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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (35 page)

BOOK: Fundación y Tierra
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—No —replicó Bliss—. Eso constituiría un error. El primer deber del robot es proteger al niño. Si lo activamos, y se da cuenta de nuestra presencia, de la presencia de seres humanos extraños, puede atacarnos al instante. Si entonces me veo obligada a desactivarlo, no podrá darnos información, y el chiquillo, al hallarse con una segunda desactivación del único padre que conoce… Bueno, no quiero hacerlo.

—Pero nos dijeron que los robots no pueden dañar a los seres humanos —intervino Pelorat con voz suave.

—Es verdad —admitió Bliss—, pero no nos dijeron qué clase de robots han inventado los solarianos. Y aunque éste hubiese sido instruido para no hacer daño, tendría que elegir entre el pequeño, que es casi como un hijo para él, y tres intrusos a los que tal vez no reconocería siquiera como seres humanos. Como es natural, elegiría al niño y nos atacaría. —Se volvió de nuevo al chiquillo—. Fallom —dijo Bliss., señalando luego a los otros—. Pel, Trev.

—Pel. Trev —dijo, obediente, el niño.

Ella se le acercó más y alargó despacio las manos. Él la observó y dio un paso atrás.

—Calma, Fallom —susurró Bliss—. Fallom bueno. Toca, Fallom. Sé bueno, Fallom.

Éste dio un paso en su dirección y Bliss suspiró.

—Fallom bueno..

Tocó el brazo desnudo de Fallom, que, lo mismo que su padre, sólo llevaba una bata larga, abierta por delante y con un taparrabo —debajo.

El contacto fue muy suave. Después, ella retiró el brazo, esperó e hizo un nuevo contacto, acariciando suavemente al pequeño.

Él entornó los párpados bajo el fuerte efecto calmante de la mente de Bliss.

Ésta movió las manos hacia arriba muy despacio, con suavidad, sin tocar apenas los hombros, el cuello y las orejas del niño, y después las deslizó debajo de los cabellos castaños hasta un punto situado exactamente encima y detrás de las orejas.

Por fin las apartó y dijo:

—Los lóbulos transductores son pequeños todavía. El hueso craneano no se ha desarrollado aún. Allí no hay más que una gruesa capa de piel, que con el tiempo crecerá hacia fuera y será cercada con hueso cuando los lóbulos se hayan desarrollado. Esto quiere decir que, de momento, no puede controlar la finca, ni siquiera activar su propio robot personal.

Pregúntale cuántos años tiene, Pel.

—Tiene catorce años, si no he entendido mal —dijo Pelorat después de una breve conversación.

—Más bien parece que tenga once —opinó Trevize.

—La duración de los años en este mundo puede no corresponder exactamente a la de los años galácticos —les recordó Bliss—. Además, se supone que los Espaciales tienen la vida muy larga y, si los solarianos se parecen a los otros Espaciales en esto, pueden tener también períodos de desarrollo más dilatados. No debemos guiarnos por los años.

Trevize chascó la lengua con impaciencia.

—Basta de antropología —dijo—. Tenemos que salir a la superficie y, como estamos tratando con un niño, es posible que perdamos el tiempo inútilmente. Tal vez no sepa el camino. Quizá no ha estado nunca arriba.

—¡Pel! —dijo Bliss.

Pelorat comprendió lo que ella le pedía y entabló ahora una larga conversación con Fallom.

—El niño sabe lo que es el sol —explicó después—. Dice que lo ha visto. Yo creo que ha visto árboles. He fingido no estar seguro de lo que aquel nombre quería decir, o al menos de lo que la palabra que empleé significaba.

—Sí, Janov —le interrumpió Trevize—, pero vayamos al grano.

—He dicho a Fallom que, si podía llevarnos a la superficie, nosotros quizás activásemos su robot. En realidad, le he prometido que lo activaríamos. ¿Creéis que podríamos hacerlo?

—Más tarde nos ocuparemos de ello —dijo Trevize—. ¿Ha dicho que nos guiaría?

—Sí. Pensé que lo haría de más buena gana si yo le prometía eso.

Aunque supongo que corremos el riesgo de defraudarle…

—Vamos —ordenó Trevize—, pongámonos en marcha. Todo esto será una discusión académica si nos pillan bajo tierra.

Pelorat dijo algo al niño, el cual echó a andar, se detuvo y se volvió a mirar a Bliss.

Ésta alargó un brazo, y los dos caminaron asidos de la mano.

—Soy el nuevo robot —dijo ella, sonriendo ligeramente.

—Y parece que le gustas —repuso Trevize.

Fallom siguió andando y Trevize se preguntó si estaría contento solamente porque Bliss había conseguido causarle esa impresión, o si, además, se debía a la excitación de visitar la superficie, tener tres nuevos robots y la idea de que recuperaría a Jemby, su padre adoptivo. Aunque aquello importaba poco, con tal de que el niño les guiase.

Éste parecía avanzar sin la menor vacilación. Ni siquiera se detenía cuando tenía que elegir entre dos caminos. ¿Sabía realmente adónde iba o sólo era cuestión de indiferencia infantil? ¿Jugaba simplemente a un juego, sin saber el resultado con claridad?

Pero Trevize se daba cuenta, por la ligera dificultad de su marcha, de que estaban caminando cuesta arriba, y el niño, que seguía avanzando con aires de importancia, señalaba hacia delante y no paraba de charlar.

Trevize miró a Pelorat, el cual carraspeó y tradujo.

—Creo que está hablando de una «puerta».

—Ojalá sea verdad —dijo Trevize.

El niño se desprendió de Bliss y corrió. Señaló una parte del suelo que parecía más oscura que lo que la rodeaba. El pequeño se puso sobre ella, saltó varias veces y, después, se volvió con clara expresión de desaliento y habló con estridente locuacidad.

—Tendré que suministrar la energía —dijo Bliss, con una mueca—. Esto me está agotando.

Su cara enrojeció un poco y las luces palidecieron, pero se abrió una puerta exactamente delante de Fallom, el cual se echó a reír, regocijado.

El niño salió corriendo por el hueco y los dos hombres le siguieron.

Bliss fue la última en hacerlo y miró atrás al apagarse las luces del interior y cerrarse la puerta. Entonces, se detuvo para recobrar aliento, pareciendo bastante fatigada.

—Bueno —dijo Pelorat—, ya hemos salido. ¿Dónde está la nave?

Se detuvieron todos bajo la luz del crepúsculo.

—Me parece que debe encontrarse en aquella dirección —murmuró Trevize.

—También a mí me da esa sensación —dijo Bliss—. Vayamos allá.

—Y tendió la mano a Fallom.

No se oía ningún ruido, salvo el producido por el viento y por los movimientos y llamadas de algunos animales. Pasaron por delante de un robot que permanecía inmóvil, en pie, cerca del tronco de un árbol, sosteniendo algún objeto de uso incierto.

Pelorat dio un paso en su dirección, llevado por su curiosidad, pero Trevize lo atajó.

—Eso no nos importa, Janov. Sigue andando.

Después, vieron otro robot que había caído al suelo.

—Supongo que esto está lleno de robots en muchos kilómetros a la redonda —dijo Trevize. Y después, con voz triunfal—: ¡Allí está la nave!

Aceleraron el paso, pero se detuvieron de pronto. Fallom alzó la voz y chilló muy excitado.

En el suelo, cerca de la nave, estaba lo que parecía ser un buque aéreo de modelo primitivo, con un rotor que parecía requerir mucha energía y ser frágil además. Cerca del mismo, y entre el grupito de forasteros y su nave hallábanse plantadas cuatro figuras humanas.

—Demasiado tarde —dijo Trevize—. Hemos perdido mucho tiempo. ¿Qué hacemos ahora?.

—¿Cuatro solarianos? —preguntó Pelorat con incertidumbre—. No puede ser. No pueden haberse puesto en contacto físico de esta manera. ¿Pensáis que son holoimágenes?

—Son materiales —dijo Bliss—. Estoy segura de ello. Tampoco son solarianos. Las mentes de éstos resultan inconfundibles. Son robots.

—Bueno —dijo Trevize con aire de cansancio—, ¡adelante!

Reanudó su marcha hacia la nave con paso tranquilo, y los otros le siguieron.

—¿Qué pretendes saber? —preguntó Pelorat, jadeando un poco.

—Si son robots, tienen que obedecer las órdenes.

Los robots les estaban esperando, y Trevize los observó fijamente al acercarse a ellos.

Sí, tenían que ser robots. Sus caras, que parecían hechas de piel sobre carne, no reflejaban expresión alguna, y, además, llevaban unos uniformes que no dejaban al descubierto ni un centímetro cuadrado de piel, aparte de la de la cara. Incluso las manos iban cubiertas con finos guantes opacos.

Trevize hizo un ademán que equivalía inconfundiblemente a una severa orden de que se apartasen a un lado.

Los robots no se movieron..

Trevize dijo en voz baja a Pelorat:

—Díselo con palabras, Janov. Muéstrate enérgico.

Pelorat carraspeó y, adoptando un desacostumbrado tono de barítono, habló lentamente y reprodujo el ademán de Trevize. Entonces, uno de los robots, que tal vez era un poco más alto que los demás, dijo algo con voz fría y cortante.

Pelorat se volvió a Trevize.

—Creo que ha dicho que somos forasteros.

—Comunícale que somos seres humanos y que deben obedecernos.

Entonces, el robot habló en un galáctico peculiar, pero comprensible.

—Te he entendido, forastero. Yo hablo galáctico. Nosotros somos robots guardianes.

—Entonces, sabes que he dicho que somos seres humanos y que tenéis que obedecernos.

—Nosotros estamos programados para obedecer únicamente a los gobernantes, forasteros. Vosotros no sois gobernantes ni solarianos. El jefe Bander no ha respondido en el momento del contacto normal y por eso hemos venido a investigar. Es nuestro deber hacerlo. Y nos encontramos aquí con una nave espacial no fabricada en Solaria, varios forasteros presentes y todos los robots desactivados. ¿Dónde está el jefe Bander?

Trevize sacudió la cabeza y dijo, pausada y claramente:

—No sabemos de qué estás hablando. El ordenador de nuestra nave no funciona bien. Nos encontrábamos cerca de este planeta extraño contra nuestra voluntad. Aterrizamos para averiguar nuestra situación.

Vimos que todos los robots estaban desactivados. Ni sabemos qué puede haber pasado.

—Tu relato es inverosímil. Si todos los robots de la finca están desactivados y toda la energía se ha cortado, el jefe Bander tiene que estar muerto. No es lógico suponer que muriese por pura coincidencia, en el momento de aterrizar vosotros. Tiene que haber alguna relación causal.

Entonces, Trevize habló, sin más objetivo que el de embrollar el problema aún más e indicar su ignorancia de extranjero, y, por tanto su inocencia.

—Pero la energía no ha sido cortada. Tú y lo otros permanecéis activos.

—Somos robots guardianes —repitió el robot—. No dependemos de ningún gobernante. Pertenecemos a todo el planeta. No somos controlados por ningún gobernante, sino que nuestra energía es nuclear. Pregunto de nuevo: ¿Dónde está el jefe Bander?

Trevize miró a su alrededor. Pelorat parecía ansioso, Bliss callaba, pero permanecía tranquila. Fallom temblaba, mas a mano de, Bliss, le tocó el hombro y el niño se irguió un poco y perdió su expresión facial. (¿Lo estaba calmando Bliss?)

—Repito, por última vez: ¿Dónde está el jefe Bander? —dijo el robot.

—No lo sé —respondió Trevize con acritud.

El robot movió la cabeza y dos de sus compañeros se alejaron rápidamente.

—Mis compañeros guardianes registrarán la mansión. Mientras tanto, quedaréis detenidos para ser interrogados. Dame esos objetos que llevas en tu costado.

Trevize dio un paso atrás.

—Son inofensivos.

—No vuelvas a moverte. Yo no pregunto su naturaleza, si son peligrosos o inofensivos. Digo que me los entregues.

—No.

El robot dio un rápido paso al frente y su brazo se alargó con demasiada rapidez para que Trevize se diese cuenta de lo que sucedía. Sintió la mano del robot sobre su hombro y como apretaba fuerte y hacia abajo. Trevize cayó de rodillas.

—Esos objetos —ordenó el robot, y alargó la otra mano.

—No —jadeó Trevize.

Bliss se acercó de un salto, sacó el blaster de su funda antes de que Trevize, sujeto por el robot, pudiese impedírselo, y la tendió al robot.

—Tom a, guardián —dijo—, y si me das un poco de tiempo,…aquí esta la otra. Ahora, suelta a mi compañero.

El robot, sosteniendo las dos armas, retrocedió, y Trevize se levantó lentamente, frotándose el hombro izquierdo con fuerza y haciendo muecas de dolor.

Fallom lloriqueó en voz baja y Pelorat lo levantó para distraerle y le sostuvo contra él.

—¿Por qué quieres luchar contra él? —dijo Bliss a Trevize, murmurando furiosa—. Podría matarte con dos dedos.

—¿Por qué no lo controlas tú? —preguntó Trevize entre dientes.

—Estoy tratando de hacerlo, pero necesito tiempo. Su mente está cerrada, intensamente programada, y no hay por donde entrar. Tengo que estudiarle. Procura ganar tiempo.

—No estudies su mente. Destrúyela —gruñó Trevize, con voz casi inaudible.

Bliss miró hacia el robot rápidamente. Estaba estudiando las armas, mientras los otros dos vigilaban a los forasteros. Ninguno de ellos parecía interesado en la conversación en voz baja entre Trevize y Bliss.

—No. Nada de destrucción —dijo ella—. Matamos un perro e hicimos daño a otro en el primer mundo. Sabes lo que ha ocurrido en éste.

—Otra rápida mirada a los robots guardianes—. Gaia no quita la vida o la inteligencia de forma innecesaria. Necesito tiempo para resolver el problema de un modo pacifico.

Se echó atrás y miró fijamente al robot.

—Esto son armas —dijo el androide.

—No —negó Trevize.

—Sí —dijo Bliss—, pero no sirven. Están descargadas de energía.

—¿De veras? ¿Por qué llevaríais armas descargadas? Tal vez no lo están. —El robot empuñó una de las armas y apoyó el dedo pulgar en el lugar preciso—. ¿Es así como se activa?

—Sí —respondió Bliss—; si haces presión, se activa, siempre que contenga energía. Pero ésa no la contiene.

—¿Seguro? —dijo el robot apuntando a Trevize con el arma—. ¿Sigues diciendo que, si la activase ahora, no funcionaria?

—No funcionaría —aseguró Bliss.

Trevize estaba como petrificado e incapaz de articular una palabra.

Había probado el blaster después de descargarlo Bander y era totalmente inoperante; pero el robot empuñaba el látigo neurónico, y Trevize no lo había comprobado.

Si el látigo contenía un pequeño residuo de energía, sería suficiente para la estimulación de los nervios, y lo que Trevize sentiría haría que la presa de la mano del robot pareciese una caricia.

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