Ha estallado la paz (19 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—Son campesinos. Un tercio por lo menos son campesinos, Ignacio movió la cabeza.

—Sí, claro. España es labriega.

Una vez en Perpignan, Ignacio sintió una imperiosa y repentina necesidad de localizar, aunque sólo fuese para verlo de lejos, algún exilado de Gerona. ¿No se reunirían los de Gerona en algún café determinado?

Leopoldo le dijo:

—Concretamente los de Gerona, no sé. Pero el café «La Bonne Nouvelle» suele estar lleno de catalanes.

Ignacio, libre de acción esta vez por cuanto había ido a Perpignan sin el coronel Triguero, en una ambulancia de la Cruz Roja, se dirigió sin pérdida de tiempo al café «La Bonne Nouvelle». Sentóse a una mesa roja, situada en un rincón, y se tapó la cara con un periódico que hablaba del hambre en China. De vez en cuando echaba un vistazo, con disimulo: no reconocía a nadie. Sólo le resultaban familiares el idioma y las inflexiones de las voces. Y, por supuesto, las blasfemias de los hombres acodados en la barra. Uno de ellos, que llevaba un gorro a lo Durruti, exhibía una cicatriz en el cuello, de la que parecía hacer responsable a todo el santoral.

Al cabo de una hora de infructuosa espera abandonó el café. Cariacontecido, se dirigió al Consulado. Leopoldo le dijo:

—¿Tanto interés tienes?

—Compréndelo… Me gustaría saber lo que ha sido de varios amigos. —Luego añadió—: Me interesa sobre todo un primo hermano mío, llamado José Alvear…

Leopoldo hizo un gesto de comprensión.

—Aquí tenemos un fichero —dijo, señalando un armario—. Pero sólo de los que han muerto en algún hospital y de los que han decidido quedarse a vivir en esta región.

Ignacio abrió los ojos con expresión esperanzada.

—¿Te importaría que lo viera?

—Tuyo es.

Ignacio tomó del armario los montones de fichas y se sentó a la mesa. E inició la tarea. Leopoldo le dijo: «Es buscar una aguja en un pajar».

El resultado de la operación fue teatral. Entre los muertos, ningún conocido; entre los vivos, sí, uno. Pero no era ni José Alvear, ni Julio García, ni David, ni Olga; era Canela. Allí estaba la ficha, con la fotografía, que parecía sacada por Ezequiel y las señas de la muchacha. «Isabel Cortés Amat, alias Canela, veintiséis años, prostituta, domiciliada en Perpignan, 23, rue de la Provence».

—¿Qué? ¿Encontraste algo? —le preguntó Leopoldo.

—¡Casi nada! —contestó Ignacio—. ¡Mi primera novia!

—¿Qué dices?

Ignacio quedóse absorto. ¡Cuánto tiempo había pasado desde que Canela, estando él desnudo, lo perseguía por la habitación haciéndole cosquillas! Entonces ella era una gacela joven y veloz; ahora, en la fotografía, se la veía ajada, con una cicatriz no en el cuello, sino en el alma. Ignacio no pudo menos de recordar su enfermedad venérea, la mancha de pus en la cama, el bofetón de su madre y el comentario de su padre, Matías: «Y además, esas mujeres creen saber la verdad de todo y no es así. Sólo conocen la cara fea de la vida».

No lo pensó más. Despidióse de Leopoldo y diez minutos después se encontraba en
23, rue de la Provence
. Efectivamente, Canela vivía allí, con un
monsieur
, también español. Un
monsieur tres important
. Pero apenas paraba en casa. Se pasaba el día en el café de enfrente,
chez Jean
.

Ignacio cruzó la calle y penetró en el café. Tuvo suerte. En una mesa al fondo, sola, haciendo solitarios, ¡con cartas francesas!, reconoció a Canela.

—Pero… ¡Ignacio!

—¡Pssh…! No hables fuerte. Estoy de servicio…

—¿Cómo?

Canela se levantó y haciendo aspavientos abrazó al muchacho y lo besuqueó repetidamente en ambas mejillas.

—¡Por favor, Canela!

—Pero ¿qué te pasa? ¿Será verdad que has venido a detenerme?

—Nada de eso, Canela. He venido a saber qué tal estás…

Por fin Ignacio consiguió que Canela se sentara; y él hizo lo propio, situándose frente por frente.

—¡Menuda sorpresa!

—Nada de sorpresas. Andaba buscándole…

El diálogo, en un principio, fue cordial.

Canela tenía mucho mejor aspecto que en la fotografía, aunque se le notaba en los ojos que bebía demasiado. Y era evidente que su alegría al ver a Ignacio fue sincera. Se rieron evocando sus encuentros en Gerona. «Me tenías chiflada. ¡Eras tan crío! Tuve que enseñártelo todo, ¿te acuerdas?».

Ignacio simuló estar de vuelta…

—¿Y ahora, qué haces? —preguntó el muchacho—. Llevas muchas joyas…

—¡Bah! —Canela encendió, con aire hastiado, un pitillo—. Un comisario me sacó del campo y me tiene retirada. Pero ya lo ves. Me paso el día en el cine, aunque no entiendo ni jota, o en este cafetucho haciendo solitarios.

Ignacio sintió de pronto una gran compasión por aquella mujer, cuya roja cabellera despedía extraños reflejos.

—Te sientes… sola, ¿verdad?

—¿Y tú no? —le preguntó Canela.

—Pues… yo, la verdad, me las voy arreglando.

—Ya te llegará.

Los hombres del mostrador miraban a Canela y uno de ellos, que sin duda la conocía, le hizo un gesto obsceno. Canela barbotó:

—Asquerosos…

Ignacio intervino:

—Hablando de tu comisario… ¿Lo quieres?

Canela eructó, lo que rompió el encanto de la alusión.

—¿Querer yo? Ya quise una vez. Pero el hombrecito voló.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Dónde está?

—En Toulouse. Lo mantiene una
madame
. Es lo normal.

Ignacio se mordió el labio inferior.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—¡Ya lo sabes! José Alvear…

La conversación prosiguió, sincopada. Canela, que iba poniéndose nerviosa, saltaba sin conexión de un tema a otro y no paraba de beber.

—¡Eh, «garçon», trae algo para
mon ami
…! Y dime, ¿tú qué haces? ¿Por qué estás en Perpignan?

—Todavía no me han licenciado. Estoy en Fronteras.

—¡Ah!, ya…

«Mon ami…» La frase había gustado a Ignacio, sin saber por qué. Y también le gustaban los extraños reflejos de la roja cabellera de Canela.

—Cuéntame, Canela. Todo eso… es duro, ¿verdad?

—¡Claro que lo es! Pero vosotros tenéis la culpa, ¿no?

—Bueno, mujer, no te pongas así.

El «garçon» trajo un coñac para Ignacio, coñac que olía a gloria.

—¿Ves? —comentó Canela, cambiando el tono de voz y mirando la copa—. Si en vez de nacer en España yo hubiera nacido aquí, en Perpignan, ahora no sería Canela.

Sería una
madame
.

—¿Por qué dices eso?

—Porque sí. Mis padres me hubieran llevado a la escuela… ¿Comprendes lo que te digo?

—Claro…

Ignacio no quería ver sufrir a Canela y cortó preguntándole si había permanecido mucho tiempo en el campo de concentración.

—Poco. Los mandamases y nosotras… pudimos salir pronto. Allá sólo se pudren los tontos.

Ignacio se disponía a comentar que aquello era una canallada. Pero le pareció tan obvio, que se calló.

El forcejeo era difícil e Ignacio optó por preguntarle, ya sin más dilación, por el paradero de sus amigos.

—Dime. ¿Sabes algo de Julio García?

—¿El poli…? —Canela entornó expresivamente los ojos y por un momento volvió a parecer una niña—. Otro punto. Es millonario. Robó lo que le dio la gana, como mi comisario.

—No estará en Perpignan, por casualidad…

Canela soltó una risita nerviosa.

—¿En Perpignan? Pues sí que estás bueno… Está en París, con los jefazos…

—Y con doña Amparo…

—¡Ah, eso no sé!

Canela no sabía nada de David y Olga; nada de Cosme Vila; nada de Antonio Casal…

—No me preguntes más, ¿quieres? No me interesa esa gentuza. Me intereso yo. Canela. ¡Eh, «garçon», otro Martini! —Canela eructó de nuevo, pero esta vez dijo: «Perdona».

Ignacio pensó: «No, el exilio no es una fiesta. ¿Por qué en Gerona no se darán cuenta?».

De pronto, Canela miró a Ignacio a los ojos. Era la primera vez que lo hacía. Estaba borracha.

—Continúas siendo un crío. Sí, me gustas…

—Anda, no digas tonterías.

—¿Te apetecería estar conmigo?

Ignacio casi retrocedió. Canela volvió a reírse nerviosamente. Echó una rectilínea y segura bocanada de humo.

—¿Te has vuelto marica, o qué?

—No es eso… —Ignacio añadió—: por favor. Canela, cálmate…

—¡Si estoy tranquila! Mira, ¿ves? —Bruscamente cogió las cartas y simuló que se ponía a hacer solitarios de nuevo.

Ignacio quería ayudarla, pero no sabía cómo.

—¿Te acuerdas de Gerona? —se le ocurrió preguntarle.

Temió haber metido la pata, pero no fue así. Por un momento los ojos de Canela se iluminaron.

—¡A que no adivinarías lo que echo de menos de todo aquello!

—No sé…

—El tabaco… —Miró el paquete de «gauloises» que tenía en la mesa—. Éste me marea. —Luego añadió—: ¡Y otra cosa! La Dehesa…

—¿La Dehesa?

—Sí, la Dehesa. Una tiene derecho a que le guste la Dehesa, ¿no?

—¡Oh, claro! Ahora está preciosa…

Canela volvió a irritarse.

—¡Qué va a estar! Con tanto uniforme…

Ignacio hizo un mohín. Canela se tomó su Martini de un sorbo y prosiguió:

—¿Y la Andaluza?

—Ya puedes figurarte —informó Ignacio—. Haciendo su agosto.

—Claro, los moros joden que da gusto, ¿verdad?

La conversación se hacía incómoda. Ahora Canela parecía glacial. Se había ausentado. Miraba afuera, a la calle, con la mirada vidriosa.

—¡Mira que morirme yo en Francia! —exclamó, inesperadamente.

Ignacio la miró con asombro.

—¿Morirte…? ¡Qué tonterías dices!

En ese momento entraron en el café tres hombres barbudos, con aspecto de llegar del frente. Debían de ser tres «jefazos», que andarían tramando irse también a París.

—Puercos… —barbotó Canela—. Han abandonado a todo el mundo. —Su expresión era colérica.

El más alto miró a Canela y sonrió. Canela sacó la lengua.

Ignacio se sintió tan abatido que se levantó para despedirse.

—Escucha una cosa, Canela. Si algún día quieres regresar a España, vete a Fronteras y pregunta por mí.

Canela se quedó rígida.

—¿Regresar yo…? ¡Eh!, ¿por quién me has tomado?

Ignacio hizo un gesto ambiguo.

—La vida… cambia, ¿no crees?

Canela le sonrió con afecto.

—Salud, fascista…

Ignacio se acercó al mostrador dispuesto a pagar las consumiciones, pero el
garçon
, después de consultar con Canela, negó con la cabeza.

Capítulo IX

Canela había informado bien a Ignacio: Julio García vivía en París… con un coche en la puerta. Era el gran triunfador del exilio. Formaba parte del grupo de los privilegiados, de los que habían alquilado chalés en Deauville y jugaban a la ruleta.

Disponía de un confortable piso cerca de la Avenida Foch, por cuyos amplios salones se paseaba con un batín de seda. Si Ignacio hubiera tropezado con el ex policía, no hubiera sabido si reír o llorar.

Julio García, recordando la guerra, no pensaba en la muerte, como le ocurría a Canela: sonreía. La fortuna que había amasado comprando armas para el Ejército de la República era tan considerable que, en un momento de sentimentalismo, le había dicho a doña Amparo: «Avísame cuando sea tu cumpleaños, que quiero regalarte un abrigo de pieles de algún animal raro…» Y a sus amigos de siempre —los componentes de la Logia Ovidio, y David y Olga— solía decirles que lo que más le dolía de la catástrofe que había asolado España era que en ella había perdido su hermosa tortuga, llamada Berta. «La pobre, lenta por naturaleza —explicaba—, no consiguió llegar a la frontera y cayó en manos de los requetés».

Julio García vivía una vida triple. Por un lado, el recuerdo de Gerona; por otro, su responsabilidad para con los gerundenses que acudían a él en demanda de ayuda, y que no eran pocos; por último, los deberes que le imponía su «nueva posición social» y la necesidad de sentar bases definitivas para lo futuro. Esto último era de hecho la piedra angular de sus preocupaciones. No quería caer en la trampa de otros muchos exilados, que parecían dispuestos a quemarse la sangre a base de nostalgia y de «lo que hubiera podido hacerse». Él no se iría nunca a África, a construir el Transahariano; ni se alistaría en la Legión Francesa; ni se iría a Venezuela, como el Responsable y otros tantos anarquistas, pensando que allí encontrarían campo abonado para sus actividades… No, él no dejaría nunca de pisar terreno firme. Preveía acontecimientos internacionales para un plazo más o menos próximo —los periodistas Fanny y Bolen eran también de este parecer— y quería estar prevenido. Si en Francia ocurría algo se iría a Inglaterra, cuyo Gobierno se había manifestado dispuesto a admitir algunos exilados de la élite; es decir, hombres como él, relacionados con la Banca Suiza y que supieran tomarse un güisqui sin soltar una grosería.

Sus relaciones con Gerona se efectuaban de una manera un tanto simbólica: a través del periódico
Amanecer
, que el ex policía recibía, aunque con retraso, gracias a sus amistades de la «Prefecture» de Perpignan. La lectura del periódico que dirigía «La Voz de Alerta» le daba la tónica de «lo que ocurría en la España Nueva», y cuyo resumen respondía, a su juicio, a la lógica más estricta: curas y militares. No había número en que no apareciera una fotografía del obispo, doctor Gregorio Lascasas, y otra del general Sánchez Bravo. El señor obispo tenía siempre la mano dispuesta a bendecir lo que fuera; el general saludaba siempre militarmente o presidía algún acto en honor del Ejército Español. Naturalmente, Julio García hubiera podido reconocer también, entre mil rostros, el del Gobernador Civil, camarada Juan Antonio Dávila, quien cada día ponía una primera piedra o asistía a un entierro. «Lo que me extraña —comentaba con sus amigos— es que Mateo no tenga celos y se conforme con salir retratado sólo de vez en cuando».

Julio García, desde su piso cercano a la Avenida Foch, estimaba que las realidades que, a juzgar por
Amanecer
, imperaban en «la España de Franco» formaban un triángulo tan perfecto que hubiera podido ser masónico: mimetismo respecto de Alemania e Italia; inflación religiosa; ausencia total de opinión popular. «Esa gente va a prescindir del pueblo hasta nueva orden». «Juegan con unas cuantas ideas incapaces de proporcionar a nadie el menor placer intelectual». «Se basan en la noción de Caudillo, cuando lo más corriente es que los caudillajes terminen de mala manera». «Se han inventado un Dios a su medida, de cuya protección están tan seguros como yo lo estoy de que mi mujer me será fiel». Etcétera.

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