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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (28 page)

BOOK: Groucho y yo
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Al cabo de pocos días, me lo encontré en Nueva York. Tras los saludos iniciales, le pregunté:

—Bueno, Lindbergh, ¿cómo llegaste hasta aquí?

—Fácilmente —replicó, con una expresión que en aquel momento era todo sonrisas—. Tomé el tren nocturno que salía de Washington y llegué aquí a la mañana siguiente. Créeme, ésta es la única forma de viajar. Y puedes apostar hasta tu último dólar a que nadie,
nadie en absoluto
, conseguirá meterme otra vez en un aeroplano.

Nuestro héroe pasó una semana en Nueva York en compañía de su amiga, viendo los espectáculos y asistiendo a los locales más concurrido. Al séptimo día llegó un emisario procedente de los estudios y le informó con gran pesar que al mismo día siguiente tenía que estar de vuelta en Hollywood para rodar unas escenas suplementarias.

Por lo visto, la película tenía una fecha de estreno inmediata y el rodaje tenía que estar terminado dentro de las treinta y seis horas siguientes. El único medio posible de cumplir aquel expediente consistía en regresar en avión. Al oír estas noticias, nuestro amigo soltó un taco de tamaño natural. Vociferó:

—¡Abandonaré la profesión antes de permitir que alguien me meta de nuevo en aquel aire podrido!

El representante de los estudios, sin embargo, era un hombre mucho más inteligente que nuestro héroe... o que tu narrador. No insistió en absoluto. De hecho, no dijo nada. Aquella noche se llevó a nuestro amigo por los clubs nocturnos y los cabarets, y lo emborrachó por completo. Luego lo transportó al aeropuerto y lo embarcó en un avión que se dirigía hacia Los Ángeles.

Cuando la azafata consiguió que se serenara, a base de compresas frías, sales odoríferas y unos cuantos litros de café, el aeroplano estaba aterrizando en Los Ángeles. Un coche de los estudios esperaba a nuestro amigo en el aeropuerto y lo condujo rápida y directamente al lugar del rodaje. El encargado del vestuario lo metió en su traje de piloto, el director lo instaló en el falso aeroplano y, mientras las cámaras empezaban a rodar, él permanecía allí sentado, siendo una vez más el diablo de los aires que toda América conocía y estimaba.

* * *

Cuando terminaron las representaciones de
Animales locos y
nos fuimos al Oeste por cuenta de la Paramount, nuestra primera película había de ser
Cocoteros.
Así que llegamos, fui convocado a una reunión e informado de que debería prescindir del bigote negro pintado. Cuando yo pregunté por qué, me explicaron:

—Bueno, nadie ha llevado nunca un bigote negro pintado en la pantalla. El público no está acostumbrado a una cosa tan falsa como ésta y no se lo creerá.

—En todo caso, el público no nos creará a nosotros —respondí—. Lo único que hace es reírse de nosotros y, al fin y al cabo, ¿no se nos paga para esto?

¡Qué individuos más aferrados a la tradición! Al final, tuvimos que llegar a un acuerdo con ellos. Convinimos en rodar una escena experimental con el bigote postizo y proyectarla en un salón de la ciudad. La reacción fue la misma que se produjo en el teatro de la Quinta Avenida, en los tiempos en que actuábamos en las variedades. Al público no pareció importarle la clase de bigote que yo llevaba, con tal que los chistes fueran divertidos.

En escena me salía frecuentemente de mi papel y hablaba directamente con el público. Tras el primer día de rodaje de
Cocoteros
, el productor (que desde entonces se retiró del cine para bien de la industria) me dijo:

—Groucho, no puedes salirte de tu papel y hablar con el público.

Como todas las personas que están aferradas a la tradición, estaba equivocado. He hablado con los espectadores en todas las películas en que he aparecido. (A veces me han respondido. Esto es algo que he encontrado más bien desconcertante.) Sin embargo, la industria del cine prosperó exactamente igual, rodando la misma proporción de películas buenas y malas, y a nadie pareció importarle si me salía o no de mi papel.

* * *

Hay gente que no hace otra cosa en la vida que combatir el progreso o el cambio. Estoy seguro de que fueron sus antecesores quienes se burlaron del primer arranque automático y se rieron estrepitosamente de los hermanos Wright y de sus alocados intentos de hacer despegar del suelo aquel engendro que habían fabricado.

Estoy igualmente convencido de que los campesinos se mostraron muy escépticos, cuando se les explicó pacientemente que la tubería del agua no tenía que estar necesariamente en el corral, junto a la pocilga, sino que era posible hacerla llegar directamente hasta la casa donde ellos vivían. Y muchas vacas debieron de indignarse y sentirse ultrajadas, cuando desapareció la mano familiar del granjero y fue sustituida por un mecanismo eléctrico aplicado a sus ubres.

Imagínate lo apesadumbrados que tuvieron que estar los barberos, cuando los hombres empezaron a usar máquinas de afeitar eléctricas. (Dicho sea de paso, si continúa la actual tendencia juvenil a dejarse crecer la barba, no pasará mucho tiempo antes de que ambos sexos vayan cubiertos de follaje. Cuando llegue este día, predigo que solamente quedará un barbero en todo el mundo y estará en Sevilla, afeitando melocotones.)

* * *

Adelantándome veinte años dentro de mi historia, tuve en cierto modo la misma experiencia cuando iba a empezar en televisión el programa «Apueste su vida», después de haberlo hecho por radio durante varias temporadas. La primera cosa que me preguntaron fue cómo iba a vestirme. Les dije que llevaría un traje de calle normal, que me sentaría en un taburete y que interrogaría a las personas acerca de sus vidas, exactamente igual como lo había estado haciendo por la radio.

Un hermano consanguíneo de todos los demás obstruccionistas se levantó y me dijo:

—Señor Marx, ¿se da cuenta usted de que esto no es la radio? Esto es la televisión, y la televisión no es más que cine en una pantalla pequeña. Hay que dar acción al público. No puede quedarse sentado como un sapo encima de un trono. —(Aquel individuo era un auténtico lince)—. Tiene que presentarse andando de aquel modo tan divertido y dando saltos por el escenario —insistió.

—¡Basura! —dije.

—¡Basura! ¡Basura! —exclamó, mientras saltaba e iba de un lado para otro—. ¿Qué clase de respuesta es ésta? —Una no demasiado buena —admití—, pero usted tampoco no es ningún Ring Lardner.

—¿Se refiere usted a que va a estar simplemente sentado en una silla y a que no se moverá en absoluto? —preguntó. —Ni un músculo —repliqué. —¡Pero usted no puede hacer esto! —insistió. —Escúcheme ahora, hermanito de los tradicionalistas radicales —dije—. Vi a Sam Levenson ayer por la noche en televisión. Iba vestido con un traje de calle normal, estaba de pie delante de un micrófono y soltaba un monólogo. Cuando terminó, el público pidió a gritos que continuara.

No tuvo respuesta a esto. Se limitó a meter la mano en un bolsillo de su chaqueta de color gris marengo, sacó dos martinis secos, se los bebió y se marchó silenciosamente. Era un hombre derrotado.

Digamos también una palabra acerca de los patrocinadores. He oído todas las historias y la mayor parte de los chistes referentes a las interferencias y a cómo algunas de sus esposas llevan la voz cantante en el momento de decidir lo que va a salir en el espectáculo. Esto quizá haya sido cierto durante los primeros tiempos de la radio y de la televisión, pero la mayor parte de los patrocinadores actuales son gente verdaderamente lista. Si las calificaciones del espectáculo son suficientemente elevadas, nunca oirás hablar de ellos. Sin embargo, si el espectáculo no tiene éxito al cabo de un tiempo razonable —digamos una semana—, ya puedes despedirte y decir aquello de «Adiós, Charlie».

* * *

Volviendo al tema de este capítulo, si es que tiene alguno, el espectador que se sienta en una sala de cine no tiene idea de los numerosos problemas, curiosos y difíciles, con que se enfrenta el director. Por ejemplo, cuando rodamos
Una tarde en el circo
, había una escena importante para la cual se requería un gorila. Sé que esto será discutido, pero hay muy pocos gorilas vivos rondando por las calles de Hollywood. El hecho es que únicamente había dos en toda la industria y que estaban contratados con años de anticipación. Se trataba al fin y al cabo de un monopolio simiesco y sugiero que, cuando el gobierno haya investigado finalmente las relaciones sospechosas que existen entre la «Du Pont» y la «General Motors», podría (con gran beneficio para la industria del espectáculo) echar una buena ojeada a la situación de los gorilas.

Dado que no teníamos tiempo ni medios para capturar y domesticar un gorila vivo, nos vimos obligados a contratar a un actor que estuviera especializado en la tarea de interpretar estos papeles. El negocio del espectáculo es la única profesión existente en la que un hombre puede ganar una moderada fortuna metiéndose simplemente en la piel de un gorila.

Las complicaciones fueron múltiples. Parece que el actor que habíamos contratado para hacer de gorila tenía un agente, pero no tenía una piel de gorila. Luego descubrimos que el pellejo del gorila también tenía un agente. El día en que iba a rodarse la escena, ambos agentes estaban en el estudio para proteger sus intereses y también para asegurarse de que cobraban sus comisiones. Era un día enormemente caluroso y los intensos focos que había en el estudio contribuían a hacerlo mayor todavía. La madre naturaleza, con su acostumbrado proyecto simplista, se ha olvidado de equipar a un gorila con una ventana o cualquier otra forma de ventilación. Si la hubiera tenido, el individuo que estaba dentro de la piel habría podido sobrevivir durante un tiempo indefinido. Sin embargo, dado que no tenía medios de obtener aire fresco —o de cualquier otra clase—, escogió el camino más fácil y resolvió su problema a base de desmayarse.

Los dos agentes, alarmados ante la posible pérdida de sus comisiones, corrieron inmediatamente hacia sus modos de ganarse el sustento y desabrocharon frenéticamente aquel pellejo velludo. Sacaron rápidamente al hombre que había dentro y le dieron unas palmadas para hacerlo volver en sí. Cuando finalmente recobró el conocimiento, se quejó de que había pasado una buena parte de su carrera dentro de una piel de gorila, pero especificó con indignación que aquélla era la primera vez que habitaba donde no se había previsto nada para la ventilación. Entonces los dos agentes y el hombre gorila intercambiaron toda la lista de palabras malsonantes que solían decirse y que conocían. La piel, por otro lado, no habiendo hablado desde que fuera capturada en la selva varios años atrás, se limitaba a permanecer en el suelo, formando una masa inerte y velluda.

El director, ofendido por la vulgaridad de los agentes y sin tener la sabiduría del rey Salomón, zanjó finalmente el asunto anunciando de repente:

—¡Almuerzo!

Durante todo el almuerzo, por encima del rumor que hacía el hombre fuerte del circo masticando apio, podía oírse al hombre gorila discutiendo con su agente con gran vehemencia. Afirmaba llanamente que no tenía ninguna intención de volver a meterse en aquella piel a menos que pudiera encontrarse un medio de suministrarle una cantidad mínima de aire fresco. El agente de la piel permaneció en silencio durante todo el almuerzo. No obstante, advirtió al director que cualquier intento de modificar su piel de gorila sería objeto de represalias legales inmediatas por parte del sindicato cinematográfico de gorilas.

El hombre mono, tras haber almorzado con gran trabajo mantequilla de cacahuetes y yoghourt, se disculpó por levantarse de la mesa alegando que era su hora de ir al aseo de caballeros. (Por lo visto, sólo iba a aquel sitio conforme a un horario predeterminado.) Cambiando la dirección de sus pasos, se encaminó hacia la cocina y pidió prestado al cocinero un pico para partir hielo. Volviendo apresuradamente al estudio, que por el momento estaba desierto, colgó el pellejo de un clavo y abrió rápidamente cierto número de agujeros en su amigo carente de ventilación.

* * *

Tras el almuerzo, se reanudó el rodaje. Todo el mundo parecía estar contento. El director volvió a su sistema de adulación ingenua, el gorila se comportaba como cualquier otro mono que hiciera su trabajo a conciencia y los dos agentes estaban ahora tan satisfechos como ladrones que, por cierto, es lo que eran. Permanecían sentados Uno junto al otro, intercambiando felizmente sus reminiscencias animales. Incluso decidieron que al año siguiente podrían ir juntos a África en un safari y traer unas cuantas pieles nuevas para el hombre mono. Se hicieron tan amigos que, en un momento dado, el agente de la piel se ofreció a ir a la cantina del estudio y ver si podía conseguir un par de cocos para el actor que estaba metido dentro de la piel.

A diferencia de como se trabaja con actores reales, prácticamente todo se rodaba en una sola toma con aquel sustituto de gorila. Hacia las cuatro de la tarde, el hombre mono seguía trabajando con tanta facilidad, que el agente de la piel empezó a ponerse suspicaz. Al fin, se dirigió hacia el director y le pidió que detuviera las cámaras.

—Aquí hay gato encerrado —dijo—. Hace ya casi tres horas que está dentro de la piel y no se ha desmayado. Mi experiencia me dice que el hombre que está metido dentro de la piel siempre se desmaya en un período de dos horas.

El agente del hombre mono se levantó inmediatamente de un salto y gritó:

—¡Mi hombre nunca se desmaya a menos que lleve una piel de segunda mano!

El primer agente enrojeció de cólera. —¡Aquí no se rodará más —anunció con vehemencia— hasta que haya examinado mi propiedad!

Aquella era la primera vez que se había referido a la piel como «propiedad» y he de decir que sonó de un modo impresionante. Las cámaras cesaron, ordenó secamente al hombre mono que saliera y ocupó su lugar dentro del pellejo.

Al cabo de unos minutos salió de allí hecho una furia. —¡Alguien ha abierto unos agujeros en mi gorila! —gritó—. ¡Demandaré a la «MGM» por todo el dinero que se ha embolsado hasta ahora!

(Esto era antes de la televisión y la «MGM» tenía aún un montón de dinero.) Sin pronunciar otra palabra, se echó la piel sobre sus hombros y, con un aspecto un tanto parecido a D'Artagnan, se marchó del estudio con aire colérico.

Pasaron tres días. Ninguna cámara funcionaba y los costes iban ascendiendo, mientras los ejecutivos del estudio registraban frenéticamente la ciudad en busca de otra piel de gorila. Por desgracia, no había ninguna.

Al fin el hombre mono, que fuera de un pellejo velludo sé sentía muy mal, encontró a un hombre en San Diego que poseía una piel de orangután. Incluso un chiquillo sabe que un orangután es mucho más pequeño que un gorila. Sin embargo, por extraño que parezca, el hombre mono no lo sabía y la compró precipitadamente sin probársela antes. Le concedimos todas las oportunidades que quiso para meterse dentro de la piel, pero todo fue inútil. Cuando finalmente se dio cuenta de que era demasiado gordo para aquel pellejo, se derrumbó y se puso a llorar como un bebé gorila. No obstante, aquél no era el momento para sentimentalismos. Estábamos enfrentados con la realidad y también con el jefe de los estudios. Había una película que debía terminarse y nos vimos obligados a contratar a un hombre mono más pequeño que estuviera especializado en representar papeles de orangután en San Diego y en sus alrededores. Por lo demás, a causa de las demandas interpuestas por el sindicato, tuvimos que pagar el salario completo al hombre mono original, como también los desplazamientos de puerta a puerta y un tratamiento de carácter psiquiátrico.

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