Genio y figura (4 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Genio y figura
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Tales son los execrables raciocinios que han de acudir en ocasiones a la mente de Rafaela, y que, corroborados por la compasión y la ternura, pueden haber dado al traste con todos sus propósitos de honestidad, en tal cual deplorable momento.

Yo estoy segurísimo de que Rafaela se ha arrepentido después, ha llorado como una Magdalena, ha confesado su culpa, ha hecho penitencia y propósito de la enmienda; pero recelo que ha reincidido más tarde con lastimosa flaqueza.

Ya que no para disculparla, para atenuar su falta y su responsabilidad moral deben valer el descuido de su vida pasada; el nunca conocido por ella vergonzoso temor de las niñas que se crían vigiladas por madres virtuosas; los ejemplos, siempre desaforados, que ha visto en torno suyo, en vez de verlos buenos, y hasta la carencia del orgullo señoril, que no podía perder, porque nunca le había tenido, y que sólo podía contrahacer para la generalidad de los hombres que le eran indiferentes, mas no para aquellos cuyo talento, gallardía o elegancia le entusiasmaban. Para estos no acertaba a ser arisca, y el escudo que ponía contra ellos delante de su corazón se derretía como la escarcha cuando se levanta el sol en el Oriente en las mañanas del mes de Mayo.

Así disertaba el Vizconde con profundidad filosófica, elevándose a las causas sin determinar los efectos. Dejaba entrever, examinando las causas, cuál había podido ser la conducta de Rafaela, pero no declaraba cuál en realidad había sido. Esto me hace pensar que el método con que hasta ahora voy escribiendo esta narración, más que de novela, es propio de historia. Y como la historia, por falta de testigos, documentos justificativos y otras pruebas, quedaría en no pocas interioridades incompleta y obscura, voy en adelante a prescindir del método histórico y a seguir el método novelesco, penetrando, con el auxilio del numen que inspira a los novelistas, si logro que también me inspire, así en el alma de los personajes como en los más apartados sitios donde ellos viven, sin atenerme sólo a lo que el Vizconde o yo podríamos averiguar vulgar y humanamente.

En lo sucesivo, además, yo me retiro de la escena, donde, como actor, nada tengo que hacer. De esta suerte podré contar con menos dificultades y tropiezos lo que hagan los otros. En cuanto a mi amigo el Vizconde, yo no le retiro, sino que le dejo en la escena, porque es uno de los principales actores.

IX

Todavía, antes de proseguir contando la vida y milagros de Rafaela, me incumbe hacer una aclaración. Voy a penetrar, no ya como mero historiador, sino como novelista, así en los más apartados rincones de la casa de Rafaela, como en el centro más recóndito de su alma; pero por ningún estilo quiero fingir nada, y sólo penetraré en las profundidades donde el novelista penetra, cuando lo que yo muestre en dichas profundidades sea tan lógica consecuencia de la verdad históricamente demostrada que no pueda menos de ser también la verdad. Y sobre aquello de que yo no esté seguro, sino dudoso, no imaginaré ni bordaré nada, dejándolo en cierta penumbra y como entre nubes.

Es innegable que Rafaela pagaba a D. Joaquín la posición que le había dado. Por ella andaba él aseado, elegantemente vestido y empleado en negocios importantes que le daban honra y provecho. Ella le cuidaba, le mimaba, mostraba quererle, y, sin duda, le quería. Lograba que fuera de su casa olvidara o prescindiera el vulgo de los antecedentes de D. Joaquín, no le quisiera mal y casi le respetara. Y lo que es en casa, con sus mimos y con su dulzura, Rafaela le hacía dichoso, arrebolando y dorando con luz alegre los días de su vejez y colmándolos de satisfacción y de ventura.

De las coqueterías de Rafaela no había nadie que no tuviese certidumbre; pero, si estas coqueterías no pasaban de cierto límite, más que ofender a D. Joaquín lisonjeaban su amor propio. Lo que es él, estaba convencido o se empeñaba en estar convencido de la fidelidad de Rafaela.

Los maldicientes y murmuradores tenían sus hablillas, pero con certidumbre nada malo se dijo durante los tres primeros años del matrimonio de los Sres. de Figueredo. Sólo se propalaban vagas acusaciones.

Don Joaquín, entre las diversas empresas que había acometido, contaba también la de agricultor en grande. No lejos de Petrópolis había comprado extensísimos terrenos y había formado en ellos una magnífica
fazenda
de diversos plantíos y sembrados, donde empleaba para la dirección y los más delicados trabajos a bastantes colonos alemanes y para las faenas más rudas multitud de esclavos negros. En el sitio más pintoresco de la propiedad, al borde de un riachuelo de agua cristalina y cercada de ameno jardín, se parecía la
chácara
o casa de campo, con vivienda muy cómoda para señores. Allí iba D. Joaquín a menudo, ya para inspeccionar la finca, ya para solazarse con algunos viejos amigos en el ejercicio de la caza, a lo que convidaba no corta porción de la tierra que poseía, inculta aún y formando risueña e intrincada floresta, en cuyo seno abundaban los pájaros y no pocos otros animales silvestres, como grandes lagartos y
tatúes
o armadillos.

Aquel bosque, aun sin el aliciente de la caza, era delicioso, tanto por los gigantescos árboles que le daban sombra y frescura, como por las olorosas y variadas flores que cubrían el suelo, por las orquídeas que crecían parásitas en los añosos troncos, y por las plantas enredaderas que, formando guirnaldas y festones, entrelazaban los árboles, haciendo a veces impenetrable la espesura, si un negro no caminaba delante con una hoz abriendo camino.

Rafaela era poco campestre. Rara vez iba a la
chácara
. Y como D. Joaquín iba a menudo y pasaba en ella tres o cuatro días seguidos y en ocasiones hasta una semana, el vulgo malicioso murmuraba que, durante estas ausencias, Rafaela usaba y hasta abusaba de la libertad en que la dejaba su marido.

Como quiera que ello fuese, al menos durante los tres primeros años, según ya queda dicho siempre fue de maravillar o la virtud de Rafaela o su prudencia sigilosa. A pesar de la jactancia de muchos hombres que gustan de hacer creer que son favorecidos, ninguna acusación terminante hubo contra Rafaela. D. Joaquín, atendidas sus circunstancias y las de su señora, podía pasar, por inverosímil milagro, como marido venturoso y respetadísimo.

La primera sospecha que vino poco a poco a tomar cuerpo, adquiriendo visos y trazas de certidumbre, fue de inusitada y singular importancia. Se supuso que un egregio personaje, sin par en todo el imperio por su elevación, en noches en que Rafaela no recibía a sus tertulianos por tener jaqueca, penetraba en la casa de ella y permanecía allí no pocas horas.

Hasta llegó a contarse una muy curiosa particularidad, que prueba cómo el vulgo lo atisba, lo huele y lo descubre todo.

En las noches en que el personaje egregio penetraba o se suponía que penetraba con misterioso recato en casa de Rafaela, se cuenta que poco antes venía un sujeto de honrosa servidumbre trayendo en su coche dos tatarretes.

¿Qué pensará el curioso lector que dichos tatarretes contenían? La gente lo declaraba como si lo hubiese visto y probado. En el uno había leche, y manteca de vacas en el otro. Es rareza inexplicable que en toda nuestra península ibérica, y probablemente en sus colonias hasta tiempos novísimos, apenas haya habido nunca vacas de leche ni con la leche de vacas se haya hecho manteca. Tal vez, hará cuatro o cinco siglos, la manteca de vacas se hacía en España y se llamaba
butiro
. Si la palabra cayó en desuso fue porque antes dejó de usarse la sustancia que con la palabra se significa. Apenas se comprende, pero es lo cierto, que cosa tan primitiva no se haya hecho nunca o haya dejado de hacerse en España durante cuatro o cinco siglos. Lejos de ser el
butiro
una novedad, traída por el progreso humano, parece que ya las hijas de los primitivos arios, en las faldas del Parapamiso, ordeñaban las vacas y de su leche sacaban exquisita y fresca manteca, tomando ellas nombre de este mismo oficio o arte en que se empleaban, pues afirman los sabios etimólogos que la palabra hija, en el lenguaje de los vedas, equivale a la que ordeña las vacas y hace la manteca.

Pero pongamos a un lado estas sabias disquisiciones y contentémonos con declarar que, allá por el tiempo en que ocurría lo que voy contando, era punto menos que imposible proveerse en el Brasil de leche de vacas y
butiro
fresco para tomar el té, por donde, cuando un egregio personaje quería tomarle en compañía de alguna dama muy querida, enviaba él de antemano a la casa de ella la leche de vacas y la manteca.

Supuesto lo que antecede, murmuraban unos y celebraban otros que, avergonzada Rafaela de no tener en su casa ni leche de vacas ni
butiro
fresco, había inducido a D. Joaquín a fundar una buena casa de vacas en la
chácara
de Petrópolis, donde había ricos y abundantes pastos: un
capim
exquisito. D. Joaquín hizo venir, de Inglaterra, de Holanda y de Suiza, vacas de leche de las mejores castas, y pronto tuvo
butiro
fresco en abundancia y crema deliciosa.

X

Harto notarán los que lean con atención este relato, que el más marcado rasgo del carácter de Rafaela era su propensión invencible a ser didáctica. Y no puede negarse que para educar y perfeccionar a cuantos seres la rodeaban poseía aptitud pasmosa. Ya hemos visto los milagros que obró en su D. Joaquín.

En su confidenta, que las malas lenguas suponían su Enone, hizo también maravillas. Era una francesa que antes de entrar en su casa se había sustentado dando lecciones del propio idioma y del inglés, que sabía casi con igual perfección. Rafaela, que la había tomado primero por maestra, acabó por tomarla por acompañanta. La sentaba a su mesa, la llevaba consigo a misa, a tiendas y a paseo, ya a pie, ya en coche, y en sus tertulias le encomendaba que sirviese el té y que diese conversación a los tertulianos más fastidiosos y ordinarios.

Madame Duval, que así se llamaba la confidenta, por afirmar ella misma que era viuda de un Comandante francés de caballería, muerto heroicamente en Argelia matando moros, tenía cualidades excelentes, pero era remilgadísima y empalagosamente afectada, y empleaba al hablar tres o cuatro muletillas y frases sentimentales, que apenas se podían sufrir y pervertían y maleaban todas las virtudes y excelencias de la buena señora. Rafaela acertó a curarla de estos resabios, por tal arte, que, a los pocos meses de tener a Madame Duval a su servicio, se había esta convertido en persona natural y sencilla, de trato franco y agradable, el cual ya como antes no se quebraba de puro fino.

Tenía Rafaela la habilidad de insinuarse en los espíritus, de dominar las voluntades y de hacer eficaces sus amonestaciones educadoras sin ofender el amor propio de los educandos. De aquí que los criados de su casa, blancos y negros, la respetasen y la amasen, resultando todos más instruidos y hábiles a poco de entrar a servirla. El cocinero guisaba mejor. El cochero mulato era un verdadero automedonte, y sentado en el pescante del landó tenía la mejor facha: hubiera podido pasar por el cochero del Príncipe de Gales, untada la cara con tizne. El jardinero negro había llegado a saber casi tanta botánica como Spix y Martius, doctísimos investigadores de la Flora brasílica. Entre los mozos de caballeriza descollaba, cual hábil palafrenero, el ínclito y triunfador Trajano, negro
mina
que tenía singularmente a su cuidado los dos hermosos caballos ingleses en que solía pasear la señora. El maestresala, que era asturiano, se había pulido tanto en su oficio, que hubiera podido escribir, en consonancia con los adelantos de la época presente, una
Arte cisoria
más bonita que la de D. Enrique de Villena. Y por último, los otros criados de comedor, aunque eran negros, servían con primor en los banquetes, y todos se habían acostumbrado a llevar zapatos de continuo, y a no ir descalzos de pie y pierna, según la común usanza de entonces.

El benéfico prurito de educar y de corregir que había en el alma de Rafaela, llegó a tener influjo hasta en su confesor y director espiritual el Padre García.

Era este un venerable siervo de Dios, diserto y suave en sus coloquios, notable teólogo dogmático y severo moralista, cuyos consejos y advertencias valieron mucho a Rafaela, aunque a menudo, y muy a pesar suyo, no los seguía: culpa acaso del irresistible ímpetu de su apasionado carácter.

Sólo deslustraba el indiscutible mérito del Padre García una inveterada y perversa maña, que desde la infancia había en él, y que le había valido entre sus condiscípulos del seminario el farmacéutico apodo de
Pildorillas
. Era prodigiosa la inagotable fecundidad del filón de donde el Padre García las sacaba y las fabricaba. Sus narices eran venero inexhausto. Eran como los encantados cubiletes del prestidigitador más aplaudido. En cuanto cabe en lo humano, daban una idea aproximada del milagro de pan y peces. ¡Pues bien: apenas parece creíble! Rafaela, con gracioso talento, con amistosa delicadeza, sin dar a conocer que notaba en el Padre aquel vicio y censurándole sólo en los otros, logró curarle de él radicalmente, y esto, hasta tal extremo de perfecta curación, que, según los informes que he podido adquirir, el Padre García en los muchos años, que para bien y provecho de las almas, ha vivido después, no ha fabricado una sola píldora siquiera.

XI

Mientras mejor dotado de brillantes cualidades entendía Rafaela que estaba un sujeto, y mientras mayores simpatías le inspiraba, mayor y más vehemente era en ella el deseo de corregir sus faltas, haciendo de él un dechado de perfección, hasta donde la perfección es dable a nuestra decaída humana naturaleza. Por esto me atrevo a asegurar que con nadie anheló más fervorosamente ejercer su eficaz magisterio que con el ilustre Pedro Lobo, Ayudante de campo de Juan Manuel Rosas, dictador de la República Argentina.

En 1850, Pedro Lobo había venido a Río con el carácter oficial de Agregado militar a la Legación de su patria, si bien se susurraba que tenía instrucciones secretas del dictador, cuyo favorito era.

La fama había precedido en Río a Pedro Lobo, refiriendo sus extraordinarias hazañas contra los indios del extremo Sur de la Pampa, más allá de Carmen de Patagones, y contra los unitarios refugiados en Montevideo, dando cuenta, con mil novelescos pormenores, de sus correrías por las más apartadas regiones de la misma Pampa, de los Andes, y de la Patagonia, y ensalzando sus raras prendas de carácter, su brío indómito y su agilidad y destreza en todos los ejercicios del cuerpo. Nadie desbravaba mejor que él el más fogoso potro no domado; nadie disparaba mejor las bolas ni detenía con el lazo, ya a los toros bravos, ya a los ligeros avestruces o ñandúes, ni nadie manejaba mejor el puñal y el machete, ni tenía tino más certero con la carabina.

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