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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (31 page)

BOOK: Guerra y paz
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Un paso más allá de esa línea, que recordaba a la línea que separa a los vivos de los muertos, y se encuentra un tormento desconocido y la muerte. ¿Y qué hay allí? ¿Quién hay allí? ¿Allí, tras esos campos, esos pueblos, esos tejados iluminados por el sol? Nadie lo sabe y lo desean saber y es terrible cruzar esa línea y desean cruzarla y se sabe que tarde o temprano habrá que cruzarla y saber qué hay allí, al otro lado de la línea, del mismo modo que se ha de saber inevitablemente qué es lo que hay más allá de la muerte.

Y yo mismo soy fuerte, sano, alegre y excitado y rodeado de personas también sanas que también se encuentran animadas y excitadas. Y aunque no lo piense, cada individuo que se encuentra frente al enemigo siente eso y ese sentimiento otorga un particular brillo y una feliz viveza hacia todas las sensaciones que se suceden en estos minutos.

En la colina en la que se encontraba el enemigo se vio el humo de un disparo y una bala pasó silbando por encima de las cabezas del escuadrón de húsares. Los oficiales, que estaban juntos, se separaron para ocupar sus posiciones, los húsares comenzaron a alinear sus caballos cuidadosamente. Todos en el escuadrón guardaron silencio. Todos miraban hacia delante al enemigo y al comandante del escuadrón esperando órdenes. Una segunda y una tercera bala pasaron volando. Era evidente que disparaban sobre los húsares, pero las balas, silbando a la misma velocidad, volaron sobre sus cabezas y cayeron por detrás de ellos. Los húsares no se volvían a mirar, pero ante el sonido de cada bala todo el escuadrón, con sus rostros de idéntica expresión y de diferente aspecto y sus bigotes cortados, contenía la respiración, como si obedeciera órdenes, mientras la bala pasaba volando, se incorporaban en los estribos tensando los músculos de las piernas dentro de sus azules pantalones de montar y luego se dejaban caer. Los soldados, sin volver la cabeza, se miraban de reojo los unos a los otros observando con curiosidad la reacción de sus compañeros. En cada rostro, desde Denísov al corneta, se podía ver cerca de los labios y la barbilla el rasgo común de la lucha, la excitación y la emoción. El sargento fruncía el ceño mirando a los soldados como amenazándoles con un castigo. El cadete Mirónov se agachaba cada vez que pasaba volando un proyectil. Rostov, que se encontraba en el flanco izquierdo montado sobre su Gráchik, que a pesar de estar tocado de las patas tenía buen aspecto, tenía el aspecto feliz del estudiante llamado a examen ante un nutrido público ante el que está convencido de que va a distinguirse. Miraba a todos clara y luminosamente, como si les pidiera que prestaran atención a lo tranquilo que formaba bajo las balas. Pero en su rostro, el mismo rasgo de algo nuevo e inexorable se mostraba en contra de su voluntad alrededor de su boca.

—¿Quién se agacha ahí? ¡Cadete Mirónov! ¡No está bien, míreme! —gritaba Denísov, que no se quedaba en su sitio e iba y venía en su caballo por delante del escuadrón.

El rostro chato y de cabellos negros de Vaska Denísov y toda su pequeña y maciza figura, con su mano nudosa de dedos cortos y cubierta de pelo con la que empuñaba el sable desenvainado, era exactamente igual que siempre, especialmente igual que por las tardes, después de haberse bebido dos botellas. Solamente estaba algo más rojo que de costumbre, y echando su desgreñada cabeza hacia arriba, como los pájaros cuando cantan, clavando sin piedad con sus cortas piernas las espuelas en los flancos de su buen Beduin, cabalgó hacia el otro flanco del escuadrón como si cayera hacia atrás y gritó con voz ronca que revisaran las pistolas. Al pasar miró al apuesto oficial que cerraba el regimiento Peronski y se volvió apresuradamente.

Peronski resultaba muy apuesto con su chaqueta de húsar y sobre su caballo que valía miles de rublos. Pero su hermoso rostro estaba pálido como la nieve. Su potro pura sangre, venteando los terribles ruidos sobre la cabeza, pertenecía a esa raza de caballos bravos y domados que tanto gustan a niños y húsares. El animal resollaba haciendo tintinear las cadenas y los anillos del bocado y golpeaba con la delgada y musculosa pata en la tierra y en ocasiones, sin alcanzarla, pateaba en el aire, volviéndose bien a la derecha bien a la izquierda, soltando el bocado con su delgada cabeza, mirando de reojo con sus negros ojos saltones e inyectados en sangre a su jinete. Denísov le dio la espalda enfadado y se dirigió hacia Kirsten, el capitán se acercó al paso amplio y pausado de su yegua al encuentro de Denísov. El capitán, con sus largos bigotes, estaba serio, como de costumbre, solo los ojos le brillaban más que de costumbre.

—¿Qué? —le dijo a Denísov—. La cosa no llegará a un ataque. Ya verás cómo nos mandan volver atrás.

—¡El demonio sabrá lo que hacen! —gritó Denísov—. ¡Ah, Rostov! —le gritó al cadete al reparar en él—. Te esperaba. —Y sonrió con aprobación, visiblemente alegre de ver al cadete.

Rostov se sentía totalmente feliz. En ese momento el mando se dejó ver en el puente. Denísov galopó hasta él.

—¡Su Excelencia! ¡Permítanos atacar! ¡Los pondré en fuga!

—¿De qué ataque habla? —dijo el mando con voz aburrida, frunciendo el ceño como a causa de una molesta mosca—. ¿Y por qué están aquí? ¿No han visto que las defensas laterales se han retirado? Haga retroceder al escuadrón.

El escuadrón atravesó el puente y salió de debajo del fuego sin perder ni a un solo hombre. Tras él pasó un segundo escuadrón, que se encontraba en la línea de fuego y finalmente los últimos cosacos despejaron la otra orilla.

IX

D
OS
escuadrones de los húsares de Pavlograd, que habían cruzado el puente, regresaron uno tras otro hacia la montaña. El comandante del regimiento, Karl Bogdánovich Schubert, se acercó al escuadrón de Denísov y fue al paso cerca de Rostov sin prestarle ni la más mínima atención, a pesar de que después de su enfrentamiento a causa de Telianin era la primera vez que se veían. Rostov, sintiéndose en el frente en poder de ese hombre ante el que ahora se consideraba culpable, no apartaba la mirada de la atlética espalda, el rubio cogote y el cuello rojo del comandante del regimiento. A Rostov le parecía que Bogdanich solamente fingía no reparar en él y que todo su objetivo era comprobar el valor del cadete y él se erguía y miraba alegremente; le parecía que Bogdanich iba cerca de él a propósito para demostrar a Rostov su valentía. Pensaba que su rival enviaba a propósito al escuadrón a un ataque desesperado para castigarle a él, Nikolai. O bien pensaba que después del ataque se acercaría y le alargaría a él, que se encontraría herido, magnánimamente una mano reconciliadora.

La conocida, para los húsares de Pavlograd, figura de hombros alzados de Zherkov se acercó al comandante del regimiento. Zherkov no se quedó en el regimiento después de su expulsión del Estado Mayor, diciendo que no era tonto para ir tirando en el frente, cuando en el Estado Mayor, sin hacer nada, se consiguen más distinciones, y supo conseguir ponerse a las órdenes del príncipe Bagratión. Fue a ver a su antiguo superior con una orden del jefe de la retaguardia.

—Comandante —dijo él con su lúgubre seriedad dirigiéndose al rival de Nikolai Rostov y mirando a sus compañeros—, ordenan que se detengan y que incendien el puente.

—¿Quién lo ordena? —dijo con aire sombrío el comandante.

—Yo ya ni sé
quién lo ordena,
comandante —respondió seria y tímidamente el cornette—. A mí solamente me ha ordenado el príncipe: «Acércate y dile al comandante que vuelvan rápidamente los húsares e incendien el puente».

Tras Zherkov un oficial del séquito se acercó al comandante de húsares con la misma orden. Tras el oficial del séquito, montado en un caballo cosaco que con esfuerzo conseguía llevarle al galope, llegó el grueso Nesvitski.

—Cómo es posible, comandante —gritó él antes aún de detenerse—, le dije que tenía que incendiar el puente y alguien se ha confundido y allí están todos locos, no se entiende nada.

El comandante detuvo tranquilamente el regimiento y le dijo a Nesvitski:

—Usted me ha hablado de materiales inflamables —dijo él—, pero no me ha dicho nada de quemar el puente.

—Pero cómo que no, padrecito —comenzó a decir, deteniéndose, Nesvitski, quitándose la gorra y echándose hacia atrás con la gordezuela mano los cabellos mojados de sudor—, cómo no le voy a decir que hay que quemar el puente cuando estén dispuestos los materiales inflamables.

—¡Yo no soy su «padrecito», señor oficial del Estado Mayor, y usted no me ha dicho que tenga que quemar el puente! Conozco el servicio y tengo por costumbre cumplir firmemente las órdenes. Usted me dijo que se quemaría el puente, pero yo no soy el espíritu santo para saber...

—Bueno, siempre igual —dijo Nesvitski, dándolo por imposible.

—¿Qué haces tú aquí? —le dijo a Zherkov.

—Lo mismo que tú. Pero estás empapado, ven que te escurra.

—Usted dijo, señor oficial del Estado Mayor —continuó el comandante con tono ofendido...

—Comandante —interrumpió el oficial del séquito—, hay que darse prisa o de lo contrario el enemigo acercará sus cañones a tiro de metralla.

El comandante miró en silencio al oficial del séquito, al grueso oficial del estado mayor, a Zherkov y frunció el ceño.

—Incendiaré el puente —dijo él en tono solemne, como si, a pesar de todos los disgustos a los que le sometían, demostrara de esa forma su magnanimidad.

Espoleando con sus largas y musculosas piernas al caballo, como si este fuera culpable de todo, el comandante avanzó hasta ponerse al frente del segundo escuadrón, el mismo en el que servía Rostov bajo las órdenes de Denísov, y le ordenó volver atrás hacia el puente.

«Aquí está —pensó Rostov—, ¡quiere probarme! —Sintió una opresión en el corazón y la sangré le afluyó a la cara—. Que vea si soy un cobarde.»

De nuevo en todos los alegres rostros de la gente del escuadrón apareció ese serio rasgo que tenían cuando se encontraban frente a los cañones.

Nikolai no apartaba la vista de su rival, el comandante del regimiento, ansiando encontrar en su rostro la confirmación de sus conjeturas; pero el comandante no miró ni una sola vez a Nikolai y parecía, como siempre en el frente, severo y solemne. Se escuchó la orden.

—¡Rápido! ¡Rápido! —se escucharon unas cuantas voces cerca de él. Sujetando el sable por la empuñadura, haciendo tintinear las espuelas y apresurándose, los húsares desmontaron sin saber ellos mismos lo que iban a hacer. Los húsares se santiguaron. Rostov ya no miraba al comandante, no tenía tiempo. Temía, con el alma en vilo, retrasarse de los húsares. Le temblaba la mano cuando entregó el caballo a un soldado y sintió que la sangre le afluía a trompicones al corazón. Denísov, arrojándose hacia delante y gritando algo, iba a su lado. Nikolai no veía nada aparte de los húsares que corrían a su lado, enganchándose con las espuelas y haciendo tintinear los sables.

—¡Una camilla! —gritó la voz de alguien a sus espaldas. Rostov no pensó en lo que significaba la necesidad de una camilla, corría, tratando únicamente de ser el primero de todos, pero en el mismo puente, él, que no miraba el suelo que pisaba, cayó de manos en el pegajoso barro pisoteado. Otros le adelantaron.

—Por
ambos
lados, capitán —se escuchó la voz del comandante del regimiento que habiéndose acercado se encontraba a caballo cerca del puente, con rostro solemne y alegre.

Rostov, limpiándose las sucias manos en el pantalón, miró a su rival y quiso correr más allá, suponiendo que cuanto más avanzara, mejor. Pero Bogdanich, a pesar de que ni miró ni reconoció a Rostov, le gritó:

—¿Quién corre por medio del puente? ¡Al lado derecho! ¡Cadete, atrás! —gritó enfadado.

Ni siquiera entonces reparó Karl Bogdánovich en él, en cambio se dirigió a Denísov, que haciendo alarde de valor galopaba por el puente.

—¡Para qué arriesgar, capitán! Debería desmontar —dijo el comandante.

—¡Bah! Siempre buscando un culpable —respondió Vaska Denísov, volviéndose sobre la silla.

Entretanto Nesvitski, Zherkov y el oficial del séquito se encontraban juntos fuera del alcance de los disparos y miraban bien a ese pequeño grupo de personas con chacos amarillos, guerreras verde oscuro, con las charreteras bordadas y los pantalones de montar azules, que pululaban por el puente, bien a los capotes azules que se acercaban en la lejanía y los grupos con los caballos que eran fácilmente identificables como baterías.

«¿Quemarán o no quemarán el puente? ¿Qué será antes? ¿Alcanzarán a llegar corriendo y a quemarlo o llegarán antes los franceses a tenerles a tiro y les aniquilarán?» Con el corazón en vilo se hacían involuntariamente estas preguntas todos los soldados del gran grupo que se encontraba sobre el puente y miraban bajo la clara luz del sol al puente y a los húsares y al otro lado a los capotes azules que avanzaban con las bayonetas y las baterías.

—¡Oh! ¡Van a golpear duro a los húsares! —decía Nesvitski—. No están lejos de tenerles a tiro ahora.

—En vano ha mandado a tanta gente —dijo el oficial del séquito.

—En realidad —dijo Nesvitski—, hubiera bastado con mandar a dos buenos soldados

—Ah, Excelencia —intervino Zherkov, sin apartar la vista de los húsares, pero sin abandonar su tímida actitud, que impedía adivinar si hablaba en serio o no—. Ah, Excelencia, ¡qué dice! ¿Mandar solo dos soldados? ¿Y quién nos daría a nosotros la medalla de San Vladimir con la banda? De este modo aunque les den una paliza puede proponerse a todo el escuadrón para una condecoración y que todos reciban una banda. Nuestro Bogdanich sabe lo que se hace.

—Bueno —dijo el oficial del séquito—, eso es metralla. —Señaló a las baterías francesas que se colocaban en posición de tiro.

—Solo quieren asustarnos —continuó Zherkov—, y me parece que hasta nosotros nos encontrábamos bajo el fuego.

En ese momento en la parte francesa, en los grupos en los que estaban las baterías, de nuevo se pudo ver una, dos, tres columnas de humo casi al mismo tiempo, en el instante en el que se oía la detonación del primer disparo, se pudo ver el cuarto. Dos detonaciones, una tras otra y una tercera.

—¡Oh, oh! —gimió Nesvitski, como a causa de un abrasador dolor, agarrando al oficial del séquito del brazo—. Mire, ha caído uno, ha caído, ha caído.

—Me parece que son dos.

—Si yo fuera zar nunca haría la guerra. ¿Y por qué tardan tanto?

Las baterías francesas volvieron a cargar apresuradamente. La infantería se acercaba corriendo al puente. De nuevo, pero a diferentes intervalos, se vieron las columnas de humo y la metralla repiqueteó y repiqueteó por el puente. Pero en esa ocasión Nesvitski no pudo ver qué sucedía allí. Del puente se elevaba un espeso humo. Los húsares tuvieron tiempo de incendiar el puente y las baterías francesas dispararon sobre ellos ya no para impedírselo, sino porque los cañones estaban cargados y tenían sobre quién disparar. Los franceses tuvieron tiempo de hacer tres disparos de metralla antes de que los húsares volvieran a recoger los caballos. Dos disparos no acertaron y se perdieron, pero el tercero cayó en medio de un grupo de húsares y causó tres bajas.

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