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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (12 page)

BOOK: Fundación y Tierra
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Una rápida mirada le informó de que Bliss iba tranquila, mostrando una visible despreocupación. Desde luego, ella sola era todo un mundo. Toda Gaia, aunque estuviese a una distancia galáctica, se hallaba envuelta en su piel. Tenía recursos a los que se podría apelar en caso de verdadera emergencia.

Pero, ¿qué había ocurrido?

Estaba claro que el funcionario de la estación de entrada, siguiendo la rutina, había enviado su informe (omitiendo a Bliss) despertando el interés de los cuerpos de Seguridad y, de todos ellos, nada menos que del Departamento de Transportes. ¿Por qué?

Gozaban de un tiempo de paz y no sabía que existiese ninguna tensión concreta entre Comporellon y la Fundación. Él era un funcionario importante de la Fundación…

¡Alto! Le había dicho al hombre de la estación de entrada, Kendray, que debía tratar de un asunto importante con el Gobierno comporelliano. Había hecho hincapié en ello para que les dejase pasar. Kendray debió de consignarlo en su informe, y quizá fuese eso lo que había despertado tanto interés.

No lo había previsto, y hubiese debido tenerlo en cuenta. Entonces, ¿dónde quedaban sus presuntos dotes de hacer siempre lo debido? ¿Estaba empezando a creer que era la caja negra que suponía Gaia… o que Gaia decía que suponía? ¿Estaba siendo conducido a un tremedal por culpa de un exceso de confianza fundado en la superstición?

¿Cómo podía haberse dejado atrapar ni por un momento en aquella locura? ¿Acaso no se había equivocado nunca en su vida? ¿Podía saber el tiempo que haría al día siguiente? ¿Había ganado grandes cantidades en juegos de azar? Las respuestas eran no, no y no.

Entonces, ¿sólo acertaba en las cosas rudimentarias? ¿Cómo podía saberlo?

¡Olvídate de esto! A fin de cuentas, el que hubiese declarado que tenía importantes asuntos de Estado… No, se había referido a la «seguridad de la Fundación»…

Bueno, el mero hecho de que estuviese allí por un asunto que afectaba a la seguridad de la Fundación, y de que hubiese llegado en secreto y sin previo aviso, tenía que haber llamado la atención… Sí, pero hasta que supiese de qué se trataba, actuarían, seguramente, con la máxima circunspección. Se mostrarían ceremoniosos y lo tratarían como a un alto dignatario. No se atreverían a secuestrarle ni a amenazarle.

Sin embargo, exactamente eso era lo que habían hecho. ¿Por qué? ¿Qué hacia que se sintiesen lo bastante fuertes y poderosos para tratar de aquella manera a un consejero de Términus?

¿Podía ser la Tierra? ¿Se trataría de la misma fuerza que ocultaba el mundo de origen con tanta eficacia, incluso contra las grandes mentalidades de la Segunda Fundación, y que ahora trataba de hacer fracasar su búsqueda de la Tierra en la primera fase de su pesquisa? ¿Era la Tierra omnisciente? ¿Omnipotente?

Trevize movió la cabeza. Ese camino le llevaba a la paranoia. ¿Iba a culpar a la Tierra de todo? Cualquier comportamiento extraño, toda torcedura en el camino, todo cambio en las circunstancias, ¿eran resultado de las secretas maquinaciones de la Tierra? Si empezaba a pensar así, estaba perdido.

En ese momento, Sintió que el vehículo reducía la velocidad, y volvió a la realidad de golpe.

Se dio cuenta de que, ni siquiera por un instante, se había fijado en la ciudad que estaba» cruzando. Y ahora miró a su alrededor, un poco desconcertado. Los edificios eran bajos, pero se hallaba en un planeta frío donde la mayoría de las estructuras serían, probablemente, subterráneas.

No vio muestra alguna de color, y eso le pareció contrario a la naturaleza humana.

Sólo de forma esporádica vio pasar a alguien, siempre bien abrigado. Pero quizá la mayoría de las personas, al igual que los edificios, se encontrasen bajo tierra.

El taxi se detuvo delante de un edificio bajo y ancho, emplazado en una depresión cuyo fondo él no alcanzaba a ver. Transcurrieron unos minutos y el vehículo continuó parado allí, con su conductor también inmóvil. El gorro alto y blanco casi tocaba el techo del coche.

Trevize se preguntó vagamente cómo se las apañaba el conductor para entrar y salir del vehículo sin que se le cayese el gorro, y después dijo, con la controlada irritación que cabría esperar de un altivo y maltratado funcionario:

—Bueno, conductor, ¿qué pasa ahora?

La versión comporelliana del cristal de separación entre conductor y pasajeros no era, en modo alguno, primitiva. Las ondas sonoras podían pasar a través de él, aunque Trevize no estaba seguro de que no pudiesen hacerlo objetos materiales impulsados por una determinada fuerza.

—Alguien vendrá a recogerles —contestó el taxista—. Continúen sentados y no se preocupen.

Mientras decía esto, aparecieron tres cabezas, subiendo lentamente de la depresión en la que el edificio se asentaba. Después, el resto de los cuerpos apareció. Estaba claro que los recién llegados ascendían en el equivalente de una escalera mecánica, pero Trevize no pudo ver, desde su asiento, los detalles de aquel aparato.

Al acercarse los tres, la portezuela del taxi se abrió y una ráfaga de aire frío entró en el vehículo.

Trevize se apeó, abrochándose el abrigo hasta el cuello. Los otros dos le siguieron; Bliss, de mala gana.

Los tres comporellianos parecían amorfos, envueltos en prendas hinchadas y probablemente calentadas eléctricamente. Trevize los despreció por ello. Aquellas ropas no resultaban útiles en Términus, y la única vez que había pedido prestado un abrigo calorífico durante el invierno, en el cercano planeta Anacreon, había descubierto que tendía a calentarse poco a poco, de manera que cuando quería darse cuenta de que el calor era excesivo, ya estaba sudando incómodamente.

Al acercarse los comporellianos, Trevize advirtió, con profunda indignación, que iban armados. Y no trataban de disimularlo, sino todo lo contrario. Cada uno de ellos tenía un arma en su funda, colgando de la prenda de vestir exterior.

Uno de los comporellianos se adelantó para colocarse frente a Trevize.

—Disculpe, consejero —dijo con voz ronca.

Y le abrió el gabán con un rudo movimiento. Con extrema rapidez pasó las manos sobre los costados, la espalda, el pecho y los muslos de Trevize. Sacudió y palpó el abrigo. Trevize se hallaba tan abrumado, confuso y asombrado que sólo cuando el hombre hubo terminado se dio cuenta de que había sido rápida y eficazmente cacheado.

Pelorat, con la cabeza baja y la boca retorcida en una mueca, sufría una ofensa similar de manos del segundo comporelliano.

El tercero se acercó a Bliss, pero ésta no esperó a que la rozase. Al menos ella sabía, de algún modo, lo que debía esperar de él, pues, se despojó del abrigo y se quedó plantada allí un momento, con sólo su ligero vestido, expuesta al viento sibilante.

—Puede usted ver que no llevo armas —dijo con una frialdad acorde con la temperatura.

Y ciertamente, cualquiera podía darse cuenta. El comporelliano sopesó el abrigo, como si así pudiese saber si contenía alguna arma (y tal vez sí que podía), y se retiró.

Bliss se puso la prenda de nuevo, arrebujándose en ella y, durante un instante, Trevize admiró su actitud. Sabía lo mucho que la joven sentía el frío, pero no había permitido que el menor temblor lo revelase, a pesar de llevar el pantalón y una blusa fina como único abrigo.

Entonces, Trevize se preguntó si, en casos de urgencia, no extraería calor del resto de Gaia.

Uno de los comporellianos hizo un gesto y los tres forasteros lo siguieron. Los otros dos comporellianos cerraron la marcha. Dos o tres transeúntes que pasaban por la calle no se detuvieron a observar lo que sucedía. O estaban demasiado acostumbrados a escenas semejantes o, y era lo más probable, sólo pensaban en llegar a su abrigado destino lo antes posible.

Trevize pudo ver que los comporellianos habían subido por una rampa móvil. Ahora, bajaron los seis por ella y cruzaron una puerta casi tan complicada como la de una nave espacial, sin duda destinada a conservar el calor interior, más que a renovar el aire.

Y, de pronto, se hallaron dentro de un gran edificio.

V. Lucha por la nave

La primera impresión de Trevize fue que se hallaba en el escenario de un hiperdrama, concretamente, el de un romance histórico de los tiempos imperiales. Era un escenario muy particular, con pocas variaciones (tal vez sólo existiese uno y era usado por todos los productores de hiperdramas), que representaban la gran ciudad-planeta de Trantor en su apogeo.

Vio los grandes espacios, las carreras de los atareados peatones, los pequeños vehículos rodando a gran velocidad por los carriles que les estaban reservados.

Trevize miró hacia arriba, casi esperando ver aerotaxis elevándose e introduciéndose en oscuros refugios abovedados, pero éstos, al menos, brillaban por su ausencia. En realidad, al cesar su asombro inicial, observó con claridad que se trataba de un edificio mucho más pequeño de lo que hubiese cabido esperar en Trantor. Sólo era un edificio y no parte de un complejo que se extendiese sin interrupción miles de kilómetros en todas direcciones.

También los colores eran diferentes. En los hiperdramas, a Trantor la presentaban siempre con colores de un chillón espantoso, y con un vestuario literalmente incómodo y nada práctico. Sin embargo, todos aquellos colorines y ringorrangos tenían un fin simbólico: indicaban la decadencia del Imperio (concepto obligatorio en aquellos días) y de Trantor en particular.

Pero, si esto era así, Comporellon parecía todo lo contrario de decadente, pues la combinación de colores que había observado Pelorat en el puerto espacial prevalecía también allí.

Las paredes estaban pintadas en tonos grises; los techos eran blancos, y las vestiduras de la población, negras, grises y blancas. De vez en cuando, se veía un traje negro por completo o, todavía más ocasionalmente, completamente gris, pero nunca todo blanco, como Trevize pudo comprobar. En cambio, los modelos eran diferentes siempre, como si las personas, al no poder usar los colores, buscasen y lograsen encontrar maneras de afirmar su individualidad.

Las caras tendían a ser inexpresivas o, si no eso, hoscas. Las mujeres llevaban los cabellos cortos; los hombres, más largos, recogidos hacia atrás en cortas coletas. Nadie miraba a los demás al cruzarse con ellos. Todos parecían llevar algo entre ceja y ceja, como si una sola idea ocupase la mente de cada cual y no dejase sitio para nada más. Hombres y mujeres vestían de manera parecida, y sólo la longitud de los cabellos, el ligero abultamiento de los senos y la anchura de las caderas marcaban la diferencia.

Los tres fueron conducidos hasta un ascensor que descendió cinco plantas. Cuando salieron de él, les acompañaron a una puerta en la que, en pequeñas y sencillas letras blancas sobre fondo gris, se leía: «Mitza Lizalor, MinTrans.»

El comporelliano que iba en cabeza tocó el rótulo, el cual se iluminó al cabo de un momento. La puerta se abrió y todos entraron.

Se encontraron en una grande y bastante vacía habitación y su desnudez servía, quizá, para indicar, con aquel derroche de espacio, el poder de su ocupante.

Dos guardias se hallaban de pie junto a la pared del fondo, inexpresivos los rostros y las miradas fijas en los que entraban. Una gran mesa ocupaba el centro de la estancia o, quizás, un poco más atrás del centro. Detrás de la mesa, hallábase la persona que debía ser Mitza Lizalor, robusta, de cara suave y ojos negros. Dos manos vigorosas y eficientes, de largos dedos de punta roma, se apoyaban sobre la mesa.

La «MinTrans» (Trevize presumió que significaba ministro de Transportes) vestía un traje gris oscuro con solapas de un blanco deslumbrante. Un doble galón blanco bajaba en diagonal desde debajo de las Solapas, cruzándose sobre el centro del pecho. Trevize pudo ver que, si bien el traje estaba cortado de manera que simulaba el abultamiento de los senos femeninos, la X blanca del galón hacía que éstos atrajesen la atención.

El ministro era indudablemente una mujer. Aunque se prescindiese de los senos, los cabellos cortos lo demostraban, y, a pesar de no ir maquillada, sus facciones lo indicaban así. Su voz también era inconfundiblemente femenina; uva voz de contralto.

—Buenas tardes —dijo—. No es frecuente que hombres de Términus nos honren con su visita. Y tampoco una mujer desconocida. —Sus ojos pasaron de uno a otro y se fijaron después en Trevize, que permanecía rígidamente en pie y con el ceño fruncido—. Además, uno de los hombres es miembro del Consejo.

—Consejero de la Fundación —dijo Trevize dando a su voz un tono vibrante—. Consejero Golan Trevize, en una misión de la Fundación.

—¿Una misión? —preguntó la ministra, arqueando las cejas.

—Una misión —repitió Trevize—. Entonces, ¿por qué se nos trata como a delincuentes? ¿Por qué hemos sido custodiados por guardias armados y traídos aquí como prisioneros? Espero que comprenda que el Consejo de la Fundación no se mostrará muy satisfecho cuando se entere de esto.

—Y en todo caso —dijo Bliss, con una voz que parecía un poco estridente en comparación con la de la otra mujer—, ¿vamos a permanecer en pie indefinidamente?

La ministra miró a Bliss con frialdad durante un largo momento; después, levantó un brazo.

—¡Tres sillas! ¡Ahora! —ordenó.

Una puerta se abrió y tres hombres, vistiendo los oscuros trajes comporellianos de rigor, llegaron, casi corriendo, con tres sillas. Las tres personas que se encontraban de pie delante de la mesa se sentaron.

—Bueno —dijo la ministra, con una sonrisa glacial—, ¿están cómodos?

Trevize pensó que no era así. Las sillas no tenían cojines, resultaban frías al tacto, de asiento y respaldo planos, completamente inadaptadas a la forma del cuerpo.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó.

La ministra consultó unos papeles que tenía sobre la mesa —se lo explicaré en cuanto esté segura de los hechos. Su nave es la
Far Star
, de Términus. ¿Es cierto, consejero?

—Sí.

La ministra lo miró.

—Yo le he dado su tratamiento, consejero. ¿Quiere usted, por cortesía, darme el mío?

—¿Será suficiente con señora ministra? ¿O tiene usted algún título honorífico?

—Ningún título honorífico, señor, y no necesita emplear dos palabras. «Ministra» es suficiente, o «señora», si la repetición le cansa.

—Entonces, mi respuesta a su pregunta es: Sí, ministra.

—El capitán de la nave es Golan Trevize, ciudadano de la Fundación y miembro del Consejo de Términus, consejero de reciente nombramiento, dicho sea de pasada. Y usted es Trevize. ¿Estoy en lo cierto, consejero?

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