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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (17 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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[Después de recibir un abrazo de despedida de mi anfitrión, me conducen de vuelta a mi transbordador para llevarme al continente. Hay un gran dispositivo de seguridad en el punto donde entrego mi tarjeta de visitante. El alto guardia afrikáner me fotografía otra vez. «Cualquier precaución es poca, tío —me dice, pasándome el bolígrafo—. Hay mucha gente que quiere mandarlo al infierno.» Firmo junto a mi nombre, bajo el membrete de la Institución Psiquiátrica de Robben Island. Nombre del paciente que recibe la visita: Paul Redeker.]

Armagh (Irlanda)

[Aunque no sea católico, Philip Adler se ha unido a la muchedumbre de visitantes del refugio de guerra del papa. «Mi mujer es bávara —me explica, en el bar de nuestro hotel—. Tenía que hacer el peregrinaje a la catedral de San Patricio.» Es la primera vez que sale de Alemania desde el final de la guerra. Nuestro encuentro es accidental, pero él no le pone pegas a que utilice la grabadora.]

Hamburgo estaba infestado. Había zombis por las calles, en los edificios, saliendo del Neuer Elbtunnel. Habíamos intentado bloquearlos con vehículos civiles, pero se metían por cualquier espacio abierto, como si fuesen gusanos hinchados y sanguinolentos. Los refugiados también estaban por todas partes; venían incluso de Sajonia, pensando que podrían escapar por mar. Hacía ya tiempo que los barcos se habían ido y el puerto era una locura. Teníamos a más de mil atrapados en el Reynolds Aluminiumwerk, y al menos tres veces más en la terminal de Eurokai; sin comida, ni agua potable, esperando ser rescatados, mientras los muertos se agolpaban en el exterior, aparte de los infectados que ya pudiera haber dentro.

El puerto estaba hasta arriba de cadáveres, aunque eran cadáveres que todavía se movían. Los habíamos empujado hacia el puerto con cañones de agua antidisturbios; así ahorrábamos munición y ayudábamos a mantener las calles vacías. Era una buena idea, hasta que cayó la presión de las bocas de incendios. Habíamos perdido a nuestro comandante dos días antes en un accidente absurdo. Uno de nuestros hombres le había dado a un zombi en la cabeza de un disparo, pero unos fragmentos de tejido cerebral muerto habían salido por el otro lado y se habían clavado en el hombro del coronel. Una locura, ¿verdad? Me pasó el mando del sector antes de morir; mi primera labor como oficial fue matarlo.

Había establecido nuestro puesto de mando en el Renaissance Hotel. Era un lugar decente, buenos campos de tiro con el suficiente espacio para alojar a nuestra unidad y a varios cientos de refugiados. Mis hombres, los que no estaban ocupados manteniendo las barricadas, intentaban realizar las mismas reformas en edificios similares. Con las carreteras bloqueadas y los trenes fuera de servicio, creí que lo mejor sería aislar a todos los civiles que pudiera. La ayuda llegaría, era sólo cuestión de tiempo.

Estaba a punto de organizar un destacamento para conseguir algunas armas cuerpo a cuerpo, porque estábamos escasos de munición, cuando llegó la orden de retirada. No era algo extraño, porque nuestra unidad había estado retirándose continuamente desde los primeros días del Pánico; lo que sí resultaba extraño era el punto de reunión. La división estaba usando coordenadas cartográficas por primera vez desde que empezaron los problemas, ya que, hasta entonces, habíamos empleado designaciones civiles en un canal abierto; así, los refugiados sabían dónde reunirse. Sin embargo, aquello era una transmisión en código de un mapa que no habíamos utilizado desde el final de la guerra fría. Tuve que comprobar las coordenadas tres veces para confirmarlas: nos llevaban a Shafstedt, justo al norte del Nord-Ostee Kanal. ¡Como si nos hubiesen mandado a la puta Dinamarca!

También recibimos órdenes estrictas de no mover a los civiles. Aún peor, ¡nos ordenaron no informarlos de nuestra partida! No tenía sentido, ¿querían que retrocediéramos hasta Schleswig-Holstein, pero dejando a los refugiados atrás? ¿Querían que los abandonásemos y saliésemos corriendo? Tenía que haber un error.

Pedí confirmación y la conseguí. La pedí otra vez; puede que tuvieran el mapa mal o que hubiesen cambiado de códigos sin decírnoslo (no habría sido su primer error).

De repente, me encontré hablando con el general Lang, el comandante de todo el Frente Norte. Le temblaba la voz, podía notarlo incluso con el ruido de fondo de los disparos. Me dijo que las órdenes no eran un error, que tenía que reunir lo que quedase de la guarnición de Hamburgo y dirigirme de inmediato al norte. «Esto no está pasando», me dije. Curioso, ¿no? Podía aceptar todo lo demás, el hecho de que hubiese gente muerta levantándose de la tumba para comerse el mundo; sin embargo, aquello…, seguir unas órdenes que indirectamente supondrían un asesinato en masa…

En fin, aunque soy un buen soldado, también soy alemán occidental. ¿Entiende la diferencia? A los orientales les dijeron que no eran responsables de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, que, como buenos comunistas, eran tan víctimas de Hitler como todos los demás. ¿Entiende por qué los cabezas rapadas y los protofascistas estaban principalmente en el este? No sentían la responsabilidad por el pasado, no como los que estábamos en el oeste; a nosotros nos habían enseñado desde pequeños que, aunque llevásemos uniforme, nuestro primer deber era para con nuestra conciencia, daba igual a qué coste. Así es como me criaron, así es como respondía. Le dije a Lang que mi conciencia no me permitía obedecer aquella orden, que no podía dejar a aquellas personas sin protección. Al oírlo, el comandante estalló, me dijo que iba a obedecerlo si no quería que yo y, lo que era más importante, mis hombres, fuésemos acusados de traición y procesados con «eficiencia rusa». «A esto hemos llegado», pensé. Todos habíamos oído lo ocurrido en Rusia: los motines, las crisis, los diezmos. Miré a mi alrededor para contemplar a aquellos chicos de dieciocho y diecinueve años, todos cansados, asustados y luchando por sobrevivir. No pude hacerlo; di la orden de retirada.

¿
Cómo se lo tomaron
?

No hubo quejas, o, al menos, no se quejaron delante de mí. Se pelearon un poco entre ellos, pero fingí no darme cuenta. Cumplieron su deber.

¿
Y los civiles
?

[Pausa.] Tuvimos lo que nos merecíamos. «¿Adonde vais?», nos gritaban desde los edificios. «¡Volved, cobardes!» Intenté responder, les dije que volveríamos a por ellos. «Volveremos mañana con más hombres, quedaos donde estáis, volveremos mañana.» No me creyeron. «¡Puto mentiroso! —oí gritar a una mujer—. ¡Vas a dejar que mi bebé se muera!»

La mayoría no intentó seguirnos porque les preocupaban demasiado los zombis de las calles. Unos cuantos valientes se agarraron a nuestros vehículos acorazados para el transporte de tropas e intentaron entrar por las escotillas, pero nos los sacudimos de encima. Tuvimos que taparnos bien, porque los que estaban atrapados en los edificios empezaron a tirarnos cosas: lámparas, muebles, de todo. A uno de mis hombres le dio un cubo lleno de excrementos humanos. Oí que una bala rebotaba en la escotilla de mi Marder.

Cuando salíamos de la ciudad, pasamos por delante de la última de nuestras Unidades de Estabilización de Reacción Rápida. Los habían vapuleado bien a principios de aquella semana. Aunque entonces no lo sabía, eran una de las unidades clasificadas como prescindibles; les habían ordenado cubrir nuestra retirada para evitar que nos siguieran demasiados zombis o refugiados, y sus instrucciones decían que tenían que resistir hasta el final.

Su comandante estaba de pie en la cúpula de su Leopard. Yo lo conocía, habíamos servido juntos como parte de la fuerza multinacional de la OTAN en Bosnia. Puede que resulte melodramático decir que me salvó la vida, pero sí que recibió una bala serbia que, sin duda, iba dirigida a mí. Lo había visto por última vez en un hospital de Sarajevo, bromeando sobre lo bueno que era salir de aquella casa de locos que los nativos llamaban país. Y allí estábamos, pasando por aquella
autobahn
destrozada en el corazón de nuestra patria. Nos miramos a los ojos, intercambiamos saludos, y yo me volví a meter en el vehículo de transporte y fingí examinar el mapa para que el conductor no viese mis lágrimas. «Cuando regresemos —me dije—, voy a matar a ese hijo de puta.»

¿
Al general Lang
?

Lo tenía todo pensado: intentaría no parecer enfadado para que no sospechase nada; entregaría mi informe y me disculparía por mi comportamiento; puede que quisiera darme una charlita para darme ánimos e intentar explicar o justificar nuestra retirada, así que sería paciente y escucharía para que se relajase; entonces, cuando se levantase para darme la mano, sacaría mi arma y desparramaría sus sesos orientales por el mapa de lo que solía ser nuestro país. Quizá estuviese allí todo su personal, todos los demás hombrecillos de paja que no hacían más que «seguir órdenes». ¡Acabaría con todos antes de que me derribasen! Iba a ser perfecto, no pensaba ir como un borrego al infierno, no era uno de los soldaditos de las Hitler Jugend. Les demostraría a él y a todos lo que significaba ser un verdadero Deutsche Soldat.

Pero eso no es lo que pasó, ¿verdad
?

No. Conseguí entrar en el despacho del general Lang. Fuimos la última unidad en cruzar el canal, y él se había esperado hasta ese momento. En cuanto llegó el informe, se sentó en su escritorio, firmó unas cuantas órdenes finales, dejó preparada y sellada una carta para su familia y se metió una bala en el cerebro.

Cabrón. Lo odio más ahora que cuando estaba en la carretera saliendo de Hamburgo.

¿
Por qué
?

Porque ahora entiendo por qué hicimos lo que hicimos, los detalles del Plan Prochnow
[28]
.

¿
Y saberlo no hizo que lo comprendiera mejor
?

¿Me toma el pelo? Justamente por eso lo odio! Sabía que aquello no era más que el primer paso de una larga guerra y que íbamos a necesitar a hombres como él para ganarla. Puto cobarde. ¿Recuerda lo que le dije sobre tener un deber para con nuestra conciencia? No puedes culpar a los demás, ni al diseñador del plan, ni a tu comandante, a nadie salvo a ti mismo. Tienes que tomar tus propias decisiones y vivir cada doloroso día con las consecuencias de las mismas. Él lo sabía, por eso nos abandonó, igual que abandonó a aquellos civiles: vio el camino que le quedaba por delante, un sendero de montaña escarpado y traicionero, y supo que tendríamos que subir a pie toda la pendiente arrastrando el peso de lo que habíamos hecho más abajo. No pudo hacerlo; simplemente, no pudo aguantar el peso.

Sanatorio de Veteranos Yevchenko (Odesa, Ucrania)

[La habitación no tiene ventanas, sino unas tenues bombillas fluorescentes que iluminan las paredes de hormigón y los camastros sin lavar. Los pacientes de este lugar sufren, principalmente, enfermedades respiratorias, muchas empeoradas por la falta de las medicinas necesarias. Aquí no hay médicos, y los enfermeros y auxiliares están tan saturados que no pueden hacer mucho por aliviar su sufrimiento. Al menos, la habitación está seca y caliente, y eso, teniendo en cuenta que estamos en el crudo invierno de este país, es un lujo incomparable. Bohdan Taras Kondratiuk se sienta en su cama, al final de la habitación. Como es un héroe de guerra, se ha ganado una sábana colgada del techo para darle privacidad. Tose en un pañuelo antes de hablar.]

Caos. No sé describirlo de otra forma; era una crisis total de organización, orden y control. Acabábamos de luchar en cuatro combates brutales: Luck, Rovno, Novograd y Zhitomir, la maldita Zhitomir. Mis hombres estaban exhaustos, ¿entiende? Lo que habían visto, lo que habían tenido que hacer, y sin dejar de retirarse, de realizar acciones de retaguardia, de correr… Todos los días oíamos que había caído otra ciudad, que se había cerrado otra carretera, que habían aplastado a otra unidad.

Se suponía que Kiev era segura, al otro lado de las líneas; se suponía que era el centro de nuestra nueva zona de seguridad, bien guardada, bien abastecida, tranquila. Pero ¿qué pasó cuando llegamos? ¿Tenía órdenes de descansar y recuperarnos? ¿De reparar los vehículos, reponer mi equipo, atender a los heridos? No, claro que no, ¿por qué iban a ser las cosas como debían ser? Nunca lo habían sido antes.

La zona de seguridad cambiaba de nuevo, esta vez se trasladaba a Crimea. El gobierno ya se había ido…, ya había huido…, a Sebastopol. El orden civil se había derrumbado; estaban evacuando Kiev, y ésa era la labor del ejército, o de lo que quedaba de él.

Nuestra compañía recibió órdenes de supervisar la ruta de escape en el puente Patona. Era el primer puente del mundo realizado por completo mediante soldadura eléctrica y muchos extranjeros solían comparar tal logro con el de la Torre Eiffel. La ciudad había planeado un importante proyecto de restauración, con el sueño de renovar su gloria perdida pero, como todo lo demás en nuestro país, el sueño nunca se hizo realidad. Incluso antes de la crisis, el puente era una pesadilla de atascos de tráfico y, en aquel momento, estaba hasta arriba de evacuados. Aunque se suponía que estaba cerrado al tráfico rodado, ¿dónde estaban las barricadas prometidas, el hormigón y el acero que habría hecho que entrar a la fuerza resultara imposible? Había coches por todas partes, pequeños Lags y viejos Zhigs, unos cuantos Mercedes y un camión GAZ gigantesco colocado justo en el medio, ¡volcado de lado! Intentamos moverlo, rodear el eje con una cadena y tirar de él con uno de los tanques, pero no hubo manera. ¿Qué podíamos hacer?

Éramos un pelotón blindado, ¿entiende? Tanques, no policía militar; nunca vimos a la policía militar. A pesar de que nos aseguraron que estarían allí, nunca los vimos ni oímos hablar de ellos, ni tampoco el resto de las unidades que estaban en los otros puentes. Llamarlos unidades es un chiste, porque no eran más que grupos de hombres en uniforme, oficinistas y cocineros; cualquiera que tuviese relación con el ejército se encontró de repente a cargo del control del tráfico. Ninguno de nosotros estaba preparado para aquello, no estábamos entrenados para eso, ni equipados… ¿Dónde estaba el equipo de contención de disturbios que nos habían prometido? Los escudos, los trajes blindados… ¿Dónde estaba el cañón de agua? Nuestras órdenes eran «procesar» a todos los evacuados. Ya sabe, comprobar si alguno de ellos estaba infectado, pero ¿dónde estaban los malditos perros? ¿Cómo íbamos a buscar infectados si no teníamos perros? ¿Qué se suponía que debíamos hacer, examinar visualmente a cada refugiado? ¡Sí! Y eso es lo que nos ordenaron hacer. [Sacude la cabeza.] ¿De verdad pensaban que aquellos pobres miserables aterrados y frenéticos formarían una fila ordenada para que los desnudásemos y examinásemos cada centímetro de su piel, sabiendo que la muerte se acercaba por detrás y creyendo que la seguridad, una seguridad aparente, se encontraba a pocos metros de distancia? ¿Pensaban que los hombres se harían a un lado mientras examinábamos a sus esposas, a sus madres y a sus hijas pequeñas? ¿Se lo imagina? Y lo cierto es que lo intentamos, porque, ¿qué alternativa nos quedaba? Teníamos que separarlos si queríamos sobrevivir. ¿Qué sentido tiene intentar evacuar a la gente si sólo va a servir para que lleven la infección con ellos?

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