El nuevo nicho estaba lejos. Tuvieron que subir una leve cuesta y adentrarse en la parte moderna del cementerio, en el lateral oeste, que el nuevo alcalde, «La Voz de Alerta», había mandado construir. El hueco del nicho apareció allá al fondo, negro y vampiresco.
La carretilla y sus acompañantes de detuvieron delante de aquel agujero rectangular.
Apoyada en el zócalo de la izquierda había una lápida de mármol cuyas blancas letras decían:
Aquí yace
CÉSAR ALVEAR
que murió por Dios y por España
el 20 de julio de 1936
a los dieciséis años de edad.
DESCANSE EN PAZ
Los albañiles tomaron el ataúd en brazos y lo introdujeron dulcemente en el nicho.
En cambio, el taponamiento de éste con la lápida resultó laborioso. Y zumbaban moscas y unas hormigas, ante el asombro y la gratitud de todos, prefirieron quedarse con César y se dejaron emparedar.
Cerróse por fin el nicho. Entonces Marta se adelantó y depositó en él su ramo de flores silvestres, que dejaron de temblar. Seguidamente mosén Alberto rezó otro Padrenuestro, esta vez coreado por el propio sepulturero, que, gorra en mano, había acudido. En cambio, los dos albañiles recogieron las colillas que habían dejado en el reborde del nicho contiguo y desaparecieron con su utillaje a cuestas.
Terminada la plegaria, mosén Alberto acabó con la petrificación que se había adueñado de todos. «¿Vámonos…?», propuso. Matías asintió con la cabeza.
La comitiva echó a andar de nuevo, en busca de la avenida central, que conducía directamente a la salida. Esta vez fue Ignacio quien tomó del brazo a Carmen Elgazu, mientras Mateo echaba una mirada al cielo azul que se alzaba por encima de las tapias.
Cruzaron el umbral del cementerio y se encontraron fuera. El coche de Mateo y el taxi que Matías había alquilado a propósito esperaban en la carretera, colocados ya en dirección a Gerona. Antes de subir, Mateo encendió con mano insegura un cigarrillo.
Por un momento estuvo tentado de ofrecerle uno a Matías, pero no se atrevió. Matías parecía haber envejecido y no se decidía aún a ponerse el sombrero.
Se repartieron entre los dos vehículos y éstos iniciaron el regreso a la Rambla. Todo el mundo guardaba silencio. Únicamente Pilar, que ya se había recuperado, comentó, como hablando consigo misma:
—Descanse en paz… ¿Por qué no pusimos «en la paz de Dios»?
Ignacio le contestó:
—Es lo mismo. Diciendo paz se sobreentiende que es la paz de Dios.
Los dos coches se detuvieron en el Puente de Piedra y todo el mundo se apeó. El sol seguía cayendo, pero los rostros estaban pálidos, como si llegaran de alguna región lejanísima y helada.
Mateo y Marta se despidieron con emoción y se alejaron. Los demás subieron al piso de la Rambla, cuya puerta Ignacio abrió con respeto extremado, como si dentro los esperara la clave explicativa de todo lo que estaban viviendo.
Pilar alzó las persianas y el comedor se iluminó. Aquella luz súbita fortaleció un poco los ánimos. Carmen Elgazu se dirigió a mosén Alberto y, sobreponiéndose, le preguntó:
—¿Le apetecería un café?
Mosén Alberto aceptó.
Minutos después se encontraban sentados a la mesa, ante las tazas humeantes.
Ése fue el momento elegido por mosén Alberto para comunicarles una extraña noticia que había de rematar las emociones de la jornada.
—Bueno… —dijo, disolviendo el azúcar con la cucharilla—. Todo esto es muy doloroso, pero he de decirles algo que tal vez les sirva de consuelo.
—Marcó una pausa y añadió—: El señor obispo ha decidido abrir en la Diócesis varios expedientes de beatificación. Uno de esos expedientes es el de César.
Matías arrugó el entrecejo, pero Carmen Elgazu, que en la Parroquia había oído rumores sobre el particular, exclamó, entre sollozos, simplemente:
—¡Oh, Dios mío…!
Ignacio, por su parte, había clavado la vista en mosén Alberto. Prodújose un momento de expectación. ¿Soltaría el chico algún exabrupto? Ocurrió todo lo contrario… Mosén Alberto había hablado con su mejor voz de sacerdote y de amigo.
Así que Ignacio, al final de su mirada, dijo:
—Desde luego, si alguien merece subir a los altares es mi hermano.
El hecho de que Ignacio dijera mi hermano en lugar de decir César, conmovió a todos de un modo impreciso.
Pilar no pudo con su corazón. Se levantó bruscamente, derramando la taza de café.
Y se fue sollozando a su cuarto y se desplomó de bruces sobre la cama, sobre aquella cama desde la cual, cuando llovía, oía el claquear de las gotas en el río.
Nadie acudió en ayuda de Pilar. Todo el mundo permaneció quieto y silencioso en el comedor. El café derramado por Pilar había salpicado la bella sotana de mosén Alberto, pero éste acertó a disimular.
Llegó el verano y el calor se adueñó de la ciudad. Las prendas de abrigo desaparecieron entre bolas de naftalina, y las modistas, las hermanas Campistol, abrieron los balcones para airear el taller en que tantas muchachas gerundenses habían aprendido a enhebrar la aguja, mientras rezaban el rosario y se contaban en voz baja historietas un poco subidas de tono. En la oficina de Telégrafos repartieron ventiladores asmáticos, que daban unas cuantas vueltas y luego se paraban, con reiterada desfachatez. Los reclusos empleados en la reparación de las calles pidieron permiso para trabajar con el torso desnudo, y les fue concedido; pero se produjeron reclamaciones, intervino el señor obispo y se les obligó a ponerse la camisa. Las márgenes del río Oñar, en su confluencia con el Ter, se llenaron de tribus de gitanos esquiladores, que tocaban el organillo y recitaban, ¡todavía!, «El crimen de Cuenca».
Pablito, el hijo del Gobernador, sufrió un ataque de desasosiego. Sus quince años pletóricos de rebeldía descubrieron la existencia de la mujer. Los ojos se le quedaban clavados como si de aquel acto dependiera su porvenir. Veía blusas y redondeces por todas partes, por lo que su madre, María del Mar, le dijo cariñosamente: «Hala, vete a la piscina, hijo, y báñate lo más que puedas». Todo había ocurrido en un santiamén, como si el calendario tuviera también mando en plaza. Las basuras olían, sesteaban los perros y, al llegar la noche, las cálidas noches de Gerona, los panaderos, antes de iniciar su trabajo, salían en camiseta a la acera a fumarse un par de pitillos, mientras los serenos hacían sonar cansinamente su pata de palo. ¡Oh, sí, los noctámbulos, en pandilla o solitarios, pudieron cumplir con sus ritos a la luz de la luna! Y mientras tanto, doña Cecilia, la esposa del general, bajita y escuchimizada, se abanicaba diciendo: «Compadezco a las mujeres, como la viuda Oriol, que han de llevar faja. ¡Uf!».
Con la llegada del verano se produjeron novedades de todas clases. Novedades tristes, novedades alegres y pintorescas, novedades culturales, novedades patrióticas.
Cumplíase la sentencia de Julio García: «La única verdad es que en Gerona la vida continúa».
La vida y la muerte… Porque, la primera novedad triste de aquel final de junio fue el accidente que ocurrió a pocos quilómetros de Nuestra Señora del Collell, el internado en el que César había ejercido de fámulo, cortado raciones de pan y recogido pelotas de tenis. La Delegación de Excautivos, conjuntamente con la Sección Femenina, había organizado una peregrinación en autocar al santuario, en póstumo homenaje a los cuarenta y dos patriotas asesinados allí a última hora, ¡precisamente por orden de Gorki!
Tales peregrinaciones eran frecuentes, y aquella ruta empezaba a ser llamada «La Ruta de los Mártires». El autocar, renqueante como los trenes, desgastado por la guerra, rompió la dirección y se cayó a un barranco. Hubo cuatro muertos y quince heridos.
Entre los muertos figuraba una niña de ocho años, hija del jefe de Policía, don Eusebio Ferrándiz. Los heridos fueron llevados al Hospital y atendidos por el doctor Chaos. El suceso enlutó la ciudad y don Emilio Santos y Marta, que habían imaginado al alimón aquella aventura, al regreso del entierro no osaban mirarse a la cara.
La segunda novedad triste se produjo bajo el signo del fuego. Desatóse en la provincia una cadena de incendios. Ardían pajares, alfalfa y cosechas. En principio, ello se atribuyó al sol, al ardor de sus rayos, que quemaban la tierra. Pero pronto circuló el rumor de que se trataba de sabotajes; como cuando los anarquistas, antes de la guerra, convertían en cenizas los bosques, ante el pasmo de las serpientes y de los lagartos. A resultas de la investigación abierta fueron detenidos y encarcelados varios malhechores y también varios colonos, descontentos porque sus amos les exigían demasiado o los habían amenazado con el despido.
Otra novedad triste: el padre Forteza fracasó en su labor en la cárcel, atendiendo a los condenados a muerte. Le ocurrió lo mismo que a mosén Alberto en San Sebastián: nada que hacer. Los hombres —y las mujeres— en capilla, que iban a ser ejecutados al día siguiente al amanecer, al ver entrar en la celda «un cura», apretaban los puños y como fieras se liaban a insultarlo y a anegarlo de procacidades.
El padre Forteza ensayó todas las argucias imaginables, desde la solemnidad hasta el desparpajo, desde el llanto hasta la sonrisa, y la respuesta fue siempre la misma: «¡Largo de ahí, maricón!».
Su combinación de santo y payaso, que tantos éxitos le proporcionaba fuera de aquellos muros, en la cárcel no tenía objeto. No se apuntó sino dos logros: un muchacho joven de veinte años, que había formado parte del Comité de Orriols y que, después de haberle pegado al padre Forteza el clásico puntapié entre los muslos, que hizo caer al jesuita en redondo al suelo, una hora después, y sin que nadie supiera por qué, hizo que lo llamaran y le pidió confesarse. El jesuita, loco de alegría, no sólo lo alentó cuanto pudo sino que al día siguiente, en el cementerio, quiso estar a su lado hasta el último momento. De tal suerte que el alférez que mandaba el piquete de ejecución tuvo que ordenarle por tres veces: «¡Padre, apártese usted, por favor!». El padre Forteza por fin se apartó; pero el Señor y el gran misterio de la madrugada eran testigos de que hubiera deseado que una bala le atravesara también a él el corazón, para poder seguir atendiendo al desconocido muchacho de Orriols, del que sólo sabía que se llamaba Ángel.
El segundo logro fue una mujer. Una mujer de Almería, conocida por Rosa-Mari y que se había presentado ella misma a la policía de Figueras acusándose de haber dado muerte a un guardia civil de los que montaban guardia en La Carbonera. Era una mujer extraña, de mirada bellísima y loca, que cuando veía un hombre se despeinaba. El padre Forteza sospechó desde el primer instante que era anormal y que su auto acusación era una mentira insensata. Gracias a ello consiguió no sólo aplazar el cumplimiento de la sentencia, sino que el Tribunal accediera a revisar la causa. Entonces ella, Rosa-Mari, en agradecimiento, se lanzó al cuello del jesuita y lo besó en la boca. Y le dijo que quería confesarse. Y lo hizo. Lo hizo arrodillada —y despeinada— con unción. Y se confesó de todos los pecados de su vida ¡y de haberle mentido, efectivamente, a la policía de Figueras! Oh, no, ella no había matado al guardia; pero le ocurrió que quiso morirse, porque su «hombre» se había ido a Francia y no regresaba. Por eso concibió aquel ardid. El padre Forteza le dio la absolución, presa de mil sentimientos dispares. Y le dijo: «Ya estás reconciliada con Dios. Ahora yo procuraré que te reconcilies también con la justicia». El padre Forteza confiaba en que el doctor Chaos redactaría un informe médico sobre el estado mental de Rosa-Mari, salvándola de la ejecución.
Ángel, muchacho de Orriols, y Rosa-Mari, mujer de Almería. Nada más. El padre Forteza no cobró ninguna otra pieza desde que el señor obispo le encargó aquella tarea.
En verdad que el balance era triste. Él lo atribuía a la condición humana, pero también a su personal imperfección. Así se lo manifestó a los congregantes, con motivo de una comunión general. «Si yo fuera como debería ser, un San Ignacio, por ejemplo, los frutos serían más abundantes… Pero estoy en mantillas. ¡Señor, Señor, qué desolación!».
* * *
En aquellas primeras semanas veraniegas se produjeron también novedades pintorescas.
Jaime, el depurado de Telégrafos por separatista —uno de los noctámbulos solitarios—, contribuyó a que la ciudad las conociera. Gracias a una gestión que Matías hizo en su favor consiguió el puesto de repartidor de
Amanecer
por el barrio céntrico, que era el de la Rambla, donde las propinas serían sin disputa más copiosas. En prueba de gratitud, el hombre le dijo a Matías Alvear, suscriptor del periódico:
—Cada mañana, en el ejemplar que les corresponda a ustedes, subrayaré con lápiz rojo las noticias que me parezcan de interés… ¿Vale?
¿Cómo no iba a valer? La idea encantó a Matías, quien a partir de la fecha, cada día al sentarse para el desayuno, al tiempo que desplegaba
Amanecer
, le decía a Carmen Elgazu:
—Vamos a ver qué nos dice hoy el amigo Jaime…
Era evidente que aquel detalle añadía su grano de pimienta a la llegada del periódico. Sin embargo, al poco tiempo Carmen Elgazu empezó a sospechar que el lápiz rojo de Jaime no era imparcial, que subrayaba principalmente las noticias que pudieran ridiculizar en algún sentido la actuación del Gobierno o de las autoridades locales.
—¿Te has fijado? ¿Qué es lo que ha señalado hoy? Eso de que los mariscos estarán sujetos a un diez por ciento de recargo para el Subsidio del Combatiente, y el nombre y los apellidos del nuevo Delegado de Hacienda: Rufino Melón López. ¿Por qué no ha subrayado que el Gobernador inauguró en la ciudad el teléfono automático? Es una noticia alegre, ¿no?
—Pero, mujer…
Matías sonreía por lo bajo. Conocía a Jaime y sabía que Carmen Elgazu tenía razón.
No obstante, en cuanto tenía ocasión, procuraba defender a su amigo.
—¡Carmen! Para que veas lo mal pensada que eres. Mira lo que Jaime subraya hoy: que en Guadalajara ha sido detenido un individuo que compraba duros de plata a seis pesetas y los vendía a siete en Portugal. ¿Ves cómo lo que elige lo elige sencillamente porque supone que me hará gracia?
—Por un perro que maté…
Pilar estaba de parte de su madre. Sobre todo desde el día en que Jaime marcó una cruz debajo de una frase pronunciada en un discurso por Núñez Maza, Delegado Nacional de Propaganda, y que Mateo trascribió en un artículo en contra del sufragio universal. La frase, que a no dudarlo haría saltar de su sillón a Julio García cuando la leyera en París, decía así: «La única manera de que la opinión pública deje de ser prostituta y se convierta en señora, es que tenga señor a quien servir».