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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Genio y figura (9 page)

BOOK: Genio y figura
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Por desgracia, esta deseada y aconsejada superposición no había llegado a verificarse, aunque Rafaela a menudo la apetecía.

Indudablemente, sin ninguna intención y sin oculto propósito, sin descubrir ni reconocer ella como causa de su cambio la impresión que Juan Maury le había hecho, y creyéndose impulsada por las amonestaciones y piadosos discursos del Padre García, no sólo había despedido a Arturito, sino que también se propuso no volver a recibir al gaucho y romper para siempre con él, aunque bien notaba, con cierto sentimiento entre lisonjero y penoso, que la segunda venida del gaucho a Río había sido por ella.

Y como ella jamás desechaba la gratitud ni la amistad, aunque desechase el amor, todavía, al despedir resueltamente al gaucho por medio de Madame Duval, conservaba por él estimación y afecto. Sólo cuando supo la tragedia de la Tejuca, obra sin duda del injustificado rencor de Pedro Lobo, su amistad y su estimación hacia él se trocaron en aborrecimiento.

La insistencia pertinaz que mostró Pedro Lobo en volver a verla, exacerbó este odio, agotó su paciencia y le hizo perder los estribos.

Ella no recibía entonces, ni salía de casa; pero Madame Duval era perseguida y detenida por Pedro Lobo, y ora por su medio, ora imprudentemente, valiéndose de un criado cualquiera, Pedro Lobo la inquietaba y la atormentaba con cartas pidiéndole, casi exigiéndole una cita.

A las cuatro primeras cartas, dos al día, nada contestó Rafaela. A la quinta, en la mañana del día tercero, Rafaela se puso fuera de sí, perdió toda su circunspección, desechó recelos, resolvió arrostrar cualquier peligro que sobreviniese y contestó al gaucho, sin rasgar el papel, aunque bien pudiera decirse, citando el antiguo romance, que le escribió:

Con tanta cólera y rabia,

que donde pone la pluma

el delgado papel rasga.

La carta de Rafaela era como sigue:

«Sr. D. Pedro Lobo: Ni usted tiene, ni yo he dado a usted el menor derecho para lo que hace, inquietándome, afligiéndome y desesperándome. Jamás prometí ni exigí a usted que me prometiera fidelidad ni constancia. No hay lazo que nos ate ni obligación que nos encadene. Libre es usted y yo también lo soy de querer a quien se nos antoje. Con plena libertad, aun después de haber arrojado de mi alma, por motivos de que no tengo que darle cuenta, todo tierno afecto hacia usted, le consagraba yo aún estimación amistosa. Esta se ha perdido también por la tremenda culpa de usted cometida hace pocos días. Ya ni amor, ni amistad, ni estimación le tengo. No diré que le odio, porque no odio a nadie, y si le odiase haría de usted excepción honrosa. Me es usted indiferente, pero me aburren y me atacan los nervios sus persecuciones. Váyase usted de Río y déjeme en paz. Como no gusto de frases pomposas, cuyo contenido pudiera alguien poner en duda, no me meto en decir que soy una dama y que usted es un caballero: diré sólo que soy una buena mujer, aunque pecadora, y que espero que sea usted un hombre bueno para mí y que como tal se conduzca. Con dicha esperanza escribo esta carta, y confío en que no me comprometerá usted abusando de ella; mas aunque desconfiase, de nada tendría miedo. Podría usted causarme el mayor daño y me sería menos insufrible que su empeño de reanudar relaciones. Rotas están para siempre y nada temo por mí. Temo por usted y le aconsejo que se vaya cuanto antes a Europa. Por nada del mundo quisiera yo más tragedia. Yo no soy vengativa, pero hay personas que lo son. Guárdese usted de ellas, y póngase en salvo».

Así terminaba la carta, firmada sólo con la inicial R.

Madame Duval la llevó a la fonda donde el gaucho vivía, y estuvo presente a su lectura.

No bien acabó de leer, Pedro Lobo dijo furioso:

—Me insulta y hasta se atreve a amenazarme. Sin duda tiene nuevo galán y con él es con quien me amenaza. Yo me río. Morirá a mis manos como Arturito ha muerto.

—Sosiéguese usted —dijo Madame Duval con mucho reposo—. No es amenaza sino aviso lo que da mi señora. Ella dista mucho de tener nuevo galán. Créame usted. Hablo sinceramente. Mi señora se ha entrado por la devoción y lleva camino de ser una santa.

—¿Pues entonces quién es la persona de quien dice que debo salvarme? Yo no quiero salvarme de nadie. La buscaré y nos veremos las caras.

—No se exalte usted, señor Pedro Lobo —replicó la dueña—. No hay motivo ni posibilidad de que usted tenga nuevo lance. El aviso de mi señora se funda…

—¿En qué se funda?

—Tal vez en que ha irritado usted a un hombre rico y poderoso arrebatándole su único hijo, a quien idolatraba.

—¿Cree Rafaela acaso que el viejo Machado es capaz de pagar sicarios para que me asesinen?

—Muy lejos está de creerlo, pero tal vez haya quien, sin esperar ni recibir salarios, ponga a usted asechanzas y atente contra su vida.

—¿Y quién puede ser ese guapo?

—Pues bien, señor Pedro Lobo, voy a decírselo a usted para su gobierno. No digo que sea, pero puede ser el negro Octaviano. Acusarle sería inútil y hasta peligroso porque se pondría cierto lance en conocimiento de la justicia y porque no hay prueba alguna contra Octaviano. Yo sólo sé que él es rencoroso y fuerte, que sabe disimular sus propósitos y que amaba en extremo a su niño, como él llamaba al señorito Arturo. El brío del tal negro es para aterrar a cualquiera. Todos los otros negros le reconocen como el más diestro y pujante en la
carnerada
.

—¿Y qué diantre de
carnerada
es esa? —preguntó Pedro Lobo riendo, aunque preocupado y un tanto cuanto con la risa del conejo.

—La
carnerada
—contestó Madame Duval—, es un raro arte de esgrima que los negros aprenden y ejercen. Como tienen la cabeza más dura que hierro, hacen de ella un arma y llegan a dar topetadas feroces y a veces mortales. A menudo, ni la ley puede castigarlos por este crimen, porque una fiebre o un delirio, que también se llama
carnerada
, se apodera de ellos, les quita la responsabilidad y el juicio y los impulsa a correr frenéticos por las calles y a chocar con el primero que más a propósito se les antoja, dándole a veces tan tremendo golpe en el pecho, que le causa la muerte. Ni mi señora ni yo podemos saber de fijo que Octaviano quiera emplear en usted la
carnerada
; pero todo es posible, y tenga usted entendido que Octaviano no es solamente audaz, sino también precavido y astuto, por lo cual, si se propone
topar
contra usted, no le bastaría fiar en su destreza, aunque es mucho lo que en ella fía, y de seguro que habrá juramentado a varios de sus amigos y discípulos en el arte, para que si él malogra la empresa, ellos la terminen.

Al oír esta relación, Pedro Lobo no pudo aguantar más, montó en cólera y dijo a la dueña:

—Ea, basta ya, doña Duval o doña Marisápalos, y no pretenda burlarse de mí e intimidarme con mentiras o con ridiculeces. Pronto, largo de aquí, si no quiere usted que me olvide de que es mujer y… vieja.

Lo de vieja dolió en extremo a Madame Duval, porque se consideraba joven y casi lo era. Aún no había cumplido cuarenta años; gozaba de muy buena salud; si bien algo chata, no tenía mal ver, y estaba rolliza y sonrosada, y con la tez tersa y jugosa.

Al llamarla vieja, Pedro Lobo procedía con injusticia notoria y con falta bestial de galantería, pero, como estaba tan enojado, algo debemos perdonarle.

Lo que es Madame Duval no le perdonó nada. Tuvo, sí, miedo de su furia y puso pies en polvorosa. Sin embargo, al llegar a la puerta de la sala, y antes de apresurar el paso y aun de echar a correr, no pudo resistir a la tentación de imitar a los partos y de disparar huyendo la más emponzoñada flecha.

—Señor valiente —dijo—. No disimule usted su miedo con la cólera. El caso es grave. No morirá usted de cornada de burro, pero puede morir de topetada de negro. Esté sobre aviso.

Pedro Lobo quedó bramando de coraje. Hallaba ridículo que le amenazasen con la
carnerada
, y más ridículo aún que él la temiese. Pedro Lobo, no obstante, la temía, aunque trataba de disipar el temor y de ocultarle a su propia conciencia.

Harto sabía él que lo de la fiebre o delirio de la
carnerada
no era fábula. Por otra parte ¿qué adelantaba con seguir en Río? La carta de Rafaela era feroz, pero él desistía de vengarse de ella villanamente. Y pretender o exigir de nuevo reconciliación, ya con súplicas, ya con intimidaciones, estaba convencido de que era inútil.

En Río, además, donde el Sr. Gregorio Machado era bastante querido, casi toda la gente de la sociedad miraba al gaucho con disgusto mal disimulado como a matador de un mozo que en medio de todos sus extravíos siempre había sido dulce y afable.

Pedro Lobo revolvió mil cosas en su mente, formó mil desatinados proyectos: hasta pensó en ir de mano armada a buscar a Octaviano, adelantándose a matarle antes de que él le matara; pero al cabo, después de muchos desvaríos, prevaleció la determinación más juiciosa; y, cuatro días después de la conversación que tuvo con Madame Duval, Pedro Lobo se embarcó en un vapor inglés que iba a Southampton y libró de su odiada presencia a Rafaela, a Madame Duval, al señor Gregorio Machado, a Octaviano, y a casi toda la sociedad
fluminense
.

XX

Grosero y pesimista es el refrán que dice: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. El refrán, con todo, tiene por desgracia mucho de verdad. A los siete u ocho días de muerto Arturito y a los tres o cuatro de ido Pedro Lobo, nadie se acordaba ya de Arturito, salvo su padre, Octaviano, Rafaela y el Sr. D. Joaquín, que le amaba y le lloraba como a su mejor amigo. Porque D. Joaquín, cual fruto almibarado y sabroso con cáscara amarga, no bien quedó despojado por el amor y el arte de su mujer de la cáscara de usurero en que durante muchos años se había parapetado y escondido, apareció como el ser más tierno y angelical entre todos los seres humanos.

En Río se seguía la vida de costumbre, si bien muchos caballeros y la elegante juventud dorada echaban de menos la tertulia de Rafaela, la cual andaba retraída y triste, y no recibía.

Muchos jóvenes de la buena sociedad acudían con frecuencia al casino como único recurso. Nuestros amigos, o por lo menos conocidos ya del lector, el vizconde de Goivoformoso y Juan Maury, eran de los que allí más acudían.

Hubo, a la sazón, un incidente que tiene trazas de insignificante, pero del cual importa dar cuenta ahora, porque contribuye algo a la claridad y al proceso de esta historia, quizás más verdadera que divertida.

En sus ademanes, en su conversación, en su modo de vestir, de presentarse y hasta de andar, era tan sencillo Juan Maury y carecía tanto de afectación y estudio, o los disimulaba tan bien, que las personas ordinarias no caían en la cuenta de su aristocrática y natural distinción, y sólo las personas que, si no tenían la misma distinción, eran dignas y capaces de tenerla, comprendían y estimaban en todos sus quilates la del inglesito: pero ni a unas ni a otras personas deslumbraba él ni hería o lastimaba con elegancias de relumbrón. Era todo lo contrario de lo que había sido Arturito al volver de París. La ropa, los dijes y los primores de Arturito habían excitado la admiración y la envidia. Su
dandinismo
había hecho estruendosa irrupción en la mente de sus maravillados compatriotas, mientras que el
dandinismo
de Juan Maury, casi a despecho de su poseedor, sólo se insinuaba con suave lentitud en el espíritu de la gente más delicada. Evidentemente, Juan Maury ni tenía en Río, ni hubiera tenido en parte alguna, el menor propósito de llamar la atención, y menos que por nada por adornos o perfiles que pueden comprarse en una tienda. Pero aún era muchacho y solía tener caprichos casi infantiles. Por uno, pues, había llamado la atención a pesar suyo. Nadie había reparado en que sus fracs y sus levitas tenían corte más elegante, ni que en todo lo demás de su traje había el sello de la perfección que cabe en lo humano; pero el bastón que llevaba de diario excitó la admiración e hizo el encanto de todos, porque entonces era objeto de altísima novedad, y de invención tan reciente, que tal vez no se contaría aún por todo el mundo media docena de semejantes bastones, los cuales, con el andar del tiempo, se han emplebeyecido y divulgado tanto, que ya nadie los lleva, a no ser algún cursi frenético y atrasado de moda.

El bastón de Juan Maury era un bambú como cualquiera otro. Por donde descollaba y pasmaba, era por el puño, hecho de marfil en forma de cabeza semi-humana, semi-perruna, bastante bien tallada. Los ojos eran de vidrio, imitando los naturales, y muy luminosos. La parte que figuraba el pelo estaba teñida de negro; en las mejillas había un tinte sonrosado, y en la boca vivísimo color rojo. Se tocaba un resorte o botoncito, y la figura entonces bajaba y subía los párpados, abría mucho la boca y sacaba y enseñaba una lengua muy larga y puntiaguda.

Las muecas de la cabeza esculpida, al moverse por medio del resorte de la manera ya indicada, divirtieron mucho a los jóvenes brasileños, y no pocos se apresuraron a ser presentados a Juan Maury para que les enseñara el bastón, cuyo éxito fue tan grande que le pidieron las señas de la ciudad y de la tienda donde le había comprado, y pidieron una buena remesa de ellos para Río.

Mucho distaba aún de llegar la remesa, cuando, en aquellos mismos días del lance entre Arturito y el gaucho, notó la gente que Juan Maury no llevaba ya el bastón. Le preguntaron por su paradero y él contestó que no sabía. El bastón se le había perdido. No había quedado rastro de él. Era como si la tierra se le hubiese tragado.

Tres puntos fueron los que en aquellos días se tocaron en las conversaciones en que la política o la literatura no entraban por nada. La muerte de Arturito y la pérdida del bastón, aunque pronto empezaron a olvidarse ambas cosas, y por último la aparición de la famosa contralto Rosina Stolz, que iba a estrenarse en el teatro principal, en la Semíramis de Rossini, donde ella era admirable, como actriz y como cantora, haciendo el papel de Arsaces.

Los filarmónicos, que en los ensayos la habían oído, estaban entusiasmados y referían maravillas, lo cual acrecentaba la envidiable fama que la había precedido antes de llegar de Europa y estimulaba en todas las personas de buen gusto la curiosidad y el anhelo de verla y de oírla.

Daba mayor interés a la aparición de la Stolz en el teatro de Río, el que se había formado un terrible partido contra ella, impulsado por el sentimiento patriótico. Y no porque nadie imaginase que podía existir rivalidad entre las
modinhas
del país y la música de los grandes maestros italianos, ni entre las indígenas y populares cantoras y una
diva
tan eminente y tan aplaudida en los principales teatros europeos. Todo era por culpa de un desaforado crítico francés, que no ha dejado de tener imitadores más tarde. Anticipándose a Julio Lemaître
[6]
, que publicó un artículo en los periódicos dando consejos a Sara Bernhardt cuando fue a América, el referido crítico había dado y publicado también consejos a la Stolz antes de que se embarcase en un puerto de Europa para ir a la conquista del Nuevo Mundo.

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