Groucho y yo (31 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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* * *

Tras la muerte de Thalberg, mi interés por el cine se desvaneció. Seguí apareciendo en la pantalla, pero mi corazón estaba ya en tierras lejanas. La diversión ya no existía en el hecho de hacer películas. Yo era como un boxeador viejo que todavía sube al ring, pero que ya lo hace únicamente por razón del dinero.

Mi canto del cisne fue
Una noche en Casablanca.
Se trataba de probar suerte de un modo independiente y teníamos que sacar un porcentaje de los beneficios. Ya no recuerdo el nombre del productor. Sin embargo, dado que era un hombre muy amable, lo llamaremos Delaney. Por desgracia, el hecho de ser un hombre muy amable no constituye la única cualidad que se requiere para realizar una buena película. Es posible que no fuera más que una coincidencia. No obstante, poco después de estrenarse la película, se retiró y emprendió una línea de trabajo menos conspicua.

Ya sé que dará la impresión de ser una exageración, pero durante el rodaje Harpo afirmó que era posible oír cómo crujían mis huesos, incluso por encima del sonido que producía el diálogo. Un día, tras una sesión particularmente dura, decidimos que íbamos ya cuesta abajo y que había llegado la hora de vivir tranquilamente mientras estábamos aún parcialmente vivos.

En la película había muchas escenas que eran más apropiadas para acróbatas (me refiero a acróbatas jóvenes) que para tres cómicos decrépitos. Con todo, nos sometimos alegremente a todas las violencias. Teníamos que hacerlo. Para empezar, apreciábamos al productor. En segundo y más importante lugar, éramos propietarios de una parte de la película. Si fracasábamos, no obtendríamos el dinero suficiente ni para pagar a un curandero que reparase nuestras estructuras.

La clase de película más difícil de realizar es la comedia. Si no lo crees, mira a tu alrededor y comprueba cuántas se realizan. Son tan escasas como los dientes de las gallinas. (¿Por qué insiste aún la gente en utilizar este símil estúpido, cuando incluso el gallo sabe que las gallinas no tienen dientes... y muy poco de todo lo demás?)

* * *

Permíteme que te describa ahora un día típico en la vida de un cómico cinematográfico. Te ordenan que estés en el estudio a las ocho de la mañana, resplandeciente y alegre. Ésta es una orden de enormes proporciones. De hecho, lo sería igualmente si te mandaran estar allí a las tres de la tarde. Deslizándote de la cama a las seis de la mañana, coges una toalla húmeda y te azotas para recobrar la conciencia. Luego, después de desayunar a base de cereales fríos y de yoghourt, te pones a conducir de mala gana hasta el estudio con los ojos entreabiertos. Al pararte en cada semáforo, echas una mirada rápida al guión que tienes en el asiento de al lado. Esta distracción te permite de vez en cuando golpear el coche que se ha parado delante. Pero esto no tiene importancia. Lo que has de hacer es meterte bien en la cabeza aquel diálogo inmortal, un diálogo que con toda seguridad se te borrará de la memoria tan pronto como el director grite:

—¡Acción!

El escenario en donde has de demostrar que eres jocoso y divertido es un almacén pobremente iluminado y diseñado conforme a las líneas de un viejo mausoleo. En el suelo hay centenares de cables y de alambres, todos deliberadamente colocados en posiciones estratégicas para que tropieces con ellos cuando arrastres tu pesado cuerpo hacia el camerino que la mujer de la limpieza ha olvidado limpiar.

En el estudio no hay facilidades para ir al lavabo: no las hay en
ningún
estudio de ninguna parte del mundo. Esta omisión vital siempre ha constituido para mí una fuente de intriga. ¿Se planeó así únicamente por razones de economía o hemos de concluir que los arquitectos nunca consideraron a los actores como seres humanos y que, por consiguiente, no vieron ninguna razón para esta necesidad? Durante mis veinte años en el cine he recorrido centenares de kilómetros en toda suerte de temperaturas, a lo largo de calles de trampa y cartón, a través de torres de Babilonia, por muelles de Marsella, por desiertos de arena que se dirigían a La Meca, por estaciones de metro —todo ello construido en estudios cinematográficos—, buscando con frenesí, no el amor, sino únicamente un pequeño retrete, cómodo y antiguo, cálido y acogedor.

Aproximadamente a las nueve menos cuarto, los operarios dejan de jugar a las cartas y los actores son llamados al estudio. Después de tres ensayos y de diecisiete tomas, el director concede de mala gana que quizá ya tiene «en el bote» lo que quería conseguir. Este punto no se relaciona con la falta de lavabos que acabo de tratar.

El rodaje prosigue desde las nueve hasta las seis, con una pausa para un almuerzo apresurado. Tras esto, todo el mundo vuelve al estudio de modo airado y quisquilloso, exceptuando a los operarios que consideran toda la producción como una intromisión personal en sus partidas de naipes.

Si tienes la suerte de no aparecer en la primera escena que se rueda, te vas a tu camerino, que aún no ha sido limpiado, y te dedicas a estudiar los diálogos de la tarde. Una vez los has aprendido de memoria, decides tenderte en la cama para dormir un poco. Cuando empiezas a adormilarte y a soñar que estás bajo un cocotero en la isla de Bali-Ha'i, con Shirley MacLaine bailando únicamente para ti la danza de los siete velos, penetra en tu cubil el jefe del departamento de publicidad acompañado por dos periodistas sindicados. Todo lo que quieren de ti son cuarenta minutos de locuaz monólogo. Si lo consiguen, tienen suficiente para su nota en el diario del día siguiente, lo cual les permite quedarse libres para pasar la tarde en el hipódromo de Santa Anita.

Uno de los ayudantes del director te informa entonces de que te están esperando en el estudio. El director te ordena que te refresques la cara. El maquillador empieza entonces a abofetearte con una esponja húmeda. Esto resulta particularmente agradable en aquellos numerosos días en que tu temperatura es elevada.

Va pasando la tarde y, cerca de las seis, ya nadie se preocupa de lo que se filma ni de cómo se filma. Todo lo que desean los presentes es desaparecer de allí, irse a casa, cenar y ponerse a dormir hasta el día siguiente de rodaje.

A las seis en punto todo el mundo se precipita hacia la salida: todo el mundo, a excepción de las estrellas, del productor y del director. Este fatigado grupo trepa entonces dos tramos de escalera de hierro hasta la sala de proyección, a fin de visionar las escenas que el director ha echado a perder el día antes. (Es una ley tácitamente admitida en la industria del cine el hecho de que la sala de proyección esté siempre situada a dos tramos de una escalera de hierro.) La primera escena que vemos no es muy mala. De hecho, es bastante buena. Únicamente tiene un defecto. Falta la cabeza de Chico. Parece que el operador que ha filmado a Chico tenía resaca y no podía enfocar bien su enorme cámara Brownie en el lugar que deseaba, es decir, en la cabeza de Chico.

Cuando ya se han visionado todas las escenas, las luces se encienden y todo el mundo se mira mutuamente con aire acusador, exceptuando al productor que se ha marchado en silencio hace mucho rato para ultimar sus planes encaminados a emprender otro negocio.

* * *

Y ahora volvamos a la realidad y a
Una noche en Casablanca.
Era la última semana de rodaje. Para completar la película conforme a lo previsto (de lo contrario, se nos dijo que rebasaríamos el presupuesto inicial), se decidió que se rodaría cada noche hasta las diez. Esto puso muy contentos a los operarios, ya que esto significaba que entonces trabajarían en tiempo dorado. En el caso de que nunca hayas sido operario de unos estudios cinematográficos, te diré que «tiempo dorado» significa que los empleados cobran entonces cuatro veces más de lo que se merecen, en lugar del doble.

Teníamos que acabar la película en un sábado. Nos enseñaron ciertos signos financieros misteriosos que nadie de nosotros comprendió y se nos dijo que, si podíamos matar la película aquella noche (lo cual, dicho sea de paso, habíamos estado haciendo con gran éxito desde el comienzo), podríamos ahorrar una auténtica fortuna.

Quizá será mejor que explique la última escena. En el estudio había instalado un enorme aeroplano y, extendiéndose en sentido horizontal desde una de las portezuelas, aparecía una escalera de mano. Estaba extendida de modo muy rígido a unos seis metros del suelo. Los tres muchachos, es decir, nosotros, estábamos colgados de esta escalera, intentando subir al avión. En el interior del aparato se encontraban tres rudos «matones» que trataban de impedir que nos embarcáramos. Harpo y Chico habían alcanzado ya la portezuela, pero este servidor de ustedes no había avanzado tanto y seguía aún colgado de cabeza abajo, sostenido en la escalera con sus rodillas.

A la una de la madrugada, la escena no se había concluido todavía. Mientras me balanceaba de un lado para otro detrás de un enorme ventilador, destinado a crear la ilusión de vuelo —y para conseguir que fuera más fácil que cayera de cabeza—, tomé la decisión de que, para bien o para mal, tenía que cambiar el curso de mi vida. Mientras colgaba de aquella escalera como un pavo desplumado, me dije a mí mismo:

—Groucho, viejo amigo (y, créeme,
eres
un viejo), ¿no te parece que ésta es más bien una forma ridícula de malgastar los pocos años que te quedan?

Acabamos de rodar a las dos, estrechamos la mano a todo el mundo y, sin que Chico ni Harpo se sorprendieran, anuncié que me retiraba del cine.

Capítulo XX

EL DILEMA DEL PACIENTE

A medida que avanza esta crónica trivial, empieza a insinuarse en mí la idea de que el hecho de escribir es algo enormemente duro de pelar. En mis buenos tiempos, escribí muchos artículos presuntamente cómicos para revistas y periódicos. Sin embargo, conseguir un número suficiente de páginas para llenar un libro es una nueva experiencia para mí. Antes acostumbraba a jugar al golf cada día (y muy mal), daba largos paseos con dos pulgosos perritos que habían costado muy caros y de vez en cuando incluso montaba a caballo. Ahora, no obstante, me parece que no hago otra cosa que escribir. Por otra parte, cualquier persona que haya escrito sabe que el hecho de escribir requiere pensar. Y todo el mundo sabe que pensar es simplemente la forma más desagradable de pasar el día. Pero hay que seguir adelante. Debo confesar que el tema de este libro no me ha parecido nunca el material literario más arrebatador que existe en el mundo. La única curiosidad que siento ahora es saber si tengo la energía y la fuerza suficientes para llegar hasta el final.

Hace algún tiempo leí la vida de Balzac escrita por Stefan Zweig. El único modo mediante el cual Balzac soportaba su vida de escritor consistía en mandar a su criado que lo encadenase a la cama por la noche y que lo soltara por la mañana. A fin de mantenerse despierto, bebía veinte o treinta tazas de café. Todavía no se habían descubierto la bencedrina ni los demás estimulantes poderosos. Al fin murió envenenado por el café. Existe un término médico para esto, pero no recuerdo cuál es y no voy a telefonear a mi médico para preguntárselo. Si lo hiciera, me cobraría la visita.

No sé cómo está esto en otras latitudes, pero en Beverly Hills el viejo doctor rural con su caballo, su calesín y su maletín negro ha desaparecido por el mismo camino que el caballo y el calesín. Ayer vi a un hombre que se dirigía a mi club de campo montado en un Cadillac impresionante que conducía un chófer. Cuando se alejó, pregunté al encargado del aparcamiento a qué negocios se dedicaba aquel señor. Sabía que tenía que ser un hombre rico, parque un Cadillac y un chófer en estos días de confiscación virtual por impuestos pueden ser un modo muy caro de viajar. El encargado me dijo que aquel hombre era médico.

—¡Médico! —exclamé—. ¿Y puede permitirse un Cadillac y un chófer? ¿Qué clase de médico es? —Un especialista en alergias —respondió el joven.

* * *

Supongo que la mayor parte de mis lectores sabrán lo que es un especialista en alergias. Con todo, por si alguno no lo sabe, voy a describir uno brevemente. Supongamos, por ejemplo, que tu piel se vuelve ligeramente azulada cuando comes pepinos. Tú, que eres un hombre normal (o un insensato, que todo puede ser), te despiertas por la mañana, te miras en el espejo y descubres que todo tu armazón está cubierto de motas azules. He de confesar que es un bonito espectáculo.

Naturalmente, no tienes idea de lo que te funciona mal. Todo lo que sabes es que éste no es el aspecto que la madre naturaleza quería darte. Alarmado, llamas febrilmente a tu médico de cabecera. El doctor está muy ocupado en mirar a su enfermera por rayos X, una chica que por rara coincidencia resulta tener las mismas medidas que Sofía Loren. Tú le dices:

—Doctor, ¿qué puedo hacer? Me estoy volviendo completamente azul.

—¡Hum! —responde—. ¿Azul, eh?

Mientras estás telefoneando, te estremeces en tu frío dormitorio. Sabes que deberías ponerte la ropa, pero la visión de tu cuerpo azul te fascina. Repites:

—Bueno, doc, ¿qué he de hacer?

El médico te responde:

—Déjese caer por aquí mañana por la mañana.

Tú dices:

—Doc, usted no me ha entendido. Le digo que me estoy volviendo azul. He de verlo inmediatamente. Estaré ahí dentro de veinte minutos. ¿Le parece bien?

El médico no siente ningún entusiasmo por esta inoportuna intromisión, ya que aún no ha acabado de mirar a la enfermera por rayos X. Además ha de proceder rápidamente, ya que su esposa le ha prometido que irá a verlo en cualquier momento de la mañana. Tú sigues aún allí de pie, desnudo. Sin embargo, ahora, además de volverte azul, tu cuerpo empieza a adquirir unos bultos. Empiezas a parecerte a un mapa del relieve del norte de Grecia. El médico, mientras tanto, ansioso de volver a sus rayos X, ha solucionado la parte de su problema cortando la comunicación y, no sólo cortando la comunicación, sino dejando el auricular descolgado.

Te vistes a toda prisa y, después de un rápido desayuno en el que no tomas nada, vas corriendo al despacho de tu médico esperando contra toda esperanza que llegarás allí antes de empezar a croar. Cuando entras en el despacho, la enfermera está poniendo otra vez el auricular encima del aparato. El médico está muy enojado por tu rápida aparición y el hecho de que todavía le debes ochenta y cinco dólares del mes pasado no contribuye precisamente a colmar el abismo que existe entre vosotros.

—¿Qué le pasa a usted? —te pregunta con aire lastimero.

—¡Oh! ¡Casi nada! —replicas sarcásticamente—. Sólo me ocurre que me estoy volviendo completamente azul.

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