—Si quieres, quédate aquí, con los tuyos. Y mientras aprovecha para ver si encuentras trazas de la familia de Eloy…
—¿De veras no te importa que me quede? Saldría por ahí con mis hermanas…
—Quédate, mujer. Además, yo regreso en seguida. Ida y vuelta, nada más.
—Pues de acuerdo…
Matías salió en tren para Burgos. ¡Cuántos años hacía que no se separaba un solo día de su mujer! Había perdido la cuenta. ¡No, no la había perdido! Desde que se casaron. Sí, desde que se casaron habían dormido siempre, noche tras noche, en el mismo lecho y habían rezado, antes de dormirse, el mismo Padrenuestro.
El recuerdo de esa unión, todo lo perfecta que podía darse entre dos personas forzadas a convivir, le dio a Matías ánimo para salvar el trayecto Bilbao-Burgos y para soportar los parones de siempre y los asmáticos resoplidos de la locomotora.
Y una vez en Burgos, adonde llegó al filo del mediodía, le infundió también valor para preguntarles a los transeúntes, como antaño hicieran Mateo e Ignacio: «Por favor, ¿la calle de la Piedra?».
Calle de la Piedra, número 12… Calle estrecha, portalón triste y desconchado.
Matías subió la escalera con el alma en un hilo. Y llamó a la puerta como si cometiera una violación.
Era la puerta de «los de su sangre». Por ella debió de salir su hermano Arturo la madrugada fatal en que fue fusilado. ¿Encontraría a alguien en casa? ¿Por qué tardaban tanto en contestar?
—¿Quién es?
La voz sonó fuerte y joven al otro lado de la puerta.
—Soy yo, Matías. Acabo de llegar…
No hubo más. La puerta se abrió casi con estrépito y Matías se encontró frente por frente con Paz. ¡Qué espléndida muchacha! El sufrimiento no la había ajado como hubiera podido temerse. Llevaba el cabello larguísimo, caído a la espalda —como las hijas del Responsable— y exhibía unas pestañas muy negras, parecidas a las de Pilar.
Olía a perfume barato. Pero tenía una enorme personalidad. ¡Y se parecía de tal modo a Ignacio!: la frente tenaz, los pómulos salientes…
Matías y Paz se abrazaron en el mismo umbral con inusitada fuerza, sin pronunciar una palabra, mientras otra voz sonaba allá al fondo preguntando: «¿Qué ocurre?», y un chico tímido, de unos doce años, se acercaba cautelosamente y miraba con curiosidad al recién llegado, cuyo elegante sombrero había rodado por el suelo.
Minutos después, Matías abrazaba a su cuñada. Conchi de nombre, y a continuación se agachaba para besar, como hacía con Eloy, a su sobrino Manuel, quien parecía el más desconcertado por aquella visita.
—¡Matías! No puedo creerlo… —repetía una y otra vez Conchi.
—Pues ya lo ves, querida cuñada. Aquí estoy…
Desde el primer momento Paz, la «fanática Paz», como la llamaba Ignacio, había mirado a su tío Matías con más cariño del que éste pudo suponer. Matías temió que Paz se colocara a la defensiva, precisamente en virtud de su «fanatismo»; pero no fue así.
Sin duda la muchacha había valorado debidamente el afecto que él había puesto en las cartas y el significado de aquel viaje.
Conchi, dándose cuenta de que continuaban todos en el vestíbulo, como pasmarotes, dijo:
—¿Pasamos al comedor? ¿Quieres tomar algo? Tenemos un poco de anís…
—¿Anís? ¡Vaya! Tomaré una copita.
—Yo te la traigo —intervino Paz. Y desapareció.
Matías entró en el comedor, menos mísero de lo que imaginaba, y tras él lo hicieron Conchi y Manuel. Hubo rumor de sillas y se sentaron a la mesa, parecida a la del piso de la Rambla.
Paz se les unió en seguida, trayendo la botella, y se sentó también. La muchacha los sirvió a todos. Matías se tragó el anís de un sorbo y luego chascó la lengua, con aire satisfecho.
Conchi, con la copita en la mano, preguntó:
—¿Y Carmen? ¿Dónde está?
—Se quedó en Bilbao, con su madre y sus hermanos. Se encontraba un poco cansada del viaje…
—Ya…
Paz se interesó por Ignacio y por Pilar.
—Están bien, muy bien. Os traigo recuerdos de su parte.
Los preámbulos se prolongaron más de lo debido. Nadie se atrevía a entrar en materia. Por fin Matías se sirvió otra copita y decidió abrir brecha.
—Bueno… —empezó—, ¿por qué no hablamos ya de vosotros? —Dirigióse a Paz—. Tu última carta… Por favor, contadme cuál es exactamente vuestra situación.
Paz se pasó la mano por su larguísima cabellera. Mientras, Matías vio a Manuel a su derecha, encogido e intimidado, y le acarició la cabeza.
La actitud de Matías era tan diáfana que todo empezó a discurrir como sobre una pista asfaltada. Por turnos, Conchi y Paz fueron contándole lo que les ocurría.
Naturalmente, no era cosa de insistir sobre «el asesinato» que cometieron los de Falange. «Lo mismo que lo de César, ¿comprendes?». Ni siquiera habían encontrado el cadáver de Arturo…
Ahora bien, ellas llegaron a suponer que, una vez finalizada la guerra, las dejarían tranquilas. Que podrían trabajar e ir tirando. Pero no había sido así. Continuaban marcadas por una palabra que valía por todas: «rojas». Eran «rojas» y ello les cerraba todas las puertas. Consiguieron colocar a Manuel de aprendiz en una droguería, pero el chico ganaba una miseria. Paz, no había modo. Donde fuere le pedían los dichosos avales, lo que en Burgos equivalía a pedir la luna. La chica era conocida, sobre todo porque durante la guerra anduvo espiando por los cafés. Las dos habían conseguido algún que otro trabajo aquí y allá, pero sin puesto fijo y sin perspectiva de tenerlo. Así que ya nada les quedaba en el hogar que pudieran empeñar o vender…
Matías aguantó con serenidad el interminable desahogo de las dos mujeres. Llegó a Burgos preparado para ello. Ahora bien, en cuanto le fue posible, en cuanto le dieron pie, atajó su verborrea y les dijo:
—Os comprendo perfectamente… Comprendo todo lo que queréis decirme. Por desgracia, los españoles somos así, hemos nacido para sepultureros…
Intervino Paz.
—Por eso nos ha alegrado tanto que vinieras.
Matías la miró.
—¿Es que crees que yo puedo hacer algo?
—Tal vez sí… —Paz hizo un gesto—. Por lo menos, darnos tu opinión…
—¿Sobre qué?
—Sobre un proyecto que se me ha ocurrido.
La muchacha se explicó. Su idea era ir a Madrid —de momento sólo ella— a probar suerte.
—Tal vez encuentre trabajo en algún bar…
Matías arrugó el entrecejo.
—Varias familias de aquí —continuó Paz— que estaban en la misma situación, se fueron ya… Y parece que en Madrid se abren camino.
Matías continuaba callado.
—¿Por qué pones esa cara? Madrid es una gran ciudad, ¿no?
—Sí, desde luego…
Matías no lo veía claro. Pensaba en la dificultad de encontrar piso; en los «dichosos avales», que también allí les exigirían; y en los peligros que correría Paz… La muchacha era muy guapa —Ignacio no había exagerado un ápice, pese a lo que creía Pilar— y su larga cabellera rubia llamaría la atención.
—¿A ti qué te parece? ¿Ves una posibilidad?
Matías preguntó:
—¿Conoces a alguna de esas familias que se fueron?
—Sí.
—¿Y tienes sus señas?
—Ahora mismo, no. Pero puedo tenerlas.
El hombre vio de nuevo a su lado a Manuel, con cara expectante, y volvió a acariciarle la cabeza. En seguida, giró la vista en torno. Ahora el comedor le pareció mucho más mísero que al principio. Un papel matamoscas colgaba de la lámpara, ésta con una sola bombilla. Y todo estaba sucio y descuidado.
Por fin cabeceó varias veces consecutivas.
—Tal vez no sea mala idea… —dijo, al fin—. Podrías probar… —Marcó una pausa. Y de pronto, exclamó—: ¡Si yo pudiera…!
—¿Qué? —preguntaron al unísono Conchi y Paz.
—No sé… Que algún conocido nuestro te echara allí una mano… —Los rostros de las dos mujeres se inmovilizaron—. Pero de momento, no veo… —Súbitamente exclamó—: ¡Maldita política!
Paz comprendió… Y reaccionó bien.
—No te apures por eso. Me basta con que veas una posibilidad.
Matías añadió:
—Pensaré, pensaré… Es decir, en cuanto regrese a. Gerona pensaremos todos…
Conchi hizo un ademán escéptico.
—La verdad es que sólo confiamos en ti. Ignacio vino a vernos y luego se fue al frente, y ni siquiera nos escribió una carta.
—Sí, ya lo sé. Pero eso no significa nada —defendió Matías—. Puedo juraros que hará también lo que pueda.
En ese momento, inesperadamente, Conchi se llevó las manos a la cara y estalló en un sollozo. «¿Por qué todo esto, por qué?».
Matías miró a su cuñada. Era poco agraciada y, cuando se violentaba, su expresión adquiría una extrema ordinariez. Ahora tenía los ojos sanguinolentos y las horquillas, clavadas en el moño, estaban a punto de caérsele.
En cambio, Paz… Y el pequeño Manuel…
—Vamos a hacer una cosa —decidió Matías—. Yo os he traído una pequeña ayuda. Todo lo que he podido… No es mucho. Pero bastará para el viaje de Paz y para los primeros gastos. —El tono de Matías era ahora seguro e infundía confianza—. Si la cosa sale mal, me escribís en seguida… ¿Estamos? Y buscaremos otra solución. Lo único que puedo deciros es que no os abandonaremos… Os doy mi palabra.
Paz se levantó y acercándosele le dio un abrazo y lo cubrió de besos.
—Gracias, tío Matías… Gracias…
Matías se emocionó. La actitud de Paz había sido certera. El hombre no podía con su alma. Era preciso romper aquello.
—¡Lo dicho! —exclamó, procurando sonreír—. Llevamos el mismo apellido, ¿no es eso?
—Es cierto. Alvear…
—¡Pues, a por otra copita! Y van tres… ¡Anda, sírvela tú, Manuel! Por cierto, ¿cuándo oiré tu voz?
Manuel abrió sus ojos —¡eran los ojos de Pilar!— y se apresuró a coger la botella de anís. Pero el pulso le temblaba y no acertaba a llenar la copita.
—¡Pues sí que estamos apañados!
El clima de la reunión había cambiado. Un rayo de luz había entrado por el balcón del comedor. Paz, que seguía en pie, dijo: «¡Te quedarás a almorzar! Y nos contarás cosas…» por desgracia, no habría ni siquiera vino para celebrar aquel reencuentro; pero pondrían en la mesa un mantel limpio y la mejor voluntad.
Matías suspiró.
—Si queréis, os ayudo en la cocina.
—¡Tú quieto ahí!
Conchi se encargó de todo.
Y entretanto, Matías charló con Paz y con Manuel. Paz le encantó. ¡Lástima que vistiera tan mal y que no supiera desplegar el pañuelo al sonarse! Pero era incuestionable que, en otro ambiente, pronto refinaría sus modales. Un tanto soberbia —¿era eso un defecto?—, pero tenía la fascinación que tuvo Olga en otros tiempos.
En cuanto a Manuel, imposible sacar la menor conclusión. Apenas si el muchacho pronunció un par de frases. Sólo en un momento determinado, con ocasión de mencionar Matías algo de Gerona, el muchacho se levantó con decisión en busca de algo y regresó con un Atlas pequeño, en el que localizó en seguida, en el mapa de España, la ciudad… «Aquí está», murmuró el chico, señalándola con el índice. Y seguidamente acarició con la mano la mancha azul del mar, que en el mapa colindaba con el nombre de Gerona.
La frugal comida estuvo lista en un santiamén. Conchi se excusó otra vez: «No tenemos otra cosa, ¿te haces cargo?».
Fue un almuerzo menos triste de lo que hubiera podido esperarse. Matías se las ingenió para enderezar poco a poco la conversación. Hablaron de «tío Santiago», que también murió en Madrid, y ¡cómo no! de José Alvear, a quien Paz había conocido en una ocasión y que le pareció «muy simpático». «Por Toulouse anda —informó Matías—, haciéndose llamar
monsieur
Bidot». A Matías le hubiera gustado saber si Paz había tenido novio, pero por una timidez absurda, no se lo preguntó.
A los postres —una diminuta manzana para cada uno—, Matías consiguió incluso arrancar de las dos mujeres una carcajada.
—¿A que no sabéis —preguntó— en qué se parecen los billetes a los aviones?
—No…
—¡En que pasan volando!
Sirvióse el café, que Paz sacó de no sabía dónde, pero resultó que en toda la casa no apareció un gramo de azúcar. «La cocina es un desierto», explicó la muchacha, con expresivo ademán.
Después del café a Matías le entró un invencible sopor, debido quizás al cansancio del tren, ¡y echó unas cabezadas! Entonces Manuel entornó incluso los postigos del balcón… Y Paz y Conchi aprovecharon —la siesta duró un buen cuarto de hora— para cambiar impresiones, frenéticamente, en la cocina. Gesticulaban a sus anchas, ante las miradas esquinadas de Manuel, quien se preguntaba de qué estarían hablando.
En cuanto Matías despertó y preguntó, azorado: «¿Dónde me encuentro?», vio, de pie delante de él, a su cuñada y a Paz, con semblante risueño. ¿Qué había ocurrido?
—Hay que ver… —dijo Paz—. No has parado de roncar. Y roncas como mi padre…
Matías se restregó los ojos. A gusto hubiera pedido un poco de agua de colonia, pero se abstuvo.
—¡Brrr…! —hizo, ahogando con la mano un bostezo. Luego dijo—: Perdón…
Paz le propuso:
—Si quieres, te enseño la galería de atrás. Es lo único alegre de la casa: tiene unos tiestos de geranios…
A la hora del tren, Paz y Manuel acompañaron a Matías a la estación. Salieron con él a la calle y lo colocaron en medio, andando a buen paso. Paz tomó a su tío del brazo.
Era evidente que la muchacha gozaba yendo a su lado y que la alegraba que las vecinas, que habían salido a husmear, pudieran pensar «que había alguien que se ocupaba de ellos».
Llegados a la estación, Matías propuso abreviar la despedida. Así se hizo. El hombre besó a Paz y a Manuel. Y a éste le preguntó, en el último momento:
—¿Y qué aficiones tienes tú, Manuel?
Y Manuel contestó, rápidamente:
—Me gustaría ver el mar.
Matías abrazó de nuevo a sus sobrinos y, acto seguido, entregando el billete, penetró en el andén. Aquello los separó definitivamente. Matías se acercó al tren y anduvo inspeccionando los coches, buscando uno tranquilo. Por fin lo encontró. Antes de subir volvió la cabeza y saludó a Paz y a Manuel —¡qué lejos quedaban ya!— quitándose, en ademán peculiar, el sombrero…
Subió al tren y desapareció. Y entonces Paz, como si sus nervios cedieran de golpe, se pasó la mano por la frente y se sentó meditabunda en uno de los grasientos bancos de la estación.
Manuel se le acercó solícito y le preguntó:
—¿Te encuentras mal?