La Prensa publicó la noticia. El nuevo obispo de Gerona, el representante de la Iglesia en la ciudad, había sido nombrado.
—¿Cuándo llega?
—No se sabe la fecha exacta. Pero es de suponer que no tardará.
—¿De dónde es?
—De Zaragoza.
—¿Joven?
—¡Quia! Sesenta años…
* * *
Se llamaba Gregorio Lascasas. Canónigo de la Seo de Zaragoza, el nombramiento lo pilló desprevenido. Nunca había soñado en ser elevado a tan alta dignidad. Sin embargo, el hecho no le desagradó. Tenía sus ideas y tal vez ahora, desde su sede episcopal, pudiera, ¡por fin!, llevarlas a la práctica.
El doctor don Gregorio Lascasas preparó en seguida su viaje. Llevaría consigo a un joven sacerdote, mosén Iguacen, que era diligente y que conocía su manera de hacer.
—¿Tiene usted algún inconveniente en acompañarme?
—¡Ninguno! Le agradezco mucho que me haya elegido.
—Pues andando.
El nuevo obispo tenía el carácter autoritario. Su infancia, y casi toda su época de Seminario, lo habían templado con una serie de ásperas enfermedades, que lo llevaron a aprenderse de memoria el libro de Job. Siempre decía que le agradecía a Dios que le hubiera enviado semejantes pruebas. «El Señor me vacunó contra la frivolidad». Por si fuera poco, la guerra civil lo había también herido en la carne. Perdió a una hermana suya, monja en un convento de Huesca. Los «rojos» se la llevaron y nunca más se supo de ella. Asimismo murió, en el frente, uno de sus sobrinos; una muerte ejemplar.
Apenas si le quedaba familia, pero no renegaba de la soledad. «La soledad es una gran escuela para fortalecer el alma». Mosén Iguacen, que iba a ser su amigo y su familiar, mientras preparaba sus maletas escuchaba estas sentencias del nuevo obispo con una mezcla de admiración y de temor. Porque él era de talante quebradizo, extremadamente afectivo y desde el primer momento se preguntó si estaría a la altura de las circunstancias.
—¡Por favor, no ponga usted esa cara! Dios no nos exige nunca nada que no podamos cumplir.
Todo a punto, el ilustrísimo y reverendísimo doctor Lascasas hizo su triunfal entrada en la ciudad de Gerona el 20 de abril; es decir, pocos días después que las tropas italianas ocuparan, sin más, Albania. Siguiendo una inveterada costumbre, pese a ser él hombre austero por naturaleza, entró en coche descapotado y bajo arcadas de flores que adornaban todo el recorrido. Los gerundenses lo obsequiaron con un recibimiento apoteósico, ávidos como estaban, después de tanto ayuno espiritual, de contar con un pastor que los guiase. Colgaduras en las fachadas, palmas, cohetes e incluso palomas mensajeras, traídas de no se sabía dónde. Y, por supuesto, el profesor Civil y su mujer, en el balcón. Y la viuda de don Pedro Oriol en el suyo. Y, en el suyo, frente al Café Neutral —que ahora se llamaba Café Nacional— la familia Alvear… ¡Oh, cómo gritó, cómo se desgargantó Carmen Elgazu al ver aparecer en la Rambla el coche descapotado del señor obispo! «¡Viva el señor obispo…!». «¡Viva el ilustrísimo y reverendísimo señor obispo…!». «¡Viva Franco! ¡Arriba España!». Matías Alvear, a su lado, intentaba calmarla y le decía, sonriendo: «Pero, mujer, ¿crees que su Excelencia Reverendísima va a oírte?».
El prelado siguió su marcha por la calle de las Ballesterías y se dirigió a San Félix, en cuya iglesia, limpia ya de chatarra y basura, penetró para implorar el auxilio del patrón de la ciudad, San Narciso, cuyas reliquias habían sido profanadas. Luego se dirigió a la Catedral, abarrotada como el día de la entrada de las tropas, y allí, rodeado de todas las autoridades, inició, como era de rigor, el canto del
Te Deum
, canto que fue coreado por la multitud. Finalmente, siempre acompañado por mosén Alberto, que había ido a esperarlo al término de la diócesis y que se había constituido en su lazarillo, dirigióse a tomar posesión del Palacio Episcopal, cuyos enormes salones vacíos recorrió a buen paso comentando: «¡Dios mío, cuánto costará reorganizar todo esto! ¡Cuánto costará…!». Hasta que, de pronto, en una de las habitaciones, la que había de ser su dormitorio, se detuvo vivamente impresionado, pues en la desnuda pared mosén Alberto había colgado un retrato del obispo predecesor, aquel que murió mártir en el cementerio, a mano de un grupo de milicianos capitaneados por Merche, la hija del Responsable. El nuevo obispo se arrodilló ante el retrato y rezó fervorosamente para que el cielo bendijese su labor.
El doctor don Gregorio Lascasas, esforzado pastor de la grey gerundense, desplegó desde el primer momento tal actividad que su figura, alta y ascética, con un mirar iluminado que contrastaba con su complexión atlética y con sus heredadas manos de campesino, se hizo muy pronto popular. Su tarea era, desde luego, tan ingente que concederse un minuto de descanso le hubiera parecido un pecado. Por suerte, a sus sesenta años cumplidos se sentía fuerte como un roble, excepto cierta propensión a resfriarse, sin apenas resabio de las dolencias que lo aquejaron en la juventud.
Cuantos los rodeaban se dieron cuenta en seguida de que el nuevo obispo era hombre metódico, tenaz y amante de las fichas y de las estadísticas. Oír las expresiones «más o menos», «aproximadamente», y, sobre todo, «es de suponer», lo ponía nerviosísimo. Mosén Iguacen, su familiar, se las vio y deseó para no verse sepultado por el alud de carpetas que en un santiamén invadieron el despacho de Secretaría y habitaciones contiguas, y el primer mueble que ingresó en el Palacio Episcopal fue un monumental archivador metálico que llegaba casi al techo. «A eso lo llamo yo un mueble práctico —comentó el doctor Gregorio Lascasas, probando una y otra vez los cajones correderos—. ¡Palabra que antes de un mes estará hasta el tope!».
El personal de Palacio fue elegido con tanto escrúpulo como el mueble archivador: una serie de monjas, algunas de las cuales habían ya servido al obispo anterior y que fueron seleccionadas con extremo cuidado por mosén Alberto. El doctor Gregorio Lascasas impresionó tanto a las monjas que cuando lo veían pasar iniciaban una genuflexión… «Por Dios, hermanas, nada de eso… ¡Hay otras cosas más urgentes que hacer!».
Tareas urgentes… La principal, encauzar debidamente la vida espiritual de las almas que le habían sido confiadas, almas que a lo largo de casi tres años no habrían vivido otro clima que el del ateísmo, sin poderle oponer siquiera, salvo en casos excepcionales, la insustituible gracia de los sacramentos.
Ahora bien ¿por dónde empezar? La mayoría de sacerdotes y religiosos de la diócesis habían sido sacrificados, y destruidos casi todos los templos. ¡Ni siquiera podría contar, de momento, con el Seminario, convertido en cárcel! El nuevo obispo, pensando en esto, se dirigía a los ventanales que daban a la Plaza de los Apóstoles y se quedaba plantado allí, respirando hondo. Lo estimulaba ver erguirse desde su base el campanario de la Catedral. Aquella flecha pétrea apuntaba al cielo y era símbolo de eternidad. «Las puertas del infierno no prevalecerán…» Pero ¿y mientras tanto?
Falta de «operarios para la viña del Señor»… Ésa iba a ser la más dolorosa dificultad. El prelado aragonés debería arreglárselas con los supervivientes, por fortuna más numerosos de lo que en principio se sospechó, y asignar a cada uno la misión más conveniente, de acuerdo con su estado de salud —¡qué aspecto tenían, Virgen Santa, la mayoría de ellos!— y con sus aptitudes. Algunos sacerdotes deberían ocuparse, en el campo, de varias parroquias a un tiempo y en los conventos, sobre todo en los dedicados a la enseñanza, resultaría imposible completar la plantilla. En cuanto a las nuevas vocaciones, si es que llegaban —mosén Iguacen afirmaba que sí, que llegarían, en virtud de la llamada de la Gracia, presente siempre después de las persecuciones—, tardarían años en formarse y convertirse en sacerdotes. «Eso es lo malo —decía el señor obispo—. Una boda puede arreglarse en quince días. ¡Pero formar un ministro de Dios!».
—¡Ah, si tuviera la suerte de que los jesuitas volvieran a Gerona! Significarían para mí una ayuda inapreciable… San Ignacio los marcó con el signo de la eficacia.
Segunda dificultad: la reconstrucción de los templos. El doctor Gregorio Lascasas fue informado de que podría utilizar para ello a determinado número de prisioneros, pues los había que querían redimir, de acuerdo con la ley, sus penas por el trabajo.
¡Buena noticia! Sin embargo, la tarea sería también lenta y costosa. El doctor Gregorio Lascasas lo comprobó con sus propios ojos, al recorrer una por una las iglesias de la capital y las de los pueblos vecinos, ante cuyo aspecto tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Los muros aparecían ennegrecidos por los incendios, faltaban los confesonarios y los púlpitos, algunas sirvieron de garajes, ¡o de cuadras!, y nunca faltaba en cualquier rincón un brazo del Niño Jesús, un tronco de la Dolorosa con las espadas clavadas, o los restos del Sagrario…
—Dios mío, Dios mío… ¿Por qué todo esto?
Mosén Alberto, al oír esta frase se estremeció, por cuanto también él se había formulado mil veces la misma pregunta.
El doctor Gregorio Lascasas, que pareció adivinar la reflexión de mosén Alberto, comentó:
—Necesitaré la ayuda del Estado y, por supuesto, la cooperación de los fieles. Tal vez Zaragoza me eche una mano.
Bueno, eso lo dijo sin demasiada convicción. Zaragoza había sido siempre «nacional» y era difícil que allí se hicieran cargo de lo que fue realmente la zona «roja».
Él mismo se había llevado la mayor sorpresa, pese a haber leído innumerables descripciones de lo que en ésta había ocurrido.
La gran ventaja del nuevo obispo, doctor Gregorio Lascasas, era su indiscutible sinceridad. Su alma era fuerte como una roca, sin fisuras. Todos sus actos, todos sus pensamientos y todas sus palabras respondían a un sistema de creencias que parecía haber madurado, como algunos metales y como algunos líquenes, a través de siglos.
Pero es que, además, no se limitaba a ser un realizador. Era también hombre de oración.
«Al modo como el sarmiento no puede de suyo producir si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo». Era, además, hombre de penitencia.
«Velad, pues, vosotros, ya que no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor». A diario se imponía sacrificios, sobre todo contra su tendencia a la cólera y a la gula, y el primer decreto que pensaba firmar se referiría a la obligación de guardar ayuno y abstinencia en todos los hoteles y fondas de la diócesis en los días de vigilia. Por añadidura, y completando el cuadro, era hombre de estudio… De hecho, hubo un tiempo en que el santo varón aragonés prefirió el silencio abisal de la Teología a enfrentarse directamente con las almas. Pero tuvo que renunciar. No obstante, ahora, acorde con su estado de ánimo, se prometió a sí mismo profundizar todos los días, por espacio de diez minutos lo menos, en el libro de los Salmos, que era su preferido. En él había encontrado siempre el consuelo necesario y seguro que encontraría también la necesaria fortaleza.
«Porque tú, Señor, bendecirás al justo; con tu benevolencia, como escudo, le rodearás».
El doctor Gregorio Lascasas, ante el torbellino de responsabilidades que le había caído encima, se acordó del sempiterno consejo que le diera el anciano canónigo que, en Zaragoza, fue durante años su director espiritual: «Nada se consigue sin amor. La gente está sedienta de amor. El amor lo puede todo. Si no amas, todo se volverá en contra tuya. Repite sin descanso: debes amar».
He ahí el dilema. ¿Valía este consejo para la ocasión? Porque, en el libro de los Salmos podía leerse: «No eres tú Dios a quien agrade la maldad». «Aborreces a todos los que perpetúan crímenes, destruyes a todos los que hablan mentira».
La desventaja del doctor Gregorio Lascasas era ésta. A semejanza del general Sánchez Bravo, creía que sin castigo, sin disciplina y obediencia ciegas, todo se derrumbaba en la sociedad y en el interior de cada individuo y que no se conseguía progresar. Frase suya era: «en los asuntos de Dios no caben componendas».
¿Qué hacer? ¿Cómo actuar para equilibrar la balanza? ¿Debía permitir espectáculos insanos, bailes, el impudor en las playas, la inmodestia en el vestir? ¿Debía permitir las blasfemias? Seguro que no… ¿Debía permitir, en las bibliotecas, en los periódicos, en los discursos, escarceos volterianos? Seguro que no. Antes que todo, sumisión a la Santa Madre Iglesia. Los dogmas eran los dogmas, y el paso de un huracán no podía haber hecho mella en las verdades inmutables predicadas por Cristo. ¡Cabía la posibilidad de que lo tacharan de intransigente! Bien, estaba acostumbrado… En Zaragoza le habían dicho en varias ocasiones, con cierta sorna, que su mentalidad apostólica era más la de Pedro que la de Pablo o la de Juan. Bueno, ¿y qué? ¿A quién entregó Cristo las llaves? Se las entregó a Pedro y fue éste el primer apóstol al que lavó los pies. Por otra parte, no podía olvidar que Gerona estaba muy cerca de Francia… La diócesis entera era tierra de misión.
Así, pues, la conclusión caía por su peso. Amaría a las personas, pero perseguiría al pecado. Y desencadenaría una propaganda masiva en favor de la religión, movilizando para ello todos los medios a su alcance: la radio, las procesiones, los Círculos de Estudios. La religión en los hogares, en las escuelas, ¡en la calle! ¿Por qué no? ¿No había sido éste el sistema empleado por el enemigo? Y la salvación del mundo ¿no estaba en su cristianización? Los partidarios de recluir la Iglesia a las sacristías eran, o bien fariseos, o bien tontos de capirote.
—Mosén Alberto, ¿qué opina usted de los Ejercicios Espirituales?
—Una inspiración divina… Lo menos una vez al año, el retiro es conveniente para todos.
—¿Y de la Santa Misión?
—La experiencia demuestra que, si los predicadores son buenos, una Santa Misión es una lluvia de gracia para los feligreses. Y que al final, se producen muchas conversiones…
El doctor Gregorio Lascasas, al oír esto, tuvo un acceso de tos. Siempre le ocurría eso cuando comprobaba que sus planes de trabajo merecían la aprobación de los demás.
—Muchas gracias, mosén Alberto.
Un mes después de la triunfal entrada del doctor Gregorio Lascasas en la diócesis gerundense, todo andaba sobre ruedas. Los fieles respetaban a su pastor, aun cuando su cayado fuera nervudo.
—Es un santo varón. No permite el menor halago…
—Parece ser que lleva cilicio…
—Dicen que no come apenas…