ella había perdido. Según parecía, los enanos eran aún más testarudos que los Ford.

-Es hora de descansar -le dijo ella-. Parece que ahí arriba hay una especie de reborde llano desde donde parte un sendero.

Empezó a trepar; un par de veces tuvo que usar las manos, pero no era demasiado difícil. Había acertado: había un reborde llano, más ancho incluso de lo que había imaginado. Un lugar ideal para detenerse a descansar.

Por desgracia, estaba ocupado.

La agarraron y amordazaron antes de que pudiera gritar. Sin sospechar nada, Brock subió tras ella y en pocos segundos ambos habían sido desarmados, ella de su daga y el de su hacha, y atados con fuerza.

Los obligaron a sentarse en medio de la meseta que poco a poco se poblaba con sus raptores.

Al cabo de un momento otra figura saltó desde el sendero por el que habían escalado. Era un hombre fornido de espesa barba negra. Era calvo, con un tatuaje verde en la frente y las mejillas, y también bajo la barba. Al darse cuenta de su presencia se echó a reír.

Nadie decía nada. Eran aproximadamente cincuenta los hombres que los rodeaban. El hombre calvo de los tatuajes avanzó con autoridad y se detuvo frente a Kim y Brock. Los miró un momento. Luego le dio al enano una violenta patada en la sien y Brock se derrumbó sangrando por el cuero cabelludo.

Kim gritó y él la golpeó en un costado. Mientras hacia esfuerzos agónicos por respirar, lo oyó reír de nuevo.

-¿Sabes -preguntó el hombre calvo a un compañero con voz gutural- lo que han hecho los dalreis allá abajo?

Kim cerró los ojos. Se preguntaba cuántas costillas tendría rotas. Y si Brock estaría muerto.

«Sálvanos», oyó dentro de su mente. Un débil canto.

«Oh, salvanos»

Durante un tiempo, Dave había considerado que aquel asunto no le concernía en absoluto. Pero luego todo había cambiado y no por una teórica toma de conciencia de los entretejidos hilos de todos los mundos. Le había hecho cambiar el recuerdo de Ivor y de Liane mientras cabalgaba hacía un año hacia Paras Derval. Después de la terrorífica explosión de la Montaña, había convivido estrechamente con Torc y Levon y había tenido lugar la batalla junto al lago de Llewen, en la que hombres que conocía muy bien habían muerto asesinados por unas repugnantes criaturas a las que no podía menos que odiar. Había encontrado unos verdaderos hermanos en el Bosque de Pendaran y, por fin, había tenido que enfrentarse con lo que le habían hecho a Jennifer.

Ahora aquélla era una guerra que le concernía a él también.

Siempre había sido un excelente atleta y se había sentido orgulloso de ello, además de haberle servido para soportar la dureza de los estudios de Derecho. Nunca había dejado de entrenarse y ejercitarse; cuando de vuelta a casa aguardaban, para regresar a Fionovar, que Loren fuera a buscarlos o que Kim encontrara por fin su sueño tan largo tiempo anhelado, había seguido entrenándose con más ahínco que antes. Se imaginaba lo que con seguridad iba a sobrevenir. Por eso Dave estaba en plena forma física, como nunca en su vida.

Pero nunca le habían dolido tanto los músculos y los huesos o se había sentido tan brutalmente exhausto. Nunca en su vida.

Habían cabalgado durante toda la noche; primero a la luz de las estrellas y luego al resplandor de la luna cuando por fin apareció. También los dos días antes los había pasado a caballo y a marchas forzadas, en el viaje desde Paras Derval. Pero esa marcha, por la que con tanta amabilidad Mabon había regañado a Levon, no era nada comparada con aquella noche a caballo con los dalreis, de camino hada el norte, guiados por el aven.

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