Valiéndome del recuerdo de este lance como término de comparación, pugnaba yo por achicar en mi pensamiento la mística heroicidad y el desprendimiento de Lucía; pero mi obstinado amor hacia ella y mi juicio favorable a sus nobles prendas la amparaban contra la ridiculez que mi despecho quería lanzar sobre ella. Sólo conseguía yo mortificarme más y desesperarme.
A pesar de lo apacible y alegre de mi carácter durante toda mi vida, empecé a sentir entonces, con enojosa persistencia, odio y desprecio hacia mí misma y hacia la gente que me rodeaba y miedo de verme tan sola, sin haber obtenido nunca sino fugaces amistades y sin contar con persona alguna en quien poner mi confianza y mi profundo y verdadero afecto. Apenas tenía yo más amigos que el Barón; y yo no desconocía, por más que estimase su fidelidad perruna y su devoción hacia mí, cuánto había de cómico en todo ello. Las ganas de morir asediaron mi espíritu con la contemplación de tales miserias.
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Para distraer mis penas, para aturdirme, me lancé entonces al mundo con mayor ímpetu y frenesí que nunca. Te confieso que llegué a sentir veleidades de conquistar cierta extraña clase de nombradía; de echar mi modestia a un lado y de obtener palma y corona en el certamen de la hermosura. No fue el sentido moral quien detuvo mis arranques e impidió que cayese yo en aquel precipicio: fue mi soberano desdén hacia el juicio y la estimación de los hombres. Parodiando en mi pensamiento una sentencia evangélica, me decía yo que para cebar a los cerdos bastan afrecho y bellotas, y que es lástima arrojar perlas en la pocilga.
Con todo, otro sentir menos soberbio y de purificante delicadeza agitó por entonces mi pecho. Imaginé posible todavía, cuando no el amor verdadero, fiel, único y sin mancha que pudiese unir mi ser con el de un hombre, un apacible y amoroso afecto que, sin poseer ya la vehemencia del amor juvenil, tuviese su limpieza, su persistente duración y su fidelidad exclusiva. ¿Pero dónde hallar este amigo, este amante, este esposo con quien yo aún atrevidamente soñaba? ¿Cómo podría yo desprenderme de lo pasado para ser digna de ser suya? Y si de lo pasado no me desprendía, ¿cómo enredarle en mi imaginado lazo sin rebajarle hasta mi nivel y sin hundirle en la abyección en que yo estaba?
Mis alambicados pensamientos y el ensueño ideal que repentinamente, tarde y fuera de sazón, movían y embriagaban mi alma, la llenaban de desesperanza y de anhelo de muerte, aunque yo seguía hallando hermoso el mundo, y rico en encantos, en curiosos misterios y en amena variedad de casos el espléndido tejido de la vida humana.
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Deseo hacerte comprender las vacilaciones de mi espíritu, y de qué suerte, con incesantes alternativas, paso de la tranquilidad apacible al dolor desesperado. Nunca engañé, ni ofendí, ni robé, ni herí a nadie. En nada de esto pequé ni tengo de qué arrepentirme. En ocasiones, la fe perdida renace en mí. Recuerdo y reconozco como mortales muchos pecados míos, pero confiando en la infinita misericordia de Dios, creo que me los perdona. Siento la contrición
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y yo misma me absuelvo. El remordimiento ya no me atosiga, pero hay un sentir poco cristiano, hay en mi ser un cruelísimo orgullo, que, más que todo remordimiento, atormenta y mata. La humillación y la vileza de mis primeros años se representan en mi memoria y me cubren de oprobio. No hay penitencia, ni conjuro, ni sacramento, ni palabra mágica, diabólica o divina, que borre ciertas manchas indelebles. La vergüenza que inspiro a mi hija se vuelve contra mí. La misma consideración de mi riqueza, de mi material bienestar, de mi salud y de mi elegancia, se contrapone al estado de mi espíritu y me impulsa a contemplarle con mayor espanto y repugnancia. Mi cuerpo está sano y hermoso, pero mi alma, cuando caen los recuerdos sobre ella, está como Job en el muladar. Imposible apartar de ella y raer la ponzoña de sus úlceras, a no despojarla de una de sus principales potencias, a no privarla para siempre de la memoria.
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Tal era el estado de mi alma cuando, después de tanto tiempo, volví a verte en casa de las de Pinto. Te lo digo sin lisonja: me pareciste muy bien. Tu presencia y tu conversación me confirmaron en la idea que he tenido siempre de que el hombre de naturaleza sana y robusta, si el vicio no le deprava, va creciendo en valer y como completándose hasta llegar a la edad de cincuenta años, que es sobre poco más o menos la que tú debes de tener ahora. Hay en su aspecto, en su ademán y en todo él una majestad y un brío reposado que están muy por cima de la intranquilidad y de la petulante inconsistencia de la primera juventud. En fin, ¿para qué buscar aquí los motivos? Bástete saber que te encontré muy de mi gusto, y que aquella noche volví a casa harto imaginativa y soñadora.
Después, a solas conmigo, se apacentó mi espíritu en los lejanos recuerdos que desde Lisboa guardaba yo de ti, profundamente sepultados, bajo otra multitud de recuerdos, allá en los abismos de mi memoria. Y no contenta yo con exhumar recuerdos tan distantes, me complací en combinarlos, empleando para ello un arte sibarítica, con las recientes impresiones que de ti había recibido. Entonces los traviesos y regocijados amores que en mi seno dormían se despertaron en tumulto y se pusieron a tocar diana, como si saliese para ellos la aurora de un nuevo día, con cuyo anuncio querían levantar y alborozar mis sentidos y potencias.
En mi pensamiento ya no podía yo estar más rendida ni ser de nuevo más tuya. Pensé o imaginé, no obstante, multitud de cosas que vinieron a complicar aquel sentir sencillo y alegre. Anhelaba yo y buscaba desde hacía tiempo formar o estrechar vínculos de amistad con alguien que me comprendiese y en quien yo pudiese poner toda mi confianza y desahogar mi pecho. También para este oficio te elegí en seguida, e impaciente y deseosa de que le ejercieras, empecé aquella misma noche a escribir estas
confidencias
que pronto leerás.
Al mismo tiempo, brotó en mi mente otra aspiración, otro propósito, apenas hasta entonces concebido por mí, que mucho me turbaba y me inquietaba. No aspiré ya al logro de fugaces deleites. Forjé un raro y para mí inverosímil cuento de amores; la unión apacible y duradera de dos voluntades humanas; algo de muy semejante a la historia de Filemón y Baucis.
Por desgracia, la concepción de este último propósito cayó con violencia sobre los propósitos anteriores, y pugnó por desbaratarlos.
No; aunque tú lo quisieras, aunque movido tú por amor vehementísimo, que yo con todas las energías de mi alma lograse inspirarte, te humillaras hasta el extremo de convertir el rápido capricho y el pasajero enlace en persistente unión, y aunque te complacieras en ser mi constante y único compañero y en consagrarme tu vida, yo no podría ni debería aceptar el sacrificio, y aunque lo aceptara, no se conseguiría mi objeto. Al hacerte tú mío, completamente y para siempre mío, perderías el valer, el encanto y el mérito que me lleva a desearte como mío para siempre.
Harto comprenderás por lo que te indico los encontrados anhelos que combaten dentro de mi alma. No has de extrañar, pues, que en medio de esta lucha, brote de lo hondo y como de la raíz de mi existencia, en mí que amo tanto el mundo y la vida, la imagen de la muerte, rica de hermosura y de poderosos atractivos, y trayendo en su mano paz y reposo.
A menudo, independientemente del renovado y repentino afecto que me inspiras y de las otras consideraciones que dejo expuestas, me aflijo y me mortifico haciendo lamentables pronósticos. Yo, según has podido entrever y pronto es probable que veas, he empleado tal fuerza de voluntad y me he esmerado con tal sabiduría en cuidarme, que si mis ojos y el amor propio no me engañan, estoy como el sol que culmina en el meridiano; estoy, como nunca, lozana y bella. Pero esto mismo aumenta mi terror de una pronta caída. Me espanta descender con precipitación del único pedestal que me sostiene. ¿Qué será de mí cuando sea yo vieja y fea? ¿Qué me quedará de respetable y de digno y de simpático cuando vengan la vejez y las enfermedades y poco a poco me vayan destruyendo y matando? Hasta la distinción, hasta la traza de mujer elegante y hasta el señorío majestuoso que muchas personas hallan hoy y celebran en mí, todo me abandonará para siempre. Ya lo he notado yo con espanto en no pocas mujeres de mi laya que han envejecido. Su aristocrática distinción era formal y somera; no procedía de lo íntimo y de lo esencial, sino de la forma exterior y de los atavíos que la engalanaban. Para mujeres tales, la vejez no llega sola, sino que viene acompañada de la vileza y de la ruindad en que nacieron y en que vivieron hasta envolverse en el alucinador artificio de que al fin la vejez las desnuda. Pensando en todo esto me amedrenta la vejez, de tal suerte, que deseo morir antes.
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Vas a tenerme por presa de un delirio. No importa. Es menester que lo sepas, y te lo contaré todo. Se acerca el día en que has de venir a esta casa; en que he de cumplirte lo ofrecido. A menudo lo deseo, más todavía que puedes tú desearlo. Y sin condición, sin promesa, sin seguridad de que dure mi dicha, me propongo gozar de ella con tan reconcentrada intensidad, que encierre y cifre yo siglos y siglos en pocas horas.
Y con todo, aquí no puedo menos de hacerte la confesión que me apesadumbra por el temor de que te lastime.
Tienes un rival que se interpone entre tú y yo, y quiere y manda que yo no te cumpla lo ofrecido. Pretende guardarme para sí; que a ti te desdeñe y que sea yo para él solo. De subidísimo precio son las joyas y dones con que él me brinda y trata de ganarme la voluntad. Con un beso suyo se jacta de infiltrar en mis venas llama sutil que las purifique. Su abrazo será para mí como crisol candente en que mi ser se funda, y en que el metal de que está forjado deseche las escorias y salga limpio como el oro. Así seré digna de él, y él me hará suya para siempre. El entregarme a él con rendido y confiado abandono será la efusión de todo mi ser en lo infinito. Él me traerá completa hartura para mis anhelos de deleite, bálsamo para mis dolores, y eterno olvido para todas mis penas. Cuando pose él su mano sobre mi frente, borrará de allí el signo o la mancha que me desdora. En su regazo me dormiré en largo sueño que disipará y ahuyentará de mí para siempre todos los recuerdos vergonzosos de cuantas vilezas y ruindades me atormentan hoy. Prodigiosa es la hermosura de este rival que me solicita en tu daño. Su poder es inmenso.
Imaginan las gentes que el Amor y la Muerte son hermanos. Yo me inclino ya a creer que el Genio de la muerte es el amor mismo. Morir es el supremo acto de amor que puede hacer toda criatura. La que se rinde y entrega enamorada a otra criatura mortal como ella, da su vida y su ser, pero limitadamente, con egoísmo, con abnegación fugitiva, recobrándose pronto y casi sin perderse ni por un instante. Pero el consorcio con el Genio de la muerte, que es el mismo amor, es eterno e indisoluble.
La sustancia individual apenas tiene ya valer ni significado. Lo penetra y lo lleva todo, se diluye por la amplitud inmensa del éter y se prolonga en lo pasado y en lo venidero por el tiempo sin término que con la eternidad se confunde.
Ya ves tú cuán seductor es el rival que tienes, rival que me persigue y a quien no quisiera yo dar los miserables restos de que la cansada vejez no me despoje; divinidad en cuyas aras no quisiera yo hacer ruin libación, vertiendo las heces del cáliz de mi vida, sino derramarle allí, generosa y hasta pródiga, cuando aún está lleno hasta la orla del filtro ardiente de pasiones y anhelos.
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Es más de media noche. Ha empezado el día de mi cumpleaños. Hoy vendrás a verme y yo debo recibirte.
El empeño contra ti de tu rival prosigue con ímpetu. Mi egoísta amor de la vida, el terror que infunden lo desconocido, lo inmenso y lo obscuro que hay más allá, y todas mis aficiones a los materiales regalos y dulzuras, luchan en favor tuyo y me encadenan y tratan de retenerme cautiva para ti. Y por otra parte, mi imposible propósito de amor verdadero y único en la tierra, de purificación de culpas y de olvido de afrentas, me arrebata y pugna por echarme en brazos de la muerte. Hoy, como hace ya muchos años, no repruebo yo ni censuro las obras divinas que en torno mío resplandecen y cuya imagen se graba en mi alma. Todo, sin duda, está ordenado, perfecto, hermoso hoy como antes y como siempre. No exhalo la menor queja. En mí hay admiración y agradecimiento. La providencia, la fortuna, lo que quiera que sea, me ha mimado y me ha acariciado en vez de herirme. ¿Qué habrá sido de cuantas en Cádiz y en Sevilla fueron las compañeras de mi primera mocedad? Muchas habrán muerto; otras gemirán aún despreciadas y miserables en el hospital o en la reclusión de las delincuentes o de las arrepentidas, y otras se revolcarán en el lodo de las más hondas y negras capas sociales. ¡Cuántas gracias no me incumbe dar al cielo por la excepcional elevación en que estoy! Nada de protesta por parte mía ni de acusación contra él. Hasta el resultado de la santa educación que he dado a mi hija y que me ha valido que ella, sin poderlo remediar, de mí se avergüence, me parece natural y justo. Si me voy, pues, del haz de la tierra, no será por ira ni por enojo contra el cielo, será por el ansia impaciente de buscar y de hallar el amor que en la tierra no hallo.
Años ha que esta sed de amor supremo acude a mi alma y me excita a buscarle fuera de la vida que hoy vivo. Pero antes había un fuerte lazo que a esta vida me ligaba, y ahora está desatado. Lucía me abandonó para unirse con su esposo eterno. ¿Por qué no he de volar yo también a unirme con mi eterno esposo?
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Mil veces antes de ahora han surgido en mi alma pensamientos y deseos de muerte. En otro tiempo, la fe viva los sofocaba. Hoy, muerta la fe, aún combate contra esos deseos y contra esos pensamientos mi natural discurso. Sin duda, me digo, existe una inteligencia soberana, presente en todo y que todo lo ordena y encamina a fin alto y dichoso. Don suyo es mi vida. Mi vida, hasta en medio de su vileza y de su insignificancia, tiene un objeto y concurre al orden natural de las cosas y al término y al desenlace de todas ellas prescritos en el plan divino. Despojarme yo de la vida sería rechazar con sacrílega soberbia el don que el cielo me ha otorgado: sería infringir monstruosamente la ley eterna y romper el orden natural con la energía de mi voluntad rebelde. No me disculpa el ansia de llegar al bien supremo. No debo ir a él violentamente: debo aguardar a que me llame. Soy impura, pero no es mi sangre, son mis lágrimas las que deben limpiar las impurezas de mi pecado. Hago mal en temer la vejez, la fealdad y las enfermedades que han de sobrevenirme. Hago mal en temer el abandono y el aislamiento en que voy a encontrarme y el desprecio con que me mirarán cuantos seres humanos me rodeen. De la soledad y del abismo de abyección en que yo caiga, mi alma podrá levantarse hermosa y feliz si la resignación la purifica. Así, y no en virtud de un acto de feroz violencia, podré elevarme hasta lo infinito a que aspiro.