Read Fundación y Tierra Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (16 page)

BOOK: Fundación y Tierra
13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ella sonrió, todavía soñolienta, y Trevize temió por un momento que sugiriese una repetición de sus actividades; pero sólo se dio la vuelta para ponerse boca arriba.

—Te juzgué correctamente desde el principio —murmuró, con voz satisfecha—. Sexualmente, eres un rey.

—Hubiese tenido que ser más moderado —repuso Trevize, y trató de parecer modesto.

—Tonterías. Lo hiciste muy bien. Temía que hubieses agotado tus fuerzas con esa joven, aunque me aseguraste que nada habías tenido nada que ver con ella. Es verdad, ¿eh?

—¡A ti qué te parece? ¿He actuado como un varón saciado, siquiera a medias?

—No, claro que no. —Y rio estrepitosamente.

—¿Piensas todavía en las Sondas Psíquicas?

—¿Estás loco? —rio ella de nuevo—. ¿Cómo querría perderte ahora?

—Sin embargo, sería mejor que me perdieses por un tiempo…

—¿Qué? —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Si me quedase aquí de un modo permanente, mi…, querida mía cuánto tiempo tardaría la gente en empezar a observamos y a murmurar? En cambio, si siguiese adelante con mi misión, tendría que regresar periódicamente para informarte, y, entonces, sería natural que permaneciésemos juntos durante un tiempo… Y mi misión es importante.

Ella reflexionó rascándose distraídamente la cadera derecha.

—Creo que tienes razón —dijo después—. Me fastidia esta idea…, Creo que estás en lo cierto.

—Y no debes pensar que no volveré —añadió Trevize—. No soy tan insensato como para olvidar lo que estará esperándome aquí.

Ella sonrió, le acarició la mejilla y dijo, mirándole a los ojos:

—¿Te ha resultado agradable, amor mío?

—Mucho más que agradable, querida.

—Sin embargo, tú eres de la Fundación. Un hombre de Términus en la flor de la juventud. Debes estar acostumbrado a toda clase de mujeres, llenas de habilidad…

—Nunca conocí a ninguna, a ninguna, que pudiese compararse contigo ni remotamente —dijo Trevize, con una energía que nada le costó, pues, a fin de cuentas, decía la verdad.

—Bueno, si tú lo dices… —murmuró amablemente Lizalor—. Sin embargo, genio y figura hasta la sepultura, ¿sabes?, y no puedo confiar en la palabra de un hombre sin que me dé alguna garantía. Tú y tu amigo Pelorat podréis salir para desempeñar vuestra misión, en cuanto me digas cuál es y yo la haya aprobado, pero la joven se quedará aquí.

Será bien tratada, no temas, pero supongo que el doctor Pelorat estaría ansioso de verla y cuidará de que regreséis a menudo a Comporellon, suponiendo que tu entusiasmo por esta misión te tiente a prolongar demasiado tus ausencias.

—Pero eso es imposible, Lizalor.

—¿De veras? —dijo mientras el recelo se pintaba al punto en sus ojos—. ¿Por qué es imposible? ¿Para qué necesitas a esa mujer?

—No para acostarme con ella. Te lo he dicho, y es la pura verdad. Pertenece a Pelorat y no me interesa sexualmente. Además, estoy seguro de que se le partiría el espinazo si intentase lo que tú has realizado con tanta facilidad.

Lizalor iba a sonreír, pero se contuvo y dijo severamente:

—Entonces, ¿por qué te importa si se queda o no en Comporellon?

—Porque es esencial para nuestra misión. Debe venir con nosotros.

—Bueno, ¿y de qué misión se trata? Ya va siendo hora de que me lo digas.

Trevize vaciló sólo un instante. Tendría que decirle la verdad. No se le ocurría ninguna mentira que pudiese resultar convincente.

—Escucha —dijo—. Comporellon puede ser un mundo viejo, incluso estar incluido entre los más viejos, pero no es el más viejo. La vida humana no tuvo su origen aquí. Los primeros seres humanos vinieron desde otro mundo, y tal vez la vida humana tampoco nació en aquél, sino que llegó de otro distinto, y de otro. Dicho en pocas palabras, estos sondeos en los tiempos pasados tienen que acabar: debemos encontrar el primer mundo, el mundo de origen de la especie humana. Estoy buscando la Tierra.

Se sobresaltó al ver el súbito cambio que se produjo en Mitza Lizalor.

Ésta abrió mucho los ojos, su respiración se volvió agitada y todos los músculos de su cuerpo parecieron ponerse rígidos sobre la cama.

Levantó los brazos con rigidez, los dedos índice y medio de cada mano, clavados.

—Lo has nombrado —susurró ella, con voz ronca.

No dijo nada más; ni lo miró. Bajó los brazos lentamente, sacó las piernas de la cama y se sentó, dándole la espalda. Trevize permaneció inmóvil donde se encontraba.

Recordó las palabras de Munn Li Compor, cuando estaban los dos en el desierto centro turístico de Sayshell. Le parecía estar oyendo lo que dijo de su propio planeta ancestral, el mismo en el que Trevize se encontraba ahora: «Son muy supersticiosos acerca de esto. Cada vez que mencionan la palabra, levantan las dos manos y cruzan los dedos para evitar el maleficio.

—Pero era inútil recordarlo a posteriori.

—¿Cómo hubiese debido decirlo, Mitza? —murmuró.

Ella sacudió la cabeza ligeramente. Después se levantó y se dirigió a una puerta. La cerró a su espalda y, al cabo de un momento, se oyó ruido de agua.

Trevize no tuvo más remedio que esperar, preguntándose si debería unirse con ella en la ducha, pero decidiendo que no sería conveniente hacerlo. Y, en cierto modo, merced a la impresión de que la ducha le era negada, al instante, experimentó la necesidad de tomar una. Ella salió al fin, en silencio, y empezó a coger su ropa.

—¿Te importaría si…? —comenzó Trevize.

Ella no le respondió y él interpretó su silencio como señal de aquiescencia. Al dirigirse al cuarto de baño, procuró adoptar un aire desenvuelto y varonil, aun cuando se sentía extraño, como en los días en que su madre, ofendida por alguna travesura de él, lo castigaba con su silencio, haciendo que se estremeciese debido a la inquietud.

Ya en el pequeño recinto de lisas paredes, miró a su alrededor. Allí no había nada.

Abrió la puerta de nuevo y sacó la cabeza.

—Escucha —dijo—, ¿qué debo hacer para abrir la ducha?

Ella dejó el desodorante (al menos Trevize pensó que ésa era su función), se dirigió al cuarto de la ducha y señaló hacia la pared. Trevize siguió la dirección del dedo y observó una mancha redonda y débilmente rosada, como si el diseñador no hubiese querido estropear la lisa blancura sólo por darle un toque funcional.

Trevize se encogió de hombros, se acercó a la pared y tocó la mancha.

Sin duda eso era lo que se debía hacer, pues, al cabo de un momento, sintió una rociada de agua procedente de todas las direcciones. Con la respiración entrecortada, tocó de nuevo aquel punto y la ducha cesó.

Abrió la puerta, sabiendo que su prestigio había descendido varios grados, porque temblaba tan fuerte que le costaba articular las palabras.

—¿Qué hay que hacer para que salga agua caliente? —gimió.

Ahora ella lo miró y, por lo visto, su aspecto pudo más que su irritación (o su miedo, o cualquier otra emoción penosa), pues rio entre dientes y después soltó una carcajada.

—¿Qué agua caliente? —preguntó—. ¿Crees que vamos a malgastar la energía para calentar el agua con que nos lavamos? Esa agua está templada, ha perdido su frialdad. ¿Qué más quieres? ¡Qué blanduchos sois los terminianos! ¡Vuelve ahí dentro y dúchate!

Trevize vaciló, pero no por mucho tiempo, ya que estaba claro que no tenía alternativa.

De muy mala gana tocó de nuevo aquel punto rosado y esta vez tensó su cuerpo para recibir la helada rociada. ¿Agua tibia? Vio que se formaba espuma sobre su cuerpo y lo frotó con rapidez, pensando que era el ciclo de lavado y presumiendo que no duraría mucho.

Entonces empezó el ciclo de aclarado. ¡Oh, el agua estaba templada!

Bueno, tal vez no templada, pero menos fría, dándole esa impresión a su cuerpo completamente helado. Entonces, cuando se disponía a tocar la mancha rosada para cerrar la ducha y se preguntaba cómo había podido secarse Lizalor si allí no había ninguna toalla o cosa que se le pareciese, el agua dejó de manar. Fue seguida de una corriente de aire tan fuerte que sin duda le habría derribado de no haberlo recibido de varias direcciones al mismo tiempo.

El aire era caliente, casi demasiado. Trevize sabía que para calentar el aire se requería menos energía que para hacerlo con el agua. El aire caliente hizo que su piel quedase seca y, a los pocos minutos, Trevize salió de la ducha como si nunca se hubiese mojado en su vida.

Lizalor parecía haberse recobrado completamente.

—¿Te sientes bien? —preguntó.

—Muy bien —respondió Trevize. En realidad, se encontraba asombrosamente relajado—. Lo único que tenía que hacer era prepararme para esa temperatura. Tú no me advertiste…

—Gallina —dijo Lizalor, con ligero desdén.

Trevize empleó el desodorante y después empezó a vestirse, advirtiendo que ella se había cambiado de ropa interior, cosa que él no podía hacer.

—¿Cómo hubiese debido llamar a…, a aquel mundo? —preguntó.

—Nosotros le llamamos el Más Viejo.

—¿Cómo iba yo a saber que el nombre que le di estaba prohibido? ¿Acaso me lo habías dicho?

—¿Me lo habías preguntado?

—¿Cómo iba yo a saberlo?

—Bien, ahora ya lo sabes.

—Puedo olvidarlo.

—Será mejor que eso no ocurra.

—¿Qué importancia tiene? —preguntó Trevize, sintiendo que empezaba a irritarse—. No es más que una palabra, un sonido.

—Hay palabras que no deben pronunciarse —dijo Lizalor severamente—. ¿Empleas tú todas las que conoces en cualquier circunstancia?

—Algunas palabras son vulgares; otras, inadecuadas; y algunas pueden resultar ofensivas en determinados casos. ¿A qué grupo pertenece la palabra que empleé?

—Es una palabra triste —dijo Lizalor—, solemne. Representa un mundo que fue antepasado de todos nosotros y que ya no existe. Esto es trágico, y lo sentimos porque aquel mundo se hallaba cerca de nosotros. Preferimos no hablar de él o, si debemos hacerlo, no pronunciar su nombre.

—¿Y por qué cruzaste los dedos? ¿Cómo mitiga eso la ofensa o la tristeza?

Lizalor se ruborizó.

—Fue una reacción automática, y no te doy las gracias por haberla provocado. Hay personas que creen que esa palabra, e incluso su idea, trae mala suerte…, y así tratan de protegerse de ella.

—¿Crees tú también que ese gesto evita la mala suerte?

—No… Bueno, sí, en cierto modo. Si no lo hago, me siento inquieta.

—No lo miró. Después, como ansiosa de cambiar de tema, dijo rápidamente—: ¿Y qué tiene que ver esa mujer de negros cabellos con tu misión de alcanzar… el mundo que mencionaste?

—Di el Mas Viejo. ¿O prefieres no decir siquiera esto?

—Prefiero no hablar de él en absoluto. Pero te he hecho una pregunta.

—Creo que su pueblo llegó a su mundo actual como emigrante del Más Viejo.

—Lo mismo que nosotros —dijo Lizalor, con orgullo.

—Además, su pueblo tiene ciertas tradiciones que, según ella, son la clave para comprender el Más Viejo, pero sólo si llegamos a él y podemos estudiar sus anales.

—Mientes.

—Tal vez, mas debemos comprobarlo.

—Si tienes a esa mujer, con su conocimiento problemático, y quieres llegar al Mas Viejo con ella, ¿por qué has venido a Comporellon?

—Para descubrir la situación de ese mundo. Una vez tuve un amigo que, como yo mismo, era de la Fundación. Sin embargo, sus antepasados eran comporellianos y me aseguró que una parte importante de la Historia del Más Viejo se conservaba en Comporellon.

—¿Ah, sí? ¿Y te contó algo de esa Historia?

—Sí —dijo Trevize, apelando de nuevo a la verdad—. Dijo que el Más Viejo era un mundo muerto, completamente radiactivo. No sabía por qué, pero pensaba que podía ser como resultado de varias explosiones nucleares. Tal vez en una guerra.

—¡No! —exclamó Lizalor con energía.

—¿Quieres decir que no hubo guerra, o que el Más Viejo no es radiactivo?.

—Lo es, pero no hubo guerra.

—Entonces, ¿cómo se volvió radiactivo? Al principio no era posible, ya que la vida humana empezó allí. De haberlo sido, no habría habido nunca vida en él.

Lizalor pareció vacilar. Estaba rígida y respiraba profundamente, casi jadeando.

—Fue un castigo —dijo—. Era un mundo que usaba robots. ¿Sabes lo que son robots?

—Sí.

—Tenían robots y fueron castigados por eso. Todos los mundos que los han empleado han sido castigados y han dejado de existir.

—¿Quién los castigó, Lizalor?

—El Que Castiga… Las fuerzas de la Historia… No lo sé. —Desvió la mirada, intranquila, y después dijo en voz más baja—: Pregúntalo a otros.

—Me gustaría hacerlo, pero, ¿a quién voy a preguntar? ¿Hay personas en Comporellon que hayan estudiado Historia primitiva?

—Por supuesto. No son muy populares entre nosotros, los comporellianos corrientes, pero la Fundación, tu Fundación, insiste en la libertad intelectual, según la llaman.

—Una insistencia justa, en mi opinión —dijo Trevize.

—Todo lo que se impone desde fuera es malo —repuso Lizalor.

Trevize se encogió de hombros. De nada serviría discutir la cuestión.

—Mi amigo, el doctor Pelorat —dijo—, es historiador y estudia los tiempos primitivos. Estoy seguro de que le gustaría conocer a sus colegas de Comporellon. ¿Podrías tú facilitarle los nombres, Lizalor?

Ella asintió con la cabeza.

—Hay un historiador llamado Vasil Deniador, que reside en la Universidad de la ciudad. No da clases, pero puede deciros lo que vosotros queréis saber.

—¿Por qué no da clases?

—No lo tiene prohibido; sólo ocurre que los estudiantes no eligen su curso.

—Supongo —dijo Trevize, tratando de evitar un tono sarcástico —que se recomienda a los estudiantes que no lo elijan.

—¿Por qué tendrían que hacerlo? Ese hombre es un escéptico. También aquí los tenemos, ¿sabes? Son individuos que oponen sus mentes a los sistemas generales del conocimiento y que son lo bastante engreídos para pensar que sólo a ellos les asiste la razón y que la mayoría está equivocada.

—¿Y no podría ser así en algunos casos?

—¡Nunca! —gritó Lizalor, con una firmeza que dejó bien claro que toda ulterior discusión en aquel sentido sería inútil—. Y a pesar de todo su escepticismo, se verá obligado a deciros exactamente lo mismo que cualquier comporelliano os diría.

—¿Y es?

—Que si buscáis el Más Vieja no lo encontraréis.

BOOK: Fundación y Tierra
13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Long After (Sometimes Never) by McIntyre, Cheryl
Loving Amélie by Faulks, Sasha
21st Century Grammar Handbook by Barbara Ann Kipfer
Galatea by Madeline Miller
Creatures of the Earth by John McGahern
STEPBROTHER Love 2 by Scarlet, I.
A Good Old-Fashioned Future by Bruce Sterling
Solitude Creek by Jeffery Deaver