Ha estallado la paz (71 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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»Debe de ser que me he ido volviendo escéptico. Y me consta, porque la cosa dura desde antes de la guerra, que en esto tú no cambiarás nunca. Ahora mismo, cuando he llegado al Albergue, al ver de lejos esta tienda de campaña, tu tienda de mando, con tantas banderas y un par de niñas montando guardia, he sentido un vivo malestar. Claro, sé lo que estás pensando. Estarás pensando que cuando se quiere de verdad, con toda el alma, estas barreras significan bien poco. Sí… Admito que puedes tener razón. Es posible, por tanto, que mi amor por ti haya sido menos profundo de lo que imaginé… No digo que sea así, pero admito esta posibilidad. Pero el caso es que no podemos seguir como hasta ahora. Yo no puedo seguir fingiendo, fingiendo… Sé que no sería feliz. Y además hay otra cosa: estoy seguro de que tampoco tú lo serías conmigo.

»Compara nuestras familias y me darás la razón. Tú te has educado en otro ambiente. Los Martínez Soria pertenecéis a una clase concreta… que no es la mía. Tu madre, por ejemplo, me inspira un respeto extraordinario. La quiero mucho, la he querido y admirado siempre, pero nunca he tenido la sensación de que podría hablar con ella con la llaneza y la naturalidad con que hablaría con otra mujer que no hubiera tenido siempre, presidiendo el hogar, el mapa de España y unas medallas. Hay algo, Marta, hay algo serio que se opone a lo nuestro. Yo soy abogado, escucho a unos y a otros y noto que mis ideas van evolucionando de una manera que no creo que a ti te diera muchas satisfacciones. Doy mucha importancia a cosas que para ti no la tienen y viceversa. Yo pertenezco a la vida civil. Cada día más. Ahora mismo, la guerra europea me produce náuseas. Y todo lo que sea pensar por cuenta ajena me coloca a la defensiva. Bueno, me doy cuenta de que no acierto a explicarme y de que me alargo demasiado. Por favor, no creas que te he estado engañando. Te repito que llevo semanas obsesionado con esta idea, dándole vueltas. Porque sé que me has querido siempre mucho y que te he robado parte de tu juventud.

»Pero por fin me he decidido a venir a verte para hablarte con toda claridad. Es mejor que rompamos nuestro compromiso, Marta. Mejor que lo hagamos ahora, para no ir a un fracaso que luego no tendría arreglo. No estaríamos de acuerdo ni en la manera como deberíamos educar a nuestros hijos. Lo que me pesa es haber prolongado esto tanto tiempo. En eso soy culpable. Debí decidirme en Valladolid, cuando al llegar allí me encontré con que estabas en Alemania dedicada a lo tuyo, que es la Sección Femenina y tu concepto de la Patria. Perdóname, Marta… Si te es posible, no me guardes rencor.

»Sufro tanto como tú y tus lágrimas me duelen en el alma. Pero ¿qué puedo hacer? Compréndeme… si puedes. Pero acabemos esto hoy, sin prolongarlo más. He venido ex profeso a decírtelo, pues el día que regresé de Barcelona y me diste la placa de abogado… no me atreví. En fin, espero que con el tiempo te harás cargo y no me odiarás. Aunque tienes derecho a hacerlo por lo dicho; esta decisión debí tomarla hace mucho tiempo.

Marta no tuvo valor para contestar. Al principio estaba de pie, mientras Ignacio hablaba, tuvo que sentarse en el taburete que había en la tienda de campaña, al lado de su mochila. Lloraba. Lloraba desconsoladamente; pero Ignacio no se atrevía a acariciarle los cabellos, como era su deseo. Marta salió de Gerona con la convicción de que Ignacio llegaría allí y le diría exactamente todo lo que acababa de decirle. Incluso se había prometido a sí misma aguantar valientemente el golpe, sin dar muestras de desesperación, pero no lo consiguió. ¡Quería tanto a aquel hombre! Y sentía que todo eran argumentos, palabras, que la única verdad era… que no la quería, que no había conseguido quererla como ella a él. Estaba segura de que si ella le prometía renunciar a todo, al Albergue, a la Sección Femenina, ¡al apellido Martínez de Soria!, Ignacio seguiría diciendo: «No, es mejor que lo dejemos».

—Vete, Ignacio, por favor… No digas una palabra más. Vete, y si hay otra mujer de por medio, que seas feliz…

Ignacio se quedó inmóvil. No sabía qué hacer. Prolongar aquello era absurdo.

Absurdo e inútil.

—Adiós, Marta… Perdóname… Yo también deseo que encuentres un hombre digno de ti… y que seas feliz.

Ignacio salió de la tienda. Las niñas del Albergue saltaban a la comba allí mismo, entre los pinos. Por entre los pinos se veía el mar.

Las niñas de la puerta, al verlo salir, lo saludaron gritando: «¡Arriba España!».

* * *

—¡Ana María, Ana María! Ya está todo arreglado… He roto con Marta. Hace una hora, una hora escasa. Acabo de llegar de Palamós, del Albergue en que ella está. Ha sido muy penoso… La chica me quiere de veras. Fue horrible verla sufrir de aquel modo. Ha tenido que sentarse y lloraba, lloraba… Pero no había otro remedio que afrontar la situación. Había pensado en que le hablara antes Pilar. O en ir yo a visitar a su madre. Pero no. Mi obligación era hacer lo que he hecho: decírselo yo claramente. Lo terrible es que ni siquiera en un momento así ha perdido su dominio. Me ha dicho: «Vete… Y si hay otra mujer de por medio, que seas feliz…» Eso me ha aterrado. Porque no creo que estuviera enterada de lo nuestro. Habrá sido una intuición. En fin, Ana María… Ahora ya está. Se acabaron los fingimientos y el escribirte más o menos a escondidas. Dejaremos pasar un poco de tiempo, como hasta ahora, con discreción.

»Hasta que pueda comunicar a todo el mundo que te quiero, que nos queremos y que tú eres la mujer que yo necesitaba: un cascabel… ¡Un cascabel! ¿Comprendes lo que eso significa para mí? Tengo muchos proyectos, Ana María, muchos… Manolo me dice siempre: «Si sigues como hasta ahora, serás un profesional de primera, un gran abogado». ¡Bah! Yo también lograré la carrera me gusta. Aunque he de estudiar muchísimo… Pero lo que de momento me importa es que ya puedo decirte que eres mi novia… que nada nos separa. Déjame darte un beso, Ana María… Hoy es un día triste, pero glorioso. Sufro, pero ¡qué más da! ¡Acércate, cariño! Así… muy juntos. Dame también tú un beso… ¡Señor, Señor! Me siento como un chiquillo con zapatos nuevos.

—Ignacio… Ignacio… ¡qué alegría más grande!

—Estoy seguro de que seremos felices.

—¡Claro que sí!

—De que lo seremos toda la vida.

—Yo lo sería ya ahora, si no fuera por Marta…

—¡Por favor, dejemos de pensar en eso!

—Sí, tienes razón…

—¿Piensas decírselo a tus padres?

—¿A mis padres? De momento, no… Mi padre, ya sabes: sólo piensa en sus negocios…

—De acuerdo. Dejemos pasar un tiempo…

—¡Bueno! Se lo diré a Charo. A ella sí, ya que veranea aquí conmigo, en San Feliu. ¡Con alguien he de expansionarme, digo yo!

—Bueno, díselo…

—¡Cariño!

—Ana María…

—Me dan ganas… de hacer algo. ¡Sí, de hacer algo!

—A mí también…

—Por ejemplo… ¿podrías besarme otra vez?

—¡Ah, qué picara eres!

—Si no lo fuera no estaría ahora en tus brazos.

—Eso también es verdad.

—Ignacio…

—¿Qué?

—Te quiero…

Había anochecido en San Feliu de Guixols, en el paseo del Mar. El faro giraba con lentitud. Lejos se veían las luces de las barcas. Nacían estrellas en el firmamento. Era un verano hermoso.

Capítulo XXXVIII

El general Sánchez Bravo continuaba leyendo con gusto la Sección «Ventana al mundo», que escribía diariamente «La Voz de Alerta» en
Amanecer
. Ocurría que los comentarios del alcalde sobre las noticias más relevantes que se producían en España y en el mundo coincidían muy a menudo con la opinión del general.

En aquel mes de septiembre, tocando a su fin el verano, el general, leyendo el periódico gerundense, se ratificó en su idea y no se recató de felicitar por ello a «La Voz de Alerta» cuando éste regresó de su estancia en Puigcerdá, donde había preferido gritar «Viva el amor» —viva Carlota, condesa de Rubí— a gritar «Viva el Rey».

Las últimas «Ventanas al mundo» que habían complacido especialmente al general eran de signo muy diverso. La primera de ellas se refería al asesinato de Trotsky, que tuvo lugar en Méjico el día 20 de agosto. El asesino, cuya filiación se ignoraba por el momento, había clavado en el cráneo de Trotsky un piolet de montaña que llevaba escondido en los pliegues de la gabardina, en el momento en que el ex jefe bolchevique estaba sentado en su despacho y se inclinaba sobre un manuscrito.

«La Voz de Alerta» trazó una rápida e incisiva semblanza de Trotsky y de sus seguidores en España, los militantes del POUM, e informó de que el famoso prohombre ruso, exilado, a su llegada a Méjico había calificado a Stalin de «el chacal del Kremlin». «Trotsky —escribió “La Voz de Alerta”— era un teorizante: es lógico que haya muerto con el cráneo atravesado. Su muerte ha causado el mayor asombro entre los que no quieren convencerse de que cada hombre se cava su fosa, de que quien a hierro mata a hierro muere». Lo que ignoraban el general y también «La Voz de Alerta», era que entre los asombrados figuraban en primer término David y Olga, quienes vivían en la capital mejicana aspirando a publicar en castellano, en su flamante editorial, algunas obras de Trotsky; y que Cosme Vila, residente como siempre en Moscú, al enterarse de la noticia quedó igualmente perplejo, recordando que la maestra asturiana Regina Suárez, a poco de su llegada a la capital soviética, le había comunicado «que varios agentes españoles habían salido de Rusia rumbo a Méjico, con la misión concreta de asesinar a Trotsky».

Otra «Ventana al mundo» que interesó al general Sánchez Bravo fue aquella en que «La Voz de Alerta» comentaba favorablemente el reciente decreto del Gobierno español creando la Milicia Universitaria, en virtud de la cual los estudiantes podrían cumplir con sus deberes militares sin ver entorpecida por ello su carrera, y conseguir de modo automático, dentro del Ejército el grado de oficiales de complemento.

El general, tal y como andaban las cosas, iba convenciéndose más que nunca de que, para que no se malograsen los frutos de la victoria, el Ejército debía seguir siendo la piedra angular. «El Ejército, el Ejército —le decía una y otra vez a su esposa, doña Cecilia—. Todo lo demás se desviaría en menos que canta un gallo». La verdad era ésta: año y medio después de terminada la guerra, ni la Falange ni el Requeté ni la Iglesia le ofrecían al general las debidas garantías. El obispo lo incomodaba dado que parecía atribuirle a la Divina Providencia todos los méritos de la campaña. El Requeté —y en eso discrepaba de «La Voz de Alerta»— le daba la impresión de que, a la chita callando, maniobraba para acortar lo más posible la permanencia del Caudillo en la Jefatura del Estado. Y en cuanto a la Falange, lo ponía nervioso. Siempre le había ocurrido esto.

Hasta tal punto que en cierta ocasión el general le preguntó a Mateo a santo de qué la Falange se llamaba Partido si no había otro. «Para llamarse Partido sería menester que hubiera varios ¿no es cierto?». De ahí que las pequeñas peleas entre falangistas y requetés —se rumoreaba que en una localidad navarra estos últimos habían irrumpido en un local de Falange llevando de la mano un burro—, divirtiesen al general. Si bien el principal argumento que éste esgrimía en pro de su actitud era que la guerra la ganó el Ejército. «Suprimid con la imaginación —les había dicho a sus oficiales, en la arenga que les dedicó el 18 de julio— a la Falange; Franco hubiera vencido. Suprimid con la imaginación al Requeté; Franco hubiera vencido. Suprimid al Ejército; hubieran vencido los rojos. Del mismo modo, si ahora nosotros nos retiráramos a los cuarteles, sin controlar lo que ocurre por ahí, fatalmente desembocaríamos en una especie de caos organizado».

Otra «Ventana al mundo» que interesó al general: el beneplácito con que en ella «La Voz de Alerta» acogió la creación oficial de la
Fiscalía de Tasas
, destinada a cortar de raíz los tejemanejes de los desaprensivos. «Eso es lo que hacía falta —comentó aquél—. Un organismo con poderes absolutos, que pueda enviar los infractores a batallones disciplinarios».

Por supuesto, tal vez fuera ése el problema que mayormente irritaba al jefe militar: la codicia de que daba muestra la gente, empezando por su propio hijo. El general Sánchez Bravo era, por naturaleza, enemigo de lo fácil. Desde su ingreso en la Academia creyó a pie juntillas que la fuerza de un país radicaba en el mantenimiento de sus virtudes raciales y no en espolear su concupiscencia. Por eso no le gustó ni pizca que el recién nombrado Ministro de Industria y Comercio, don Demetrio Carceller, procediera de Falange y hablara reiteradamente de industrialización. Precisamente en esa «Ventana al mundo» dedicada a comentar la creación de la
Fiscalía de Tasas
, «La Voz de Alerta» recordó a los gerundenses, primero, que en Numancia los defensores llegaron a comer carne humana y, segundo, que en tiempos del motín de Esquilache era tal la fe que los gobernantes tenían en la eficacia del progreso material que un ministro ordenó que su discurso sobre la Industria Popular fuera leído, como un libro sagrado, en el púlpito de las iglesias.

«La riqueza material —decía “La Voz de Alerta” en su “Sección”, tal vez recordando las teorías del profesor Civil—, si se convierte en fin termina pudriendo el espíritu. El ejemplo de ello lo tenemos en la gastronómica y próspera Francia, que en la batalla de París acaba de ofrecer al mundo el más denigrante espectáculo de cobardía que recuerda la historia moderna». El general, al leer estas palabras, volteó su bastón de mando y afirmó que España debía vacunarse contra semejante microbio. En su opinión, el Caudillo debía imprimir al país, y sin duda lo estaba haciendo, su ritmo natural: el que le señalaba la áspera Castilla: «No vamos a contagiarnos, precisamente ahora, de los defectos de las democracias, que sólo aspiran a incrementar las Cajas de Ahorros. Confiemos en que la
Fiscalía de Tasas
impida que los grandes industriales beban champaña en los cabarets, al lado de los campesinos enriquecidos con el hambre de los ciudadanos».

La tesis tropezaba, naturalmente, con muchos detractores, entre los que destacaban el Gobernador y la propia doña Cecilia.

El Gobernador, pese al «denigrante espectáculo de Francia», aspiraba a incrementar más aún el número de chimeneas que poblaban la provincia; y doña Cecilia, pese a lo ocurrido cuando el motín de Esquilache, aspiraba a que su hijo, el capitán Sánchez Bravo, se casara con una mujer rica. «Tú dile que sí a tu padre —aconsejaba al muchacho—. Pero a ver si descubres por ahí alguna millonaria que se deje querer».

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