Antonia, vista la hecatombe, sintió como si las cosas del mundo dejaran de interesarle y se planteó muy en serio si no estaba en su mano ayudar constructivamente a su padre por medio de un sacrificio total: el ingreso en religión. De momento se abstuvo de hablar de ello, pero le dio por irse a la iglesia y por pasarse horas allí, rezando para que su padre tuviera el valor necesario para soportar tan amarga prueba.
La opinión popular se ocupó también esta vez, por espacio de una semana, del juicio celebrado contra el doctor Rosselló. Raimundo, el barbero, comentó: «¡Pues se ha salvado por un pelo!». El patrón del
Cocodrilo
, recordando que el doctor, allá por el año 1928, le había sacado el apéndice, sin cobrarle un céntimo, dijo, detrás del mostrador: «Hay que ver. ¿Por qué no se marcharía a Francia cuando la retirada?».
Doña Cecilia, que apreciaba mucho a Antonia y a Chelo, le preguntó al general:
—Lo que no entiendo es eso de treinta años y un día. ¿A qué viene ese día? Es algo absurdo, ¿verdad?
El padre Forteza fue una de las personas afectadas por este juicio. Visitó al doctor Rosselló en su celda, en prueba de buena voluntad, y el doctor le rogó que se marchase.
Lo mismo le había ocurrido con Alfonso Reyes. Y fracasó rotundamente en sus intentos de escuchar en confesión al coronel Muñoz, la noche que precedió a su fusilamiento. El coronel guardó la compostura, pero le dijo que la inminencia de la muerte no iba a hacerle cambiar las opiniones que sobre el tema religioso había defendido a lo largo de tantos años.
El jesuita, que vivía día a día el drama de la cárcel y de los juicios de la Audiencia, que sabía que los condenados a la última pena llamaban al primer piso del Seminario, por lo que tenía de antesala, «El Purgatorio», se decidió por fin a visitar al señor obispo para suplicarle que interviniera de algún modo. No repitió la frase de mosén Alberto en Lérida: «¡Esto es un carnaval de sangre!». Más bien sus argumentos se parecieron, por extraña ironía, a los esgrimidos en Toulouse por el diputado comunista francés Verdigaud, amigo de Gorki: a su entender era la ocasión —ocasión tal vez única— para que la Iglesia española abriera brecha en el pueblo a base de volcarse en favor de los que, por haber perdido, sufrían ahora persecución.
El doctor Gregorio Lascasas, que tenía en gran estima al Padre Forteza, que lo había recibido en seguida y escuchado con extrema atención, después de oír sus palabras se acarició repetidamente el pectoral. Guardó un prolongado silencio, durante el cual sus mandíbulas se cuadraron todavía más. Por último contestó:
—Lo lamento, padre Forteza, pero no creo que, dadas las circunstancias, pueda yo mezclarme en los asuntos de la Justicia…
Dadas las circunstancias… El jesuita parpadeó. ¿A qué se refería el señor obispo?
¿A las atribuciones omnímodas del Tribunal? ¿A los crímenes cometidos por los «rojos»?
A la necesidad de dar un escarmiento de rango histórico? ¿Es que un prelado, con su autoridad, no podía invertir los términos de la situación?
El padre Forteza olvidó por un momento que la persona que tenía delante era su superior jerárquico.
—Ilustrísima… —insistió—, permítame decirle que, en mi opinión…
El señor obispo cortó con una sonrisa.
—Hijo mío, ¿es que su opinión no ha quedado ya bastante clara?
El jesuita parpadeó de nuevo. No acertaba a comprender. Sus grandes ojeras se convirtieron en bolsas amoratadas.
El señor obispo, advirtiéndolo, suavizó el tono.
—Padre —dijo—, hay una cosa que no debe usted olvidar: el ejército ha sido quien ha salvado a la Iglesia… La Iglesia se encuentra ahora en una situación delicada, que tal vez, los simples sacerdotes no estén en condiciones de valorar debidamente…
El padre Forteza, que entretanto había recobrado su vigor, replicó, sin darse cuenta:
—Es posible que Su Ilustrísima tenga razón. Pero hay unas palabras del Sermón de la Montaña que parecen bastante claras: «…Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis…»
El doctor Gregorio Lascasas, con voz que le salió más dura de lo que realmente hubiera deseado, cortó de nuevo:
—Padre, es usted un hombre de buena voluntad… Pero ¿no cree que es a mí a quien corresponde interpretar los textos del Evangelio?
Esta vez el padre Forteza notó como un dolor en la espalda. Y en cuanto al señor obispo, sintiéndose definitivamente molesto, se levantó y agregó:
—Ahora lo lamento; pero he de rogarle a usted que me deje solo…
El padre Forteza obedeció. Salió de Palacio. Y jugando con las palabras, como era su costumbre, barbotó, mientras bajaba a saltos los peldaños hacia la calle de la Forsa: «¡Ah, Gerona de mis amores! El Seminario es una cárcel; pero me temo que el Palacio Episcopal también lo sea».
Pero la persona más afectada por los últimos acontecimiento aun sin enterarse de la conversación sostenida por el señor obispo y el padre Forteza, fue —esta vez definitivamente— Manolo Fontana, que sentía una predilección especial por Miguel Rosselló. Y comprendió la dolorosa coyuntura en que el muchacho había quedado colocado. ¿Qué pensaría ahora cada vez que el Gobernador le dijera: «Llévame a la Audiencia»? ¿Qué pensaría cada vez que viera el gordinflón gendarme francés en el parabrisas del coche? Su padre, el doctor Rosselló, había luchado sin suerte toda su vida para que Miguel creyera en la enjundia y profundidad de la «cultura francesa», de aquella combinatoria mental que en París había subyugado a Antonio Casal, el ex jefe socialista gerundense.
* * *
El día 28 de junio, víspera de la jornada conmemorativa del mensaje que José Antonio, desde la cárcel de Alicante, envió a sus camaradas de Madrid, hecho que la Falange se disponía a festejar —Mateo estrenaría sin duda camisa azul; José Luis se abrillantaría las polainas…—, Manolo Fontana, pese a que precisamente aquella tarde había conseguido que el doctor Chaos declarase anormal a Rosa-Mari, la mujer protegida por el padre Forteza, lo que le salvó a ésta la vida, regresó a casa abrumado.
Regresó a pie desde la Audiencia, bajando la cuesta de San Félix y oliendo el mareante vaho que emanaba de los raquíticos colmados y, sobre todo, de las herboristerías del barrio. El sol acababa de morir, por lo que las estrellas empezaban a hablar entre sí de amores en el cielo veraniego.
Esther, enfundada en un pijama discretamente floreado, salía del baño. Al ver a Manolo, no advirtió en él nada de particular. Llevaba tiempo acostumbrada a su aspecto de fatiga, en especial a aquella hora. De modo que no hizo ningún comentario y fue a buscarle las zapatillas.
Pero he ahí que el teniente, en vez de dejarse caer en el sillón, como solía hacer, se acercó a la ventana, la abrió de par en par y respiró hondo el aire seco que llegaba de las Pedreras. Era evidente que quería hablarle de algo a su mujer. Y así fue.
—Esther… —le dijo, al cabo de un rato, sintiendo que su mujer estaba cerca, en actitud expectante—, ¿te importaría que me licenciara?
Esther, perpleja al principio, reaccionó en seguida y acercándose poco a poco a Manolo llegó a su lado y rodeó su cintura con el brazo.
—¿Estás hablando en serio?
—No sabes hasta qué punto…
Esther suspiró profundamente y entornó los ojos, como si estuviera esperando aquello desde hacía tiempo.
—¡Me encantaría, Manolo! ¡Si supieras las veces que…! —Marcó una pausa y reclinando la cabeza en el hombro de Manolo añadió—: Creo que nada he deseado tanto en toda mi vida…
Manolo disimuló la emoción que lo embargó al oír las palabras de su mujer.
—Pues si tú estás de acuerdo, creo que habría una posibilidad…
Esther levantó la cabeza y miró a su marido con sus grandes, andaluces ojos.
—Hazlo… ¡Hazlo, Manolo…! Me harías completamente feliz.
El teniente jurídico Manolo Fontana, alto, pletórico de juventud y de pensamientos, miró hacia los campanarios de San Félix y la Catedral, que se adivinaban desde su ventana.
—En el caso de que todo salga bien y consiga la licencia… —añadió, después de un silencio—, ¿te importaría quedarte en Gerona?
—¿En Gerona? —preguntó Esther, sorprendida.
—Sí. Podría abrir mi bufete aquí… La provincia es rica y hay porvenir.
Esta vez quien guardó silencio fue Esther. Se oyó fuera el petardeo de una moto.
Por fin la mujer habló, en tono dubitativo:
—Eso… me coge de improviso. ¡Claro, Gerona…! ¿Tú crees que…?
—Sí, creo que hay mucho que hacer aquí… Pero no quisiera condenarte a cadena perpetua, si es que Gerona no te gusta.
—¡No es que no me guste, entiéndeme! Lo importante es estar a tu lado. Ocurre que ignoraba que ése fuera tu proyecto…
Manolo comprendió perfectamente a su mujer.
—Bueno… —dijo— no es necesario que lo decidamos ahora mismo, ¿verdad? Piensa en ello por tu cuenta, y yo haré lo mismo.
Permanecieron un buen rato callados, entrelazadas las manos. Por último, Esther habló, en tono dulce, mientras sentía cómo se le adherían a la piel las discretas flores de su pijama.
—Sí, lo pensaré, Manolo. Te lo prometo… Pero déjame repetirte que lo más importante para mí es estar a tu lado, donde a ti más te convenga.
Manolo se volvió hacia su mujer, la miró a los ojos y le acarició el mentón.
—Gracias, querida… De momento, estudiaremos la manera más elegante de colgar el uniforme.
Los Alvear recibieron, con pocos días de diferencia, varias cartas. La primera estaba fechada en Toulouse y decía:
Querida familia: Francia es mucho mejor de lo que se supone. Hay algunos franceses cascarrabias, pero las francesas, que aquí las llaman
madames
, están para comérselas. Esta ciudad es muy tranquila, con un río y tal, y algunos secuaces de Cosme Vila, pero muy pasados por mantequilla. He dado muchos tumbos por ahí, pero ahora he sentado la cabeza y me dedico a leer una revista titulada «Horoscope», que además de adivinarte el porvenir se parece a la lotería española de Navidad, pues en ella puede tocarte la gorda. Supongo que estáis bien y que Ignacio es jefazo de algo. ¿Y en Telégrafos, hay novedad? ¿Y Pilar cuándo se casa? Escribidme a la Avenida Montabeau, 35, aunque aquí, no sé por qué, primero ponen el 35 y luego la Avenida Montabeau. Un fuerte abrazo de éste que ya no es ni soldado raso. Firmado: JOSÉ, más conocido por
monsieur
BIDOT.
La segunda carta estaba fechada en París. Era de Julio García y decía así:
Queridos amigos Alvear: Tal vez os extrañe recibir noticias nuestras, pero es el caso que la distancia no ha disminuido, sino lo contrario, el afecto que os profesamos Amparo y yo. Desearíamos saber cómo estáis. Suponemos que bien y que coméis ya a dos carrillos, como se puede comer en París, que es una ciudad, que, para bien de todos, debiera estar en Madrid. Amparo se siente completamente feliz yendo de compras (sin perro, por ahora) a los Campos Elíseos, y yo voy tirando, aunque hecho mucho de menos aquel mueble-bar que Ignacio conoce tan bien, aquellos discos y el Café Neutral.
De momento nos quedamos aquí, pero si los nubarrones que señalan los partes meteorológicos se convierten en tormenta, probablemente nos trasladaríamos a Londres, donde tenemos buenos amigos.
Por
Amanecer
, que es un nombre muy bonito y muy bien escogido, nos enteramos de todo lo que ocurre por ahí. Como podéis suponer, deseamos que la nueva Plaza de Abastos sea una realidad y que termine felizmente la ampliación del cementerio.¿Y en Telégrafos, que tal? ¿Y Pilar? ¿Y don Emilio Santos…? Es curioso, que, estando lejos, uno vaya acordándose de todo el mundo… Los maestros de las pizarras verdes están en Méjico. Se han instalado allí para editar libros y me escriben a menudo, dando pintorescos vivas a Hernán Cortés, lo que no deja de tener su intríngulis.
Si está en vuestra mano, enviadnos alguna revista. Pero por lo menos unas líneas contestando a esta carta. Nuestras señas son: 97, Avenue de Wagram, París, XVII.
Recuerdos de Amparo —aquí la llaman
madame
García— y recibid el testimonio de mi amistad. Firmado: BERTA.
La tercera carta era la más importante. Estaba fechada en Burgos, escrita a mano con letra muy primitiva, e iba dirigida a Telégrafos —no al piso de la Rambla— a nombre de Matías.
Querido tío Matías: Muchas gracias por tus cartas, pues la última que recibimos nos ha alegrado mucho y esperamos que al recibo de ésta todos estéis bien.
Nosotros estamos mal, peor que nunca, que no hay manera de que se nos arreglen las cosas. Como nos dices que vendrás pronto a vernos, pues ya podremos hablar y te contaremos todo. En la carta no nos ponías la fecha de tu llegada pero deseamos que no tardes mucho, pues como te digo así podremos hablar.
Así que, mientras, recuerdos de mi madre y de Manuel y que todos vosotros estéis bien de salud. Para ti, muchos besos de tu sobrina: PAZ.
Una posdata decía: «Perdona las faltas, tío. Muchos besos».
La carta de Julio pasó de mano en mano sin que nadie osara apenas hacer en voz alta ningún comentario. Lo mismo ocurrió con la de José Alvear. Únicamente Pilar preguntó: «A santo de qué lo llamarán
monsieur
Bidot?».
En cambio, la carta de Burgos impresionó de tal manera a Matías, que éste decidió efectuar sin tardanza el viaje que había proyectado con Carmen Elgazu: viaje Pamplona-Bilbao-Burgos, para airearse un poco y visitar a las respectivas familias.
—¿Qué te parece, Carmen, si nos marcháramos el día veintiuno? Para mi trabajo en Telégrafos no hay pega. He hablado con el jefe y está de acuerdo.
Carmen aceptó.
—Pues por mí, cuanto antes mejor.
Dicho y hecho. Matías guardó para sí la carta de Paz —la palabra Burgos era tabú en el piso de la Rambla, sobre todo por lo relativo a Pilar— y después de comunicar la noticia a los chicos empezaron a preparar el equipaje.
A Ignacio y a Pilar les extrañaba que sus padres se ausentasen.
—¡Cuidado con el dinero! ¡Mejor que mamá lo lleve escondido en alguna parte!
—¡Si os equivocáis de tren y os veis en apuros, mandadnos un telegrama!
Las chanzas fueron abundantes y todos recordaron el viaje que en el verano de 1935 Carmen Elgazu hizo a San Feliu de Guixols, adonde llegó lloriqueando por la gran cantidad de carbonilla que le había entrado en los ojos.