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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Genio y figura (17 page)

BOOK: Genio y figura
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Cada día come en una casa distinta. Es muy buscado y está convidado a las mejores mesas, así por su divertida conversación, como por su extraordinaria fama de hondo conocedor y perito en todas las artes del deleite. El Barón pasa por el
gourmet
más delicado que hoy vive, paladea y olfatea en Francia. No es rico para pagar unos convites con otros, ni es zafio tampoco para pagarlos de otra manera sin el menor disimulo; pero, quizás sin pensarlo, paga los obsequios que recibe y no hay quien le tilde de
pique-assiette
o de parásito. Los cumpleaños, las bodas y otras festividades le ofrecen ocasión, que él aprovecha, de pagar cumplidamente cuantos obsequios recibe. En suma, y en mi opinión, que creo fundada, el Barón es un modelo de cortesanía. Sólo han podido los maldicientes echarle en cara un defecto, del que, a mi ver, se ha corregido. El defecto, si lo es, consiste en su extremada galantería, muy en desacuerdo para muchos con la edad provecta a que ha llegado. Conceden sus críticos censores que él, en su juventud, hizo brillantes conquistas y cautivó no pocos corazones indómitos y soberbios, pero añaden que hace ya más de veinte años que debe el Barón recogerse a buen vivir y reposarse sobre sus laureles.

Mucho disto yo de seguir semejante parecer. Desde que conocí al Barón, trece o catorce años ha, he opinado lo contrario. Hay belleza, elegancia y distinción para todas las edades, con tal de que no falten la salud y el aseo. Y como el Barón está saludable y es aseado y pulcro, yo le hallé y le hallo siempre muy agradable persona y además un hermoso viejo. Por otra parte, como el alma humana es inmortal, no hay vejez que valga contra ella, mientras no se destruyan o deterioren en extremo los aparatos y órganos que la ponen en relación con el mundo y le sirven de medio para pensar y sentir y para expresar lo que piensa y siente mientras en el cuerpo está encerrada. Sea como sea, y a fin de que no digas que me quiebro de sutil, prescindiré de más aclaraciones, y te diré con llaneza que el Barón se prendó de mí y me hizo muy respetuosa y finamente la corte.

Yo me lisonjeo de no haber tenido jamás ciertos defectos que se atribuyen, así a los que llaman en Francia
parvenus
como a los que en España llaman cursis. Sin duda a la aparición en mí de estos defectos se ha opuesto el orgullo. No he anhelado ni buscado para darme tono el trato y la amistad de personas encumbradas por nacimiento, educación y riqueza. Naturalmente me he encontrado yo y me encuentro tan distinguida como si hubiera nacido en la púrpura y no me hubiera echado al mundo la Pascuala, sabe Dios en qué zahurda. No podía yo esperar, por consiguiente, que el influjo o el arrimo de sujetos aristocráticos viniese a prestarme como un reflejo de su valer. Creía yo y creo tener luz propia, digámoslo así, y que no la necesito prestada. No sé si aplaudirás o censurarás esta vanidad mía. Yo te confieso que la tengo para confesarte además que el Barón me aduló esta vanidad, sin artificio y por manera irresistible. El Barón procuraba demostrarme con evidencia, empleando para ello muy elocuentes palabras, que yo, sobre ser hermosa, poseía tal majestad en el gesto, en los modales y en todo, que más parecía una princesa o una emperatriz que una perdida plebeya, puesta casualmente en zancos por su enlace con un ricacho usurero.

El arte y el ingenio con que el Barón iba insinuando en mi alma estas lisonjas me tenían cada vez más hechizada. El Barón me comprende bien, pensaba yo, y cuando tan bien me comprende señal es, y prueba es clarísima, de la elevación y de la agudeza de su entendimiento. Así infundió el Barón en mi pecho la amistad más acendrada hacia él.

Hízose mi
cavaliere servente
, y yo me deleitaba y hasta me enorgullecía de que me acompañara y me sirviera.

Con modesta timidez, que de su ancianidad se originaba, el Barón empezó con suavísimo tiento y cautela a mostrarse enamorado de mí, pero sin persistir en sus manifestaciones para no cansarme, refrenando su vehemencia para evitar mi enojo, y haciéndolas, cuando las hacía, como por un arranque involuntario y muy a despecho suyo.

¿Quieres creer que con tal proceder el Barón me enterneció, y cautivó en cierto modo mi espíritu? Mi estimación y mi amistad se las tenía ya ganadas por completo. Después, poco a poco y al compás que él iba siendo más atrevido y más explícito, fueron despertándose en mí aquellas ideas, pasiones o inclinaciones, pues no sé cómo las llame, que siempre, a pesar del freno religioso y a falta del freno del orgullo y del decoro en este particular, han hecho de mí lo que rudamente podemos llamar una mujer liviana, o más bien han impedido que yo no quiera, ni pueda, ni logre nunca desechar de mí la liviandad primitiva. Consideré al Barón herido, y tuve piedad de él y pensé en el bálsamo que podía curarle. Mi generosa piedad fue aguijoneada por algo a modo de remordimientos. Me di a cavilar que con mis favores amistosos, aunque concedidos sin malicia, con mi dulce abandono cuando le tenía a mi lado, con el mal disimulado placer con que yo oía sus requiebros, y hasta con mi reír y burlar cuando me hablaba de su cariño, había sido yo una desalmada coqueta, que había robado la tranquilidad de aquel señor excelente y había levantado en el mar pacífico de su ya fatigado corazón la más deshecha borrasca. Casi o sin casi, me creí en la ineludible obligación de apaciguarla para descargo de mi conciencia. En fin, y sin más preámbulos, en una tarde de invierno, a las cinco, hora en que suele tomarse el té, cité al Barón, como recientemente te tengo citado a ti, para que viniese a tomarle conmigo a solas. Mis jaquecas un tanto cuanto imaginarias han persistido siempre. Aquella tarde para todos tuve jaqueca menos para el Barón. Este acudió a la hora justa, lleno de gratitud, contento y ufanía. Parecía remozado por virtud de una poción mágica o por hechizos del amor. Entró, me saludó y se llegó a mí con la gracia, desenfado y ligereza de un pollo o
gomoso
, no de nuestro siglo decadente, sino de otras edades caballerescas en que fueron los hombres de temple más recio y más fino. Yo, con el pretexto de la jaqueca, estaba en el más cuidadoso y esmerado
négligé
. Mi vestidura era una elegantísima bata de flexible seda.

Pocas mujeres pueden hacer lo que yo hice entonces y puedo hacer y hago todavía. Cuando el corsé me enoja no le llevo, y nada, absolutamente nada, se humilla falto de sostén y baja de su sitio: todo permanece firme como el mármol y el bronce. Perdona que entre en estas menudencias. Mi presunción tiene alguna disculpa por lo no comunes que son las cualidades de que me jacto. Importa además consignar esta circunstancia de mi
toilette
para que se entienda lo que ocurrió en seguida.

No estaría bien que yo paso a paso te lo refiriese todo. Baste decir que pronto noté, en medio de las vivas muestras de cariño que el Barón quería darme, no sé qué disgusto, no sé qué penoso rubor en su cara. Creí entender lo que aquello significaba y me apesadumbré por él. En esto se abrió un poco mi bata y hubo de descubrirse mi garganta: no mucho más que lo que en un baile o en una recepción de etiqueta se deja ver al público. El sonrojo y la turbación de mi amigo subieron entonces de punto. Pero ¡qué imaginación tan poderosa y tan socorrida la suya!

Por dicha llevaba yo, pendiente del cuello en una cadenita de oro muy sutil, una pequeña medalla de plata, representando la Virgen de Araceli, patrona de la ciudad de Lucena.

Fijó el Barón la vista en la medalla y la tomó entre sus dedos, para examinarla mejor.

—¿De dónde procede esta medalla? —preguntó con curiosidad tal, que parecía embargar su espíritu y distraerle de los otros objetos.

—Es el único recuerdo que conservo de mi madre, contesté yo, como era la verdad.

—¿Y cómo se llamaba tu madre?

—Pascuala, le dije.

—¡Oh inescrutables designios del cielo!, exclamó el Barón, arrancando de su pecho un hondo suspiro que se diría que le desahogaba.

—¿Qué pasa? —pregunté yo imaginando que el Barón iba a desmayarse.

—Esa medalla, dijo el Barón, se la di yo a tu madre cuando estuve en Andalucía hace cuarenta y pico de años. Entonces… fuimos muy amigos… ¿no me comprendes?

Me entró al oír esta pregunta tan feroz gana de reír, que a duras penas pude contenerme, temerosa de que el Barón se ofendiera.

—¡Ah!, sí, te comprendo, dije al cabo, y di rienda suelta a mi alegría, riendo ya sin temor.

—¡Hija del alma! —dijo el Barón con tan profundo acento y con tantas apariencias de estar convencido, que sin duda empezó desde aquel punto a dar por cierto y por evidente lo que de improviso había imaginado. Ello es que ambos salimos muy agradablemente de aquel a modo de apuro, trocándose de súbito nuestra amistad y nuestro conato de amor anacrónico en el santo y puro afecto de un padre y de una hija.

—¡Padre mío! —dije yo y eché al Barón los brazos al cuello.

Después de esta dulcísima expansión, llamé a Madame Duval para que nos hiciese compañía. Con el debido sigilo le revelé nuestro parentesco, de que
[9]
ella se maravilló y holgó mucho. Luego charlamos los tres a cántaros. Con lo ameno de la conversación se nos olvidó tomar el té y llegó la hora de la comida.

La imprevista anagnórisis, como el Barón la llamaba, fue solemnizada con un exquisito
petit diner
fin en que se lució mi cocinera,
cordon bleu
de primera fuerza, y brindamos los tres a la persistencia del santo lazo recién descubierto y reanudado, primero con
Chateau Iquem
, y a los postres con tintilla de Rota, mi casi paisana. No hubo
champagne
, porque ni el Barón ni yo gustamos de ese vino, con algún pesar de Madame Duval, que gusta de él más que de nada.

Mi pobrecita hija Lucía, que apenas contaba entonces siete años, inocente como un ángel, luminosa, bella y serena como el lucero del alba, fue la cuarta persona que estuvo en la mesa y comió con nosotros. Con ojos algo espantados y sin comprender nada, se alegró de hallarse repentinamente con un abuelito, y más aun cuando el Barón, que es bueno e ingenioso y muy a propósito para divertir a los niños, le contó tres o cuatro cuentos fantásticos e infantiles, y le hizo varios juegos de prestidigitación con no escasa maestría.

Admirable es el encadenamiento de las cosas, y cómo de ciertas causas nacen a veces los efectos más imprevistos. ¿Quién hubiera podido imaginar que del descubrimiento de mi padre y de su aparición algo cómica, habían de resultar tan serias modificaciones y hasta cambios en la dirección de mi vida? Sin embargo, así aconteció. Lo que para salir de su atolladero inventó de súbito el Barón y yo acepté con risa, hallándolo disparatadamente gracioso, él y yo lo fuimos tomando más por lo serio cada día, y por virtud de nuestra voluntad atamos nuestras almas con lazo tan limpio y tan fuerte como si él fuese en realidad mi padre y yo su hija.

De esta ficción, que apenas ya me lo parecía, brotó en mi espíritu un sentimiento jamás experimentado por mí: algo de más fervoroso que la amistad; algo en que no entraba por nada el vehemente anhelo de los sentidos y algo que no era tampoco eso que llaman amor platónico y puro. Este sentimiento llegó a ser más puro y más grave que el amor platónico. Olvidada yo de que nacía de una mentira, le vi nacer en mí con sorpresa y deleite, y le cuidé con esmero para que creciese y floreciese.

Yo no niego ni afirmo la existencia de lo que llaman amor platónico; pero, si existe, hallo en él, mientras vivimos esta vida mortal y tenemos el alma en el cuerpo, y cuando son los que se aman mujer y hombre, un no sé qué de incompleto y aun de monstruoso.

No es, en verdad, amor, ni merece tan santo nombre, lo que yo he sentido y conocido desde la bajeza impura en que nací hasta el día de hoy. Sólo es amor, cumplido y entero, el que yo columbré remotamente entre los brazos de Juan Maury, y que por mi indignidad o por mi desgracia no pude alcanzar nunca.

Del amor cumplido y entero, exclusivo y honrado desistí desde entonces, considerándole para mí imposible.

El lazo afectuoso que hace años al Barón me une, no es amor ni amistad, porque es más apretado lazo que el que ata a los amigos, y porque es más espiritual y cae menos bajo el influjo de los sentidos que el amor más platónico y más puro.

Yo he leído y aprendido mucho en estos últimos años. Pocos escritos me han encantado más, como divino ensueño poético, que las últimas áureas páginas del libro de Baltasar Castiglione, titulado
El Cortesano
. Allí explica el ingenioso, sutil y elocuente Pedro Bembo cómo se complace y cuánto goza el amante en la contemplación de la mujer amada, viéndola, oyéndola y hasta mereciendo de ella ciertos delicados e inocentes favores, entre los cuales pone el de abandonar por largo rato en las manos de él las manos de ella, y hasta el de dar y recibir, con mero contentamiento espiritual y sin sensualidad alguna, besos en la boca, a fin de que allí acudan las almas y se unan y compenetren, como cuentan que le sucedió a Platón con su amiga, que hubo de ser la linda Arqueanasa.

Sin duda que esto es muy bonito, pero no veo yo cómo ha de ser el medio para encumbrarse a la contemplación, primero de la belleza universal, donde se encierran y cifran todas las bellezas individuales, y después a la eterna y perenne fuente de la belleza creada e increada, en cuyas llamas arda nuestro espíritu como ardió Alcides en la cumbre del monte Oeta, y por cuyo fuego seamos arrebatados al empíreo como Enoch y Elías.

Repito que todo esto me parece muy bien para leído en el libro que he citado, pero no en la práctica. Por eso doy gracias al cielo de que el Barón haya inventado tan a tiempo su paternidad. Dios me preserve de que él, por la contemplación estática de mi hermosura, y de que yo, prodigándole los referidos favores, aspiremos también a remontarnos al empíreo. Más fácil sería resbalar por este camino y caer en inmundicia, que subir, purificados y gloriosos, como el solitario del Carmelo, en el ardiente carro.

En suma, lo excelente que tuvieron mis relaciones con el Barón desde que se convirtió en mi padre, fue lo neutral, lo apacible, lo manso y lo sin sexo ni siquiera platónico, con que se señalaron. El Barón casi dejó de admirarme como hermosa, a fin de quererme, de atenderme y de servirme como buena.

***

No soy yo alegre y regocijada por mera y espontánea energía de mi espíritu. Lo he sido y lo soy también porque me impongo, porque me decreto la alegría. Las cosas no pueden estar mejor de lo que están. Me parecería ingratitud para con Dios, si yo me quejase. Desde lo más hondo de la abyección impura he logrado elevarme a una esfera brillante y relativamente limpia. Soy rica, libre, respetada, a pesar de mis extravíos, y considerada y atendida en cierta sociedad, que tendrá sus máculas, pero a la que algún respeto se concede. Claro está que yo, aspirando siempre a lo más perfecto, ora supongo que hay, ora si no hay, gustaría de que hubiese, una sociedad más escogida, elegante y honrada, un círculo de gente más selecta, dentro del cual fuese yo digna de colocarme. Pero jamás me conformaría yo a ser recibida en ese círculo por indulgente piedad; a que ese círculo descendiese de su nivel para recibirme, a que entendiesen los que viven en él que con su trato me purificaban o me realzaban. Para esto prefiero estar donde estoy, y aun me resignaría a estar mucho más abajo.

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