El sentimiento de orgullo era fuerte, intenso. La gesta podía compararse a la de Colón, a la Reconquista y a la victoria contra los turcos. De ahí que existiese el proyecto de invitar a todos los municipios de España a que regalasen a Franco una espada conmemorativa, réplica de la del Cid. De ahí que se pensase en reconstruir cuanto antes el monumento al Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles, que los milicianos de Madrid habían fusilado, y en poner a España, de una vez para siempre, bajo la advocación de la Virgen del Pilar. De ahí que se hablase de Imperio y de influir doctrinalmente en el mundo, dándole ejemplo de coherencia, decisión y espiritualidad.
Tratábase, era evidente, de un propósito nacional de signo totalitario, pero con características peculiares, originales, según habían admitido los propios Aleramo Berti, representante del fascismo italiano, y Schubert, delegado, en Burgos, del nazismo alemán. La originalidad del Alzamiento nacionalista capitaneado por Franco consistía en incorporar al sistema jerárquico de gobierno y a la idea de raza, de patria y de pueblo, la idea anteriormente apuntada: la idea de Dios. En fundirlas, por así decirlo, de tal manera, que servir a la Patria y a su Caudillo fuera, por modo automático, un acto religioso. Si acaso, tal actitud podía parangonarse en un orden simbólico con la del Japón, donde también desde siglos se habían unido y solidificado los conceptos de Dios y de Emperador.
Por supuesto, la responsabilidad de semejante planteamiento era enorme y parecía exceder a las posibilidades humanas. Pero el mar colectivo de fe y de esperanza ahogaba cualquier titubeo, como la adolescencia del Ferrete había quedado ahogada en el frente de Aragón. Por otra parte, el Alzamiento español había sido denominado, por la propia jerarquía eclesiástica,
Cruzada
, lo cual no podía decirse de ningún otro movimiento político contemporáneo. Y por si cupieran dudas, ahí estaba el mensaje radiofónico que Pío XII acababa de dirigir a España: «Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros Nuestra paterna congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos».
Tales palabras significaban el espaldarazo concluyente a las que Franco pronunciara en 1936: «Yo os aseguro que mi pulso no temblará, que mi mano estará siempre firme. Llevaré la Patria a lo más alto, o moriré en mi empeño». Afirmación en la que iba implícita la seguridad de que la trayectoria de la paz sería tan gloriosa como lo fue la de la guerra.
Gerona iba a ser, una vez más, la piedra de toque de lo que había de ocurrir en todas y cada una de las capitales españolas, especialmente en las recién «liberadas». El Ejército, la Iglesia, el Partido y la Autoridad Civil se adueñaron de la población y de la provincia, de acuerdo con los principios establecidos. Estos cuatro instrumentos de poder trabajarían comunitariamente, en contacto continuo, para llevar a feliz término «el mandato de los muertos».
Al mes escaso de haber terminado la guerra, las jerarquías depositarías del Nuevo Orden ocupaban ya sus puestos. Representante del Ejército lo era, con todas las prerrogativas, el general Sánchez Bravo, que había sido nombrado gobernador militar.
El general Sánchez Bravo se había instalado en los Cuarteles de Infantería, los cuarteles de Santo Domingo. Tenía cincuenta y dos años de edad y era oriundo de León, donde su padre, fallecido antes del Alzamiento, había ejercido de oftalmólogo. El general decía siempre que la profesión paterna le había impreso huella, acostumbrándolo a mirar con fijeza a los ojos de los demás y despertándole viva afición por los prismáticos, los catalejos, los telescopios y otros instrumentos de observación.
Sirvió a la
Causa
desde el 18 de julio de 1936 —por entonces era coronel— y tomó parte activa en la batalla del Norte, en la llegada al Mediterráneo y en el asalto a Cataluña. Bajito de estatura, de cuello corto, era enérgico y poco sentimental. Hablaba tajante y tenía una hermosa voz. Su rasgo más característico era la rectitud. Hubieran podido llamarlo «el insobornable». No admitía apaños y predicaba siempre con el ejemplo. Cuantos habían servido a sus órdenes guardaban de él un grato recuerdo. Su coronel ayudante, el coronel Romero, dividía los generales en dos clases: los que al término de una batalla decían «hemos sufrido tantas bajas» y los que decían «he perdido tantos hombres». El general Sánchez Bravo era de estos últimos.
La muerte de un soldado le dolía como una mutilación y, debido a su prodigiosa memoria, se acordaba de los nombres y apellidos de muchos de ellos, a los que gustaba de sacar motes. A su asistente lo llamaba
Nebulosa
, debido a que el muchacho, cuando abusaba del aguardiente veía turbio y parecía andar a tientas.
Llegado a Gerona, se comportó a tenor de su temperamento. Su primer acto de servicio fue ordenar el adecentamiento de los cuarteles, que las «hordas» habían dejado hechos un asco. A continuación, se dirigió al monumento levantado en la Plaza de San Agustín en honor de su glorioso antecesor Álvarez de Castro, héroe de la guerra de la Independencia, y se cuadró ante él. Luego subió a lo alto del Castillo de Montjuich, contempló a Gerona en la llanura, los campanarios y los tejados, y murmuró: «¡Hum! Hay aquí mucho que hacer…» De regreso al cuartel dirigió una proclama a la población advirtiéndole que estaba dispuesto a cortar de raíz cualquier intento de sabotaje: «La victoria ha costado mucha sangre y no nos la dejaremos arrebatar».
El notario Noguer y «La Voz de Alerta», que se habían convertido en sus mentores y que lo acompañaban por todas partes con una mezcla de orgullo y timidez, advirtieron muy pronto que el gobernador militar que les había tocado en suerte era hombre de ideas precisas, dispuesto a avanzar en línea recta, y sospecharon que prefería la acción a la cultura. En efecto, en su obligada visita a la ciudad antigua, el general pasó como un rayo por delante de las bellezas arquitectónicas, incluidos los Baños Árabes, y se fue directo a las murallas, donde se estuvo más de dos horas. Su comentario fue: «Estas defensas están bien construidas. No me sorprende que los franceses cayeran aquí como moscas». ¡Como moscas! «La Voz de Alerta» le explicó que precisamente existía una leyenda según la cual del sepulcro que había contenido los restos de San Narciso, primer obispo y patrón de la ciudad, salían moscas, cada una de las cuales mataba con su picadura a un francés. El general sonrió. «He ahí —dijo— un arma que no figura en los manuales de nuestras Academias».
«La Voz de Alerta» y el notario Noguer advirtieron muy pronto que la apreciación que habían hecho acerca del carácter del general era correcta. En efecto, resultaba difícil hablar con él de cuestiones no militares, aunque pudiera muy bien atribuirse a la proximidad de los acontecimientos. Por supuesto, se negó rotundamente a ir al cementerio a rendir honores póstumos al comandante Martínez de Soria, alegando que la decisión de éste de rendir Gerona a los milicianos fue injustificada y cobarde.
«¡Imagínense ustedes que el Capitán Cortés, en Nuestra Señora de la Cabeza, hubiera hecho otro tanto! ¡Y el general Aranda en Oviedo! ¡Y Queipo de Llano en Sevilla! No, no, la obligación del comandante Martínez de Soria era defender esto a toda costa».
El notario Noguer sintió por el general espontánea simpatía, lo que le sorprendió, habida cuenta de que los uniformes, en principio, le inspiraban serios temores. Estimó que las dotes de mando de aquel recio castellano garantizaban que el inicio de la paz, siempre difícil, contaría con un buen puntal. Le agradaba de él que anduviera con parsimonia, procurando que sus botas no resonaran enfáticamente. También le agradaba que fumase en pipa. El notario había llegado a la conclusión de que los hombres que fumaban en pipa acertaban, en los momentos de crisis, a dominar sus nervios. También le gustó que comiera el mismo rancho que los soldados. «¿Es eso una costumbre, mi general?». «¡No, no! Es un deber…» La respuesta tenía rigor clásico. Sin embargo, «La Voz de Alerta», amante de los estratos jerárquicos, valoró el detalle de distinta manera.
«Pues a mí me parece que eso es un error —le dijo a su amigo, el notario Noguer—. La mesa de un general no ha de ser nunca la mesa de un soldado».
—Mi general, ¿está usted contento de que lo hayan destinado a Cataluña?
La pregunta sonó como un disparo en la Sala de Armas, donde el gobernador militar y sus mentores se hallaban reunidos. El general se atusó el bigote, blanquecino, y echó una mirada al enorme mapa de España que cubría la pared.
—Pues, si he de serles franco, no. Hubiera preferido Castilla, Levante o Andalucía…
El general se explicó, pues no quería equívocos. Sabía lo que Cataluña valía y significaba. No iba a cometer la torpeza de minimizar aquella tierra ilustre, laboriosa y amante del estudio. Pero le molestaba el problema separatista.
—La guerra me ha demostrado que hay entre ustedes muy buenos patriotas. He tenido a mi servicio varios oficiales catalanes y doy fe de que cumplieron como los mejores. Ahora bien, la mayoría de ellos han pedido ya la baja del Ejército… Es un detalle, ¿no les parece? Sí, hay algo, hay algo que no acaba de encajar… Apenas entré en Lérida me di cuenta de que entre ustedes y el resto de la nación existe una diferencia. Y lo demuestra el hecho de que hablan ustedes otra lengua.
Ésta era la clave de la cuestión. El general no ocultó que el asunto del idioma lo sacaba de quicio. «Oírlos hablar y no entenderlos me da la impresión de encontrarme en el extranjero». Por su parte, a gusto acabaría de un plumazo con semejante anomalía y se congratulaba de aquellos letreros —que tanto soliviantaban a mosén Alberto— y que decían: «Obligatorio hablar español». «En lo que de mí dependa, en este asunto seré implacable».
«La Voz de Alerta» y el notario Noguer se callaron. Comprendieron que el tema era tabú y que cualquier disquisición histórica caería en saco roto. Por lo demás, ambos sabían que el general había encontrado en la biblioteca de los Cuarteles de Artillería un montón de libros en catalán y que había ordenado hacer con ellos una inmensa hoguera, que crepitó como si protestase.
El notario Noguer no se arrepintió de su intervención, ya que prefería saber a qué atenerse. Pero decidió cambiar de tema. Le preguntó al general si era cierto que le interesaba la Astronomía y el general contestó que sí, que lo era. «Aquí donde me ven, en el frente, si había calma, me pasaba largos ratos mirando la luna y las estrellas».
Podía decirse que aquélla era su distracción favorita. La bóveda celeste ofrecía un espectáculo impar. «En realidad —bromeó, mientras se atusaba de nuevo el bigote— mi mayor deseo hubiera sido servir en antiaéreos».
El notario Noguer, que había vivido la guerra desde lejos, desde Francia, valoró debidamente el inciso y aprovechó la oportunidad para sonsacarle al general varias opiniones respecto al desarrollo de la contienda. Ahí el gobernador militar se despachó a gusto, mientras se paseaba con los brazos a la espalda. Preguntado por la acción bélica que, técnicamente, consideraba más perfecta, declaró sin vacilar: «La batalla del Ebro».
Preguntado sobre la acción heroica que tenía en mayor estima, declaró: «La defensa del Alcázar. Tengo un hijo y puedo juzgar debidamente el sacrificio del general Moscardó».
Preguntado sobre la clase de tropa que mejor comportamiento había tenido a lo largo de la campaña, contestó: «Entiendo que la infantería española es, toda ella, la mejor del mundo. Pero, puesto a elegir, elegiría los Tercios de Requetés, que han estado insuperables».
La presencia del general inspiró a los gerundenses un respeto casi supersticioso. Su biografía empezó a ser conocida. El hecho de que hubiera dirigido victoriosamente varias batallas lo convertía casi en un mito; el hecho de que en esas batallas muchos hombres hubiesen encontrado la muerte, añadía a la circunstancia un sabor amargo. La gente no acabó de conectar con él, si bien es cierto que tampoco el general lo pretendió.
No era su intención hacerse popular entre la población civil. Todo lo que ocurriera fuera de los cuarteles se le antojaba un poco ajeno.
Visitó la frontera, el Castillo de Figueras, restos de baterías instaladas en la costa.
Se hizo una composición de lugar. Se interesó especialmente por el Parque Móvil y por mantener en buen estado las líneas de Transmisiones.
—Es hermosa esta provincia. No cabe la menor duda. Y además, muy rica. No comprendo que hubiera aquí tantos anarquistas.
Tuvo el presentimiento de que se pasaría en Gerona una larga temporada… precisamente porque la zona, fronteriza y alérgica a la disciplina castrense, era difícil.
Siempre le encomendaban misiones espinosas, lo que no dejaba de halagarlo, puesto que veneraba al Caudillo y estaba dispuesto a dar por él la vida.
Ahora bien, ello lo obligaba a acondicionar su vivienda en el propio cuartel —el general era friolero y quería estufas en todas partes— y a traerse cuanto antes a su mujer, conocida por doña Cecilia y que a la sazón se encontraba en Madrid. Ordenó al coronel Romero que le enviase un telegrama pidiéndole que se trasladase a Gerona en seguida, pues la necesitaba a su lado. La intención del general era que su hijo, el capitán Sánchez Bravo, que tenía veintiséis años y se encontraba de guarnición en Almería, pudiera también reunirse con ellos en Gerona. Pero no estaba seguro de que sus gestiones al respecto dieran resultado.
El general quería a su mujer. Se habían conocido de niños, en León. A los doce años ya flirteaban… y hasta ahora. ¡Cuánto tiempo a su lado! Doña Cecilia había sido una compañera fiel que había soportado los mil inconvenientes de la vida militar sin protestar nunca. Tal vez la peor época la pasaron en África, cuando la dictadura de Primo de Rivera. El clima africano y «el olor moruno» asfixiaban a doña Cecilia, quien no cejó hasta conseguir que su marido fuera devuelto a la península. También a doña Cecilia el general le había sacado un mote. La llamaba Venus, lo que a los demás podía parecerles una calumnia.
El día 14 de abril, aniversario de la República, recibió un telegrama que decía: «Salgo en coche ahora mismo para Gerona».
El general, mientras con un raspador vaciaba su pipa, regalo de un aviador alemán, contempló en el mapa de España —¡cuántas veces lo miraba al cabo del día!— el trayecto desde Madrid. Calculó los litros de gasolina que su mujer gastaría en el viaje. No le gustaban las ventajillas, pero ¡qué remedio! Doña Cecilia tenía sus pequeños caprichos: le gustaba cambiar a menudo de sombrero, llevar guantes blancos y pasearse en automóvil mirando a uno y otro lado…