Tal vez ambas partes tuvieran razón. El notario Noguer y el profesor Civil no habían puesto en sus intervenciones ironía de mala ley; de acuerdo. Pero era también cierto que no podía achacársele al Gobernador optimismo excesivo ni la menor sombra de frivolidad. ¡Oh, no, el Gobernador no vivía en el limbo! Para cerciorarse de ello bastaba con repasar sus actividades en la última quincena transcurrida.
Aparte la gira realizada por los pueblos —su Visita Pastoral, que iba tocando a su fin—, había tomado contacto directo con las dos personas últimamente llegadas a Gerona con la misión de resolver dos de los rompecabezas más vitales y complicados que la provincia tenía planteados: la Sanidad y la Enseñanza Primaria. Y lo había hecho consecuente con su método de trabajo: dialogando con dichas personas, observándolas y pisando por sí mismo el terreno en que una y otra debían producirse.
Vale decir que en los dos casos quedó satisfecho sólo a medias.
* * *
El Inspector de Sanidad, nombrado también Director del Hospital Provincial y, accidentalmente, del Manicomio, era el doctor Maximiliano Chaos, de Cáceres. El Gobernador lo recibió primero en su despacho y luego lo visitó en el Hospital. Hombre elegante, de unos cincuenta años de edad, se pasó toda la guerra en la zona «nacional», operando en los quirófanos de retaguardia a heridos alemanes e italianos. Parecía muy competente y activo, aunque tenía un tic que ponía nervioso al Gobernador: hacía crujir los dedos de las manos. Era como una música de fondo mientras hablaba: crac-crac. Por si fuera poco, llevaba siempre un perro de lanas, grande y negro, atado a una correa, al que, sin que se supiera por qué, llamaba Goering. En la entrevista celebrada en el Gobierno Civil no hablaron más que de generalidades; pero en la visita del camarada Dávila al Hospital la cosa fue más seria. El camarada Dávila se quedó estupefacto ante el espectáculo que ofrecían los enfermos allí internados y los datos que le suministró el doctor Chaos. Epidemia de sarna; vientres hinchados, de los que se extraían increíbles cantidades de serosidad; rostros con tres manchas —una en la nariz y dos en ambas mejillas— que por formar un triángulo recibían el nombre de «mariposa»; etcétera. Y muchas depresiones, y muchos ataques epilépticos…
—Pero, doctor… ¡esto es algo horrible!
El doctor Chaos, acostumbrado a ver calamidades, iba recorriendo las distintas dependencias con aire puramente profesional.
—Lo normal en una guerra, ¿no es cierto? También hay que registrar una serie de suicidios.
El Gobernador se tocó las gafas en signo de preocupación. Claro, allí no se trataba de especulaciones, siempre discutibles; tratábase de una estremecedora realidad.
Lo que ocurría era que esta realidad no casaba con el esquema de deseos del Gobernador. ¡Depresiones, ahora que la paz había llegado! ¡Epilepsia, cuando todo invitaba a la serenidad! ¡Suicidios, cuando en España empezaba a amanecer.
—Como verá usted —dijo el doctor, interrumpiendo los pensamientos del Gobernador—, aquí carecemos de todo. ¡Y en el Manicomio no digamos! Aunque espero que de allí me releven pronto, pues yo soy cirujano y no psiquiatra. Confío, señor Gobernador, en que hará usted todo lo posible para que nos manden medicamentos, vendas y, por supuesto, un buen aparato de Rayos X. También convendría que alguien indicara a esas monjitas que el señor obispo me ha enviado, la conveniencia de que hojearan, si es que la capilla les deja algún rato libre, algún Manual elemental de esos que suelen estudiarse las enfermeras.
El Gobernador salió del Hospital hecho un lío, posponiendo para otro día la visita al Manicomio. «Lo normal después de una guerra, ¿no es cierto?». Esas palabras sonaban en sus oídos; esas palabras y el crac-crac de los huesudos dedos de las manos del doctor, el cual lo acompañó hasta la puerta, desde donde lo saludó con un gesto de gran señor, para dirigirse acto seguido a tranquilizar a su perro, Goering, que correteaba por allí nervioso en extremo.
El camarada Dávila, mientras regresaban al Gobierno Civil, barbotó para sí:
—Hay algo extraño en ese hombre; pero no sé lo que es. Al entrar en la calle de Ciudadanos, le dijo bruscamente a Miguel Rosselló:
—Oye, aguarda un momento. Llama por teléfono a la Inspección de Enseñanza Primaria y pregunta por el Inspector Jefe. Si está allí, dile que vamos a verle.
—«Okey».
El camarada Rosselló se apeó y llamó. El Inspector estaba en su despacho.
—Pues andando.
El Gobernador se había acordado de que el hombre, llegado a Gerona hacía lo menos una semana, había llamado ya dos veces lo menos solicitándole audiencia. Pensó que era mucho mejor entrevistarse con él en su feudo, un destartalado piso de la calle del Norte, en el que había vivido la Valenciana.
—¿Te acuerdas de cómo se llama?
—Sí. Agustín Lago.
—Bonito nombre.
El Inspector Jefe se había tomado la molestia de bajar la escalera a esperar al Gobernador. Éste se apeó del coche y al primer golpe de vista le echó al Inspector unos treinta y cinco años de edad y pensó que de su frente emanaba un halo de nobleza.
—Mucho gusto en conocerlo, señor Gobernador.
—Igualmente, camarada Lago.
—¿Quiere usted subir?
El Gobernador hizo un gesto que significaba: «Estoy dispuesto».
El Inspector se apartó a un lado para cederle el paso y en ese momento el camarada Dávila se dio cuenta de que a su anfitrión le faltaba un brazo. Su manga izquierda flotaba.
—¿Caballero mutilado? —preguntó, antes de abordar la oscura escalera.
—Así es. En la batalla de Belchite.
Mientras subían, el Gobernador, en tono más cordial que antes, dijo:
—Si no te importa, preferiría que nos tuteáramos.
—Me parece muy bien —aceptó Agustín Lago.
El despacho estaba en mantillas, a excepción del Crucifijo y de los retratos de rigor.
Sobre la mesa, un montón de carpetas y un fichero de mano, con cartulinas verdes. Y una máquina de escribir alta y pesada, sin duda extraída del Servicio de Recuperación.
—No puedo ofrecerte nada de beber.
—No importa.
El Gobernador miró de frente, con atención, a su interlocutor. Este parecía un tanto intimidado. Llevaba gafas bifocales y sus modales eran tan correctos, tan mesurados, que casi rozaban la asepsia. Tal vez ello se debiera a la amputación del brazo, puesto que al hombre se le veía constantemente preocupado por ocultar su manga hueca.
El camarada Dávila se enteró, gracias al interrogatorio previo, de que el camarada Lago era de Ciudad Real y de que su nombramiento no tenía nada que ver con su hoja de servicios, sino que correspondía a los estudios que antes de la guerra había cursado en la Escuela Superior del Magisterio, en Madrid.
También supo que había llegado solo, sin familia —lo mismo que el doctor Chaos— y que de momento se había instalado en una modesta pensión de la plaza de las Ollas.
A la media hora de conversación, el Gobernador se dio cuenta de que Agustín Lago era persona culta y capaz. El vocabulario que empleaba no mentía, así como su capacidad de síntesis. Por lo demás, dio pruebas de conocer al dedillo sus obligaciones, lo que satisfizo en grado sumo al camarada Dávila. ¡Era tan importante aquel cargo!
Porque, si la salud física era el soporte necesario, tanto o más lo era la formación intelectual de las nuevas generaciones.
—Debo proponer a Madrid el nombramiento de varios inspectores provinciales. Cuatro lo menos. Pero me encuentro con que no conozco aquí a nadie.
—No te preocupes. Le diré al Jefe del SEM que te facilite los nombres. Por supuesto, debía también revisar, y en ello estaba —señaló las carpetas y el fichero de la mesa— la tarea efectuada hasta entonces por la Comisión Depuradora de los maestros.
—¿Qué tal la labor de esta Comisión?
—Excelente. Los pliegos de cargos están casi completos…
—¿Qué sanciones son de prever?
—Tengo la impresión de que la mitad lo menos de los maestros de la plantilla profesional deberán ser separados del servicio.
El Gobernador, siguiendo su costumbre, contrajo los músculos abdominales.
—¿Tanto como eso?
—Por lo visto —explicó el Inspector Jefe—, los famosos David y Olga, cuyos nombres aparecen en todos los informes, ejercieron una influencia decisiva en toda la provincia.
—Sí, ya lo sé.
El Gobernador estimó que acababa de recibir una mala noticia. ¡El cincuenta por ciento! ¿Qué ocurriría cuando, en octubre, se reanudase la vida escolar? Aparte de que muchos pueblos se quedarían automáticamente sin maestro, en las localidades importantes, y no digamos en la capital, se apoderarían del terreno libre los colegios religiosos, los cuales andaban preparándose con ímpetu extraordinario, al apoyo de una serie de privilegios estatales.
Agustín Lago no comprendió que al Gobernador lo afectase este último aspecto de la cuestión.
—Los colegios religiosos constituyen una garantía, ¿no es así?
—En mi opinión, no —replicó tajante el camarada Dávila—. Me refiero a la enseñanza en general, claro está. Me temo que los alumnos se pasen el día rezando padrenuestros y cantando salves, y que en cambio las matemáticas, la geografía y demás queden relegadas a un plano secundario. —En vista de que el Inspector Jefe continuaba asombrado, concluyó—: Conozco el paño, mi querido amigo. Cuando quemamos iglesias, las quemamos. Pero cuando toca salvar el alma, entonces lo demás puede irse al carajo.
Sin perder la compostura, Agustín Lago hizo patente su disconformidad.
Personalmente consideraba que podía hallarse el justo medio, que los alumnos podían ser adiestrados simultáneamente en el estudio y en la fe. «Con permiso, vamos a emplear el tópico: lo cortés no quita lo valiente».
El Gobernador hizo un mohín escéptico, que se acentuó todavía más al oír de labios de su interlocutor que al pronto el Ministerio había retirado de la circulación todos los libros de texto utilizados en Cataluña, incluso los vigentes antes de la guerra, a excepción de un tratado de Ortografía.
—¡Vaya, menos mal! —exclamó el Gobernador al oír esta salvedad. Luego añadió—: ¿Ni siquiera los libros de ciencia pueden ser aprovechados?
Agustín Lago se mordió el labio.
—Por lo visto hay quien opina que la ciencia puede interpretarse de muchas maneras… —Luego añadió—: Y además, su aprobación depende también de Madrid.
El camarada Dávila, pensando que hasta octubre habría tiempo sobrado para fiscalizar todo aquello de cerca, dio un viraje al diálogo, intentando llevarlo de nuevo al terreno personal. Agustín Lago lo había intrigado. Por un lado, daba la impresión de sentirse muy seguro, de haber filtrado con tiempo sus convicciones; por otro, de pronto se ruborizaba, sin motivo aparente. Su voz chocaba también un poco. No correspondía a su condición de caballero mutilado. Era una voz aflautada, de escasos registros. ¡Y aquellos modales, tan correctos! Llevaba un traje gris, impecable, camisa blanca, con cuello almidonado, y muy pequeño el nudo de la corbata.
¿Qué habría detrás de aquellas gafas bifocales y de aquellos rubores? ¿No resultaría el camarada Lago un beato de tamaño natural?
—Permíteme una pregunta. ¿Eres soltero?
—Sí.
El escarceo que siguió fue intrascendente y llegó la hora de despedirse.
—Cuenta conmigo. Te ayudaré cuanto pueda.
—Muchas gracias.
Camino del Gobierno Civil, el camarada Dávila le dijo a Miguel Rosselló:
—¡Lástima que no hayas subido! Me hubiera gustado conocer tu opinión sobre nuestro hombre.
Miguel Rosselló alzó los hombros. El gordinflón monigote del coche, que representaba un gendarme francés, pareció sonreír.
Aquel mismo día el camarada Dávila abrió una investigación que lo condujo a obtener, en un plazo de tiempo mínimo, una serie de datos sobre la personalidad de Agustín Lago. Poca cosa de momento; pero lo bastante para obtener una orientación.
«Primogénito de una familia acomodada de la Mancha. Conducta intachable. Oposiciones brillantes. Miembro de una institución minoritaria llamada Opus Dei, de reglamento ignorado. En la modesta habitación de la fonda ha colgado una inscripción que dice: “Amaos los unos a los otros, que en esto reconocerán que sois mis discípulos”».
El Gobernador se quitó las gafas negras y procedió a limpiar con lentitud los cristales. ¿Qué clase de colaborador le había tocado en suerte? ¿Bastarían una frente noble y una manga flotante para formar intelectualmente a las nuevas generaciones?
Por la noche le dijo a su mujer:
—¿Sabes que he conocido al Director del Hospital y al Inspector Jefe de Enseñanza Primaria? Dos tipos interesantes…
María del Mar comprendió. Se encontraba en el lavabo, cubriéndose la tez con una pomada blancuzca que le daba aire de espectro.
—Invítalos a cenar. Para el sábado, por ejemplo…
—Gracias, nena. Eres un tesoro.
* * *
Naturalmente, las actividades desarrolladas por el Gobernador en aquellas fechas abarcaban también otros campos. Uno de ellos, sumamente engorroso, era la campaña de moralización iniciada por el señor obispo.
El camarada Dávila tenía muy presente su promesa de permanecer al margen de los asuntos religiosos. Sin embargo, dicha campaña le parecía tan exagerada que estudiaba la forma de meter baza en ella. Mateo, cuya ventaja estribaba en que no se dejaba influir por sentimientos localistas, compartía totalmente, en este punto, la preocupación del Gobernador.
Y es que ya no se trataba de las publicaciones del obispado, anacrónicas a todas luces, ni del tono empleado en los púlpitos, tono que «ponía literalmente los pelos de punta». Se trataba de que el doctor Gregorio Lascasas se mostraba dispuesto a mantener las conciencias en un constante estado de alerta, a cerrar la diócesis a cal y canto.
Las disposiciones emanadas del Palacio Episcopal eran, ciertamente, conclusivas.
Las mujeres no podrían entrar en la iglesia sin llevar medias. Las mangas cortas, la falda corta y, por supuesto, los escotes, serían considerados «provocación grave».
Prácticamente quedaban prohibidos los bailes, sobre todo en los pueblos, y en la piscina de la Dehesa debería implantarse la separación de sexos. Llegado el verano, en las playas la gente, al salir del agua, debería cubrirse con el albornoz, a cuyo efecto parejas de la Guardia Civil prestarían la debida vigilancia. Los empresarios de los cines serían responsables de los escándalos que pudieran producirse en el oscuro patio de butacas.