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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (19 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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Nosotros recogimos a una mujer que caminaba sola y tiraba de una de esas maletas con ruedas para aeropuertos. Parecía inofensiva, sola bajo la lluvia, y quizá por eso mis padres se detuvieron para recogerla. Se llamaba Patty y era de Winnipeg. No nos contó cómo había llegado hasta allí, aunque tampoco se lo preguntamos. Se sentía muy agradecida e intentó darles a mis padres todo el dinero que tenía, pero mi madre no se lo permitió y le prometió que la llevarían hasta donde fuésemos nosotros. Ella empezó a llorar y nos dios las gracias. Yo estaba muy orgullosa de que mis padres hubiesen hecho lo correcto, hasta que ella estornudó y sacó un pañuelo para sonarse la nariz. Hasta entonces había tenido la mano izquierda en el bolsillo, así que no habíamos visto que la tenía envuelta en una tela manchada de algo oscuro que parecía sangre. Ella se dio cuenta y, de repente, se puso nerviosa. Nos dijo que no nos preocupásemos, que se la había cortado por accidente, pero mi padre miró a mi madre y los dos permanecieron en silencio. No me miraron, no dijeron nada. Aquella noche me desperté cuando oí que se cerraba la puerta del asiento de atrás, cosa que no me pareció rara, porque siempre nos parábamos para hacer nuestras necesidades. Aunque siempre me despertaban y me preguntaban si tenía que ir, aquella vez no supe qué pasaba hasta que el monovolumen ya estaba en movimiento. Miré a mi alrededor, buscando a Patty, que ya no estaba. Les pregunté a mis padres qué le había pasado y ellos me contestaron que la habían dejado. Miré hacia atrás y me pareció distinguirla, un punto diminuto que disminuía de tamaño con cada segundo que pasaba. Me pareció que corría hacia nosotros, pero estaba tan cansada y desconcertada que no podía saberlo con certeza. Seguramente tampoco quería saberlo; procuré no enterarme de muchas cosas en aquel camino hacia el norte.

¿
Cómo qué
?

Como de los demás «autoestopistas», los que no corrían. No había muchos, porque, recuerde, estamos hablando de la primera oleada. Nos encontramos con media docena, como mucho, que vagaban por el centro de la carretera y levantaban las manos cuando nos acercábamos. Mi padre los rodeaba, y mi madre me decía que bajase la cabeza. Nunca los vi muy de cerca, porque apretaba la cara contra el asiento y cerraba los ojos; no quería verlos. Me ponía a pensar en hamburguesas de alce y bayas silvestres. Era como dirigirse a la Tierra Prometida; sabía que, cuando estuviésemos lo bastante lejos, todo iría bien.

Durante un tiempo, así fue; estábamos en un enorme campamento a la orilla de un lago, sin mucha gente alrededor, pero la suficiente para sentirnos seguros, ya sabe, por si aparecía algún muerto. Todos eran muy amables, emitíamos unas grandes vibraciones de alivio colectivo. Al principio, era como una fiesta: había enormes comidas al aire libre por las noches y la gente aportaba lo que había cazado o pescado, sobre todo pescado. Algunos tipos echaban dinamita al lago, se oía un estallido tremendo, y los peces salían flotando a la superficie. Nunca olvidaré aquellos sonidos, las explosiones y las sierras mecánicas cuando la gente cortaba árboles, o la música de las radios de los coches y los instrumentos que habían traído las familias. Cantábamos alrededor de las hogueras por las noches, unas hogueras gigantescas de troncos apilados.

Por aquel entonces, todavía teníamos árboles, antes de que apareciesen la segunda y tercera oleadas, y tuviéramos que empezar a quemar hojas, tocones y cualquier cosa que encontrásemos. El olor a plástico y goma se hizo muy desagradable; lo notabas en la boca y en el pelo. Para entonces ya no quedaban peces, ni nada que se pudiera cazar, pero nadie parecía preocupado, porque todos contaban con que los zombis se quedasen congelados en invierno.

Pero, cuando los zombis se congelasen, ¿cómo pensaban sobrevivir al invierno
?

Buena pregunta. No creo que la mayoría pensase con tanta antelación. Quizá supusieran que las «autoridades» vendrían a rescatarnos, o que podrían hacer las maletas e irse a casa. Seguro que muchos no pensaban en nada que no fuera el día que les quedaba por delante, agradecidos por sentirse finalmente a salvo, seguros de que las cosas se resolverían solas. «Estaremos en casa antes de que te des cuenta —solían decir—. Todo acabará para Navidades.»

[Llama mi atención hacia otro objeto encerrado en el hielo, un saco de dormir de Bob Esponja. Es pequeño y está manchado de marrón.]

¿Para qué cree que está preparado esto, para el dormitorio caldeado de una fiesta de pijamas? Vale, quizá no lograran hacerse con un saco de verdad, porque las tiendas de cosas de acampada siempre son las primeras que lo venden todo o sufren saqueos, pero no se imagina lo poco que sabían algunas de estas personas. Muchas venían de los estados del sur y el suroeste de los Estados Unidos, incluso del sur de México. Los veías meterse en los sacos con las botas puestas, sin darse cuenta de que, en realidad, así bajaban su temperatura al liberar más calor corporal. Iban con unos abrigos enormes, con camisetas debajo; hacían un poco de esfuerzo físico, se sobrecalentaban y se quitaban el abrigo. Tenían el cuerpo cubierto de sudor y un montón de tela de algodón que guardaba la humedad; entonces llegaba la brisa… Mucha gente se puso enferma aquel primer septiembre: resfriados y gripe. Nos los pegaron a los demás.

Al principio, todos eran amables. Cooperábamos, intercambiábamos cosas, incluso comprábamos lo que necesitábamos a las demás familias. El dinero todavía valía algo, porque todos pensaban que los bancos volverían a abrir pronto. Siempre que mis padres iban a buscar comida, me dejaban con un vecino. Yo tenía una pequeña radio de supervivencia, una de ésas que se cargaban dándole a una manivela, así que oíamos las noticias todas las noches. Eran historias sobre la retirada, sobre unidades del ejército que abandonaban a la gente. Escuchábamos con nuestro mapa de carreteras de los Estados Unidos, y señalábamos las ciudades y pueblos de los que llegaban los informes. Yo me sentaba en el regazo de mi padre. «¿Ves? —me decía—. Ellos no salieron a tiempo, no fueron tan listos como nosotros.» Intentaba forzar una sonrisa, y, durante un tiempo, creí que tenía razón.

Sin embargo, después del primer mes, cuando la comida empezó a escasear, y los días se hicieron más fríos y oscuros, la gente empezó a volverse mezquina. Se acabaron las hogueras comunales, las comidas al aire libre y las canciones. El campamento se convirtió en una porquería, porque ya nadie recogía su basura. Un par de veces pisé mierda humana; nadie se molestaba en enterrarla siquiera.

Ya no me dejaban con los vecinos, y mis padres no confiaban en nadie. Empezó a ser peligroso, se veían muchas peleas; vi a dos mujeres peleándose por un abrigo de pieles y rajándolo por la mitad, y a un tío que pilló a otro intentando robarle algo del coche y le golpeó la cabeza con una barra de hierro. Todas esas cosas pasaban por la noche, refriegas y gritos. De vez en cuando se oía un tiro y alguien lloraba. Una vez oímos que algo se movía en el exterior de la tienda improvisada que habíamos montado alrededor del monovolumen. Mi madre me dijo que bajara la cabeza y me tapara los ojos, y mi padre salió. A través de mis manos oí gritos y el disparo del arma de mi padre. Alguien gritó y él volvió con la cara muy pálida. Nunca le pregunté lo que había pasado.

Sólo nos uníamos cuando aparecía uno de los muertos. Eran los que habían seguido a la tercera oleada, y venían solos o en grupo; aparecían día sí, día no. Alguien daba la alarma y todos se reunían para acabar con ellos. Y entonces, en cuanto terminábamos, de nuevo nos volvíamos los unos contra los otros.

Cuando el frío se hizo tan fuerte que se heló el lago, cuando los muertos dejaron de aparecer, mucha gente creyó que era seguro volver a pie a casa.

¿
A pie? ¿No en coche
?

No quedaba combustible, lo habíamos gastado para cocinar o para mantener en funcionamiento las baterías de los coches. Todos los días salían grupos de desgraciados medio muertos de hambre y harapientos, cargados de todas aquellas cosas sin valor que se habían traído con ellos, con una expresión de esperanza desquiciada.

«¿Dónde creen que van? —decía mi padre—. ¿Es que no saben que todavía no hace suficiente frío más al sur? ¿Es que no saben lo que les espera allí?» Estaba convencido de que, si aguantábamos lo suficiente, tarde o temprano las cosas mejorarían. Eso fue en octubre, cuando yo todavía parecía un ser humano.

[Llegamos a un montón de huesos, demasiados para poder contarlos. Están en un foso, medio cubiertos de hielo.]

Yo era una niña bastante gorda, no hacía deporte y me alimentaba de comida basura y chucherías. Cuando llegamos, en agosto, estaba un poquito más delgada. Para noviembre, parecía un esqueleto. Mis padres no estaban mucho mejor: a mi padre le había desaparecido la barriga y mi madre tenía los pómulos muy marcados. Se peleaban mucho, por cualquier cosa, y eso me asustaba más que todo lo demás, porque en casa nunca levantaban la voz. Eran profesores de colegio, «progresistas», puede que alguna vez tuviésemos alguna cena tensa y silenciosa, pero nada como aquello; se lanzaban al cuello del otro a la primera oportunidad. Un día, más o menos por Acción de Gracias…, no pude salir del saco de dormir. Tenía la barriga hinchada, y llagas en la boca y la nariz. De la caravana del vecino salía un olor delicioso, como si estuviesen cocinando algo, carne. Mis padres estaban fuera, discutiendo; mi madre decía que «ésa» era la única forma, aunque yo no sabía de qué hablaba. Decía que no era tan malo, porque «eso» lo habían hecho los vecinos, no nosotros. Mi padre decía que no íbamos a rebajarnos a ese nivel y que mi madre debería avergonzarse. Ella arremetió contra él con rabia, chillando que era culpa suya que estuviésemos allí y que yo me estaba muriendo. Mi madre le dijo que un hombre de verdad sabría qué hacer; lo llamó calzonazos y dijo que él quería que muriésemos para poder huir y vivir como el maricón que siempre había sabido que era. Mi padre le dijo que cerrase la puta boca; nunca jamás decía palabrotas. Oí algo, un golpe que venía de fuera, y mi madre entró con un puñado de nieve colocado sobre el ojo derecho. Él no dijo nada, tenía una expresión que no le había visto antes, como si fuese otra persona. Cogió mi radio de supervivencia, la que la gente llevaba tanto tiempo intentando comprar… o robar, y salió en dirección a la caravana. Regresó diez minutos después, sin la radio, cargando con un gran cubo lleno de un estofado humeante. ¡Estaba buenísimo! Mi madre me dijo que no comiera demasiado deprisa y me lo fue dando en cucharaditas. Parecía aliviada y lloraba un poco, pero mi padre seguía teniendo aquella expresión; era la misma expresión que tendría yo al cabo de unos meses, cuando mis padres enfermaron y tuve que alimentarlos.

[Me arrodillé para examinar el montón de huesos. Todos estaban rotos y les habían extraído la médula.]

El invierno nos golpeó con fuerza en diciembre. Estábamos hasta arriba de nieve, literalmente, montañas de nieve gruesas y grises por la contaminación. El campamento se quedó en silencio. No hubo más peleas ni más disparos. Cuando llegó el día de Navidad había comida de sobra.

[Levanta algo que parece un fémur en miniatura. Lo han limpiado de carne con un cuchillo.]

Dicen que aquel invierno murieron once millones de personas, y eso sólo en Norteamérica, porque no se incluyen los demás lugares: Groenlandia, Islandia, Escandinavia. No quiero ni pensar en Siberia, en todos aquellos refugiados del sur de China, los japoneses que nunca habían salido de una ciudad y los pobres indios. Fue el primer Invierno Gris, cuando la suciedad del cielo empezó a cambiar el tiempo. Dicen que una parte de esa suciedad, no sé cuánta, eran las cenizas de los restos humanos.

[Pone una marca en el foso.]

Tardó mucho tiempo, pero, al final, el sol salió, el tiempo empezó a caldearse de nuevo y la nieve por fin se derritió. A mediados de julio, la primavera estaba allí, y, con ella, llegaron los muertos vivientes.

[Uno de los otros miembros del equipo nos llama: hay un zombi medio enterrado, helado de cintura para abajo. La cabeza, los brazos y la parte superior del torso están muy vivos, se agitan, mientras la criatura gime e intenta cogernos.]

¿Por qué vuelven después de congelarse? Todas las células humanas contienen agua, ¿no? Y, cuando el agua se congela, se expande y hace que revienten las paredes de las células, por eso no se puede dejar congelada a la gente en animación suspendida. Entonces ¿por qué los zombis sí pueden hacerlo?

[El zombi se lanza en plancha hacia nosotros; la parte inferior congelada de su torso empieza a partirse. Jesika levanta su arma, una larga palanca de hierro, y le aplasta la cabeza a la criatura como si nada.]

Palacio del Lago de Udaipur (Lago Pichola, Rajastán, India)

[Esta estructura idílica, casi de cuento de hadas, cubre por completo la isla Jagniwas, que le sirve de cimientos. En el pasado fue la residencia de un maharajá, después un hotel de lujo, y, finalmente, un refugio para cientos de desplazados, hasta que un brote de cólera los mató a todos. Dirigido por el gestor de proyectos Sardar Khan, el hotel, al igual que el lago y la ciudad que lo rodea, por fin empieza a volver a la vida. Mientras me cuenta sus recuerdos, el señor Khan no parece un ingeniero civil bien educado y endurecido por la guerra, sino el joven soldado de primera clase que conoció el miedo en una caótica carretera de montaña.]

Recuerdo los monos, cientos de monos trepando y correteando entre los vehículos, incluso por encima de las cabezas de la gente. Ya los había visto en Chandigarh, saltando de los tejados y balcones cuando los muertos vivientes llenaron las calles. Recuerdo verlos dispersarse y subir por los postes de teléfono, sin dejar de parlotear, para escapar de los ansiosos brazos de los zombis. Algunos ni siquiera esperaban a que los atacasen, porque ya sabían qué iba a pasar. Y allí estaban, en aquel estrecho y serpenteante camino de cabras del Himalaya. Lo llamaban carretera, aunque, incluso en tiempo de paz, era una conocida trampa mortal. Miles de refugiados corrían por él o trepaban por los vehículos atascados y abandonados. La gente todavía intentaba llevarse maletas y cajas; un hombre se aferraba con tozudez al monitor de un ordenador de sobremesa. Un mono le aterrizó en la cabeza, intentando utilizarlo de puente, pero el hombre estaba demasiado cerca del borde, y los dos cayeron dando tumbos al vacío. Parecía que alguien se despeñaba cada segundo; había demasiada gente y la carretera ni siquiera tenía guardarraíles. Vi cómo caía un autobús entero, no sé cómo, porque no se estaba moviendo, y los pasajeros intentaban salir por las ventanas, porque las puertas estaban bloqueadas por el tráfico de a pie. Una mujer estaba con medio cuerpo fuera de la ventana cuando el autobús se cayó por el borde. Tenía algo en los brazos, algo que sostenía con fuerza contra su pecho. Me dije que el bulto no se movía, ni lloraba, que no era más que un fardo de ropa. Nadie que estuviese cerca intentó ayudarla, ni siquiera miraron, sino que siguieron avanzando. A veces sueño con ese momento y no puedo diferenciar a aquellas personas de los monos.

BOOK: Guerra Mundial Z
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