Ha estallado la paz (68 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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El padre Forteza negó con la cabeza.

—No sé a qué te refieres.

Ignacio le notificó entonces que celebraban nada menos que el cumpleaños de su padre, Matías.

El jesuita, al oír esto, estuvo a punto de palmetear también y se volvió hacia el interesado.

—¡Su cumpleaños! Enhorabuena… —El padre Forteza se incorporó ligeramente hasta conseguir estrechar entre las suyas las dos manos de Matías—. ¿Cuántos cumple usted, Matías? ¿Cuántos?

—Exactamente, cincuenta y cinco…

—¡Un chaval!

—Y que lo diga. Mañana ingresaré en las Organizaciones Juveniles.

La sesión, agradable a todas luces, se prolongó por espacio de un cuarto de hora aún. El padre Forteza contó varias anécdotas de su época de noviciado y les habló de la labor evangélica que realizaba en el Japón, en Nagasaki, su hermano mayor, misionero.

Carmen Elgazu preguntó:

—¿Y no corre peligro su hermano en aquellas tierras?

—¡No, no! —contestó el padre Forteza—. Llevar sotana es mucho más peligroso aquí…

Por fin terminó la reunión. El padre Forteza debía regresar al convento… ¡a confesar mujeres!

—En la iglesia habrá una cola de ellas esperándome…

Pilar le preguntó:

—¿Todavía les impone tanta penitencia?

—¡Más, hija mía! Pero siempre vuelven… No hay nada que hacer.

La familia en pleno acompañó al jesuita a la puerta. Pilar intentó besarle la mano, pero el padre Forteza la retiró con habilidad.

—Que César os bendiga a todos… —dijo el jesuita—. Y a mi me ayude a llevar a buen término esta misión, pues hoy no he hecho más que empezar.

Dicho esto salió disparado, bajando los peldaños de dos en dos.

La familia quedó sola. Fueron regresando al comedor. Ignacio se metió en el lavabo. Pilar recogió el álbum y lo devolvió a su cuarto. Matías se dirigió al balcón que daba al río, en cuya agua rielaban las luces de enfrente, y pronto notó a su lado la callada y feliz proximidad de Carmen Elgazu.

Capítulo XXXVI

«¿No hay bastantes infiernos aquí abajo?». Esta frase, atribuida al doctor Chaos, tenía justificación. La guerra clavaba su dardo sobre regiones cada vez más extensas.

Rusia, además de apoderarse de los tres estados bálticos, Letonia, Estonia y Lituania, mordía ahora el territorio rumano, las regiones de Besarabia y Bucovina. Entretanto, Italia, dueña absoluta del Mediterráneo central, se disponía a actuar bélicamente en África, atacando la Somalia Británica y, a través de Libia, el propio Egipto, con el doble propósito de inutilizar el pacto de ayuda que este país tenía firmado con Inglaterra y de apoderarse del Canal de Suez. Pero, sobre todo, había empezado la «batalla aeronaval del Canal de la Mancha», preludio del asalto alemán a Inglaterra, que todo el mundo consideraba inminente.

Alemania disponía ya de dos mil millas de litoral, desde Narvik al Bidasoa. Había ocupado las dos islas normandas, propiedad de Inglaterra, Jersey y Guernesey, y su aviación había empezado a trazar cruces gamadas en el cielo inglés. «Alemania, país de aviadores», era la frase que podía leerse en la revista germanófila «Aspa», publicada en España. El general Sánchez Bravo, que continuaba clavando banderitas en el gigantesco mapa que Nebulosa había colgado en la pared, calculaba que la superioridad de la aviación alemana sobre la inglesa era de ocho a uno: especialmente los Stukas, la fuerza explosiva de cuyas bombas levantaba a los defensores diez o doce centímetros del suelo, empezaban a herir de muerte las ciudades y centros industriales ingleses. Sobre Portland habían volado primero cuatrocientos aviones, luego quinientos, luego un millar. ¿Quién detendría las «alas milagrosas» del mariscal Goering? Inglaterra luchaba en el aire en condiciones de gran inferioridad. Antiaéreos, globos-barrera, algunos de los cuales se desplazaban en el espacio y habían sido vistos en las costas de Galicia. El Führer había pronunciado, en su último discurso, la sentencia inapelable:
Delenda est Britannia!

Inglaterra tenía que ser aniquilada… «Y todo ello —expuso Mateo— por la tozudez de un solo hombre, míster Churchill, quien no acepta la realidad de los hechos».

El general Sánchez Bravo entendía que la «invasión» de Inglaterra se intentaría en todo caso por vía aérea, pues el Führer carecía de la flota necesaria para cruzar el Canal y desembarcar en la Isla. Alemania disponía de submarinos, de lanchas torpederas, pero le faltaban buques de gran tonelaje, aunque se apresuraba a construirlos, al parecer.

Inglaterra, en el mar, en el Canal, dominaba, pese a la amenaza de la aviación. Disponía de varios acorazados, apoyados ahora por cincuenta destructores que el presidente Roosevelt le había vendido, con cuyo acto los Estados Unidos habían dejado prácticamente de ser neutrales, para convertirse en no beligerantes.

El profesor Civil, leyendo los periódicos, que daban por descontado que la ciudad de Londres, tan extensa como la provincia de Álava, desaparecería, experimentaba un malestar creciente. «Yo no sé lo que ocurrirá en última instancia en el Canal de la Mancha —decía el profesor—. Pero de momento los aviadores de ambos bandos, los marinos y la población civil inglesa que muere y que pierde sus hogares, constituyen una catástrofe irreparable. ¡Qué insensatez la del mundo, qué insensatez!».

Era curioso que los germanófilos a ultranza, uno de cuyos máximos exponentes era Mateo, no consiguieran sentir pena por lo que ocurría. Por el contrario, las caricaturas que aparecían en la prensa alusivas a lo mal que lo pasaban los ingleses, excitaban su buen humor. En una de ellas, publicada en
Amanecer
, se veía a un inglés que, acuciado por la falta de víveres, por el hambre, se disponía a comerse a otro inglés. «No se preocupe —le decía el primero a su víctima—. Deme usted su tarjeta e iré a comunicárselo a su familia». Mateo, al leer la historieta, soltó una carcajada.

Todo esto era de tal modo que la mayoría de las personas contrarias al Eje no se atrevían a opinar. Tenían miedo y se callaban. En cambio, había otras cada día más decididas a hacer públicas sus convicciones. Entre éstas se encontraba Agustín Lago.

Agustín Lago, en efecto, en una reunión celebrada en Falange para tratar de la organización de los próximos Campamentos Juveniles de Verano, se encaró con Mateo, a raíz de una broma de éste sobre el destino que los alemanes darían a los miembros de la familia real inglesa. Agustín Lago opuso al Eje una objeción concreta: consideraba que el nazismo y el fascismo eran movimientos anticristianos. Ello le bastaba, al igual que a mosén Alberto. «Yo pertenezco a la Iglesia —afirmó—, y la Iglesia no puede de ningún modo aprobar ni la doctrina ni los brutales métodos de conquista empleados por Alemania e Italia».

Mateo se llevó la gran sorpresa. Poco a poco había ido conociendo a Agustín Lago y había llegado a sentir por él cierto aprecio. «Celebro —le replicó— que hayas hablado con tanta franqueza. Sabré a qué atenerme. Pero ello no evitará que dentro de poco veas a la familia real inglesa en el Canadá… o barriendo en Berlín el despacho del Führer».

Agustín Lago no se inmutó. Saltaba a la vista que el inspector de Enseñanza Primaria había cambiado mucho desde su llegada a Gerona. Pese a sus ademanes un tanto asépticos y a sus gafas bifocales, se le veía mucho más seguro de sí. Nadie sabía a qué se debía tal cambio. El Gobernador lo atribuía a que durante el curso escolar, ya clausurado, no se había concedido tregua y que al hacer ahora balance, los resultados le habían parecido mucho más halagüeños de lo que pensara en un principio. Los alumnos, en general, habían trabajado de firme, al igual que los maestros. Mateo atribuía dicho cambio a otra razón: Agustín Lago había conseguido vencer el complejo que en un principio le produjo la falta de su brazo izquierdo. «El día que apareció en el Puente de Piedra el guardia urbano con su pata de madera, se sintió acompañado. Ya no era el único mutilado de la ciudad. Ahí empezó a levantar cabeza».

Agustín Lago hubiera podido contestar: «Todo esto es verdad, pero no toda la verdad». Agustín Lago, que pese al calor que se abatía ya sobre Gerona seguía vistiendo con la misma pulcritud de siempre, tenía conciencia de que su actual serenidad se la debía en gran parte a una visita que había recibido: la de un compañero del Opus Dei, de Barcelona, llamado Carlos Godo. No se conocían anteriormente, pero Carlos Godo, arquitecto de profesión, supo de él y tomó el tren y fue a verle. La entrevista entre los dos hombres había resultado hasta tal punto cordial que Agustín Lago olvidó por unas horas el profundo dolor que le ocasionaban la guerra y las actitudes pétreas como la de Mateo y gozó del inefable consuelo que en determinadas ocasiones puede proporcionar el súbito descubrimiento de un alma gemela.

¡Carlos Godo! Estuvieron de acuerdo en todo. En que aquellos que se refocilaban con el daño causado a los demás obraban en desacuerdo con el Evangelio; en que era más rescatable para la verdad un seguidor de Lutero que un seguidor del credo de Rosenberg; en que el fundador del Opus Dei, el padre Escrivá, era un «elegido»; en que su Obra, que admitía a no católicos y a gente de todas las razas, estaba destinada a tener proyección universal y quién sabe si a remozar por dentro la estructura, un tanto anquilosada, de la propia Iglesia. Había momentos en que uno y otro, Agustín Lago y Carlos Godo, se reían de sí mismos ante tales profecías, pues por el momento el Opus Dei no contaba sino con unos cuantos muchachos dispersos por la geografía española, sin tradición orgánica y sin apenas contacto entre sí. Pero no importaba. Sentían como una fuerza instintiva que les aseguraba que la Idea, la idea de vivir el Evangelio en medio del mundo, en la propia profesión, sin pertenecer a la clerecía y con absoluta independencia, acabaría dando sus frutos. Se sentían un poco «cristianos primitivos», en su pureza e integridad: continuadores de aquella Iglesia que, gracias a la visión de San Pablo, fue capaz, valiéndose de unos cuantos pescadores y del Santo Espíritu, de penetrar en el corazón del Imperio Romano.

Bueno, ocurría eso. El mundo iba cuadriculándose, como muy bien había presentido el profesor Civil. Al modo como las oleadas de aviones que atacaban a Inglaterra formaban escuadras monolíticas, los hombres que sentían en su carne el zarpazo del catolicismo y aquellos que lo contemplaban desde lejos, pero militando en uno u otro bando, formaban clanes ideológicos en los que el adversario, fuere cual fuere, le resultaba imposible penetrar. Siempre ocurría igual cuando un terremoto asolaba ciudades y conciencias: éstas se veían forzadas a elegir. Y los que elegían la misma orilla se abrazaban con entusiasmo y entonaban a voz en grito, o susurrando, idéntica canción.

Por ello Mateo se reía de las mismas cosas que José Luis Martínez de Soria, y por ello las fotografías, los libros y los
slogans
que tenía en su despacho eran los mismos que hubieran podido encontrarse en el despacho de cualquier otro falangista de cualquier región de España. Asimismo, la habitación que Carlos Godo ocupaba en casa de sus padres, en Barcelona —habitación sobria, con un crucifijo y una imagen de la Virgen— era muy semejante a la de Agustín Lago. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Sus objetivos eran paralelos, como lo eran los de David y Olga —otro clan, otra tribu—, y los del Responsable y José Alvear. Carlos Godo y Agustín Lago, consecuentes con el pensamiento de Camino: «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte y al oírte, éste lee la vida de Jesucristo», compartían hasta en los detalles más sutiles el mismo repertorio mental. Repertorio que los llevaba, al referirse a Cristo, a decir «el Señor»; a no exhibir hábito ni distintivo alguno, para parecerse en lo externo lo más posible a los demás; a comprometerse con Dios de forma total, pero partiendo de la intimidad más estricta; a dar por sentado que durante mucho tiempo serían incomprendidos, incluso por muchas instituciones religiosas… De lo cual era ejemplo arquetipo el doctor Gregorio Lascasas, quien, escuchando a Agustín Lago, había convertido repetidas veces sus ojos en dos líneas negras horizontales.

«¿No hay bastantes infiernos aquí abajo?». Agustín Lago, luego de hablar cinco horas consecutivas con Carlos Godo, arquitecto de Barcelona, al que consideró hermano, admitió que sí, porque estaba enterado de los avances rusos en el Báltico y en Rumanía, de los bombardeos masivos contra Inglaterra y de la existencia de hombres como Mateo, que concedían valor absoluto a los credos opinables. Pero pensó que «aquí abajo» había también pedazos de cielo. A veces, en el cuarto de una modesta pensión, a una hora avanzada de la noche.

Capítulo XXXVII

Julio y agosto. El segundo verano de posguerra había llegado y la dispersión de los gerundenses fue mucho más numerosa que la del año anterior. La fiebre de las vacaciones empezó a subir, como ocurriera antes de 1936. Los obreros, los «productores», deberían contentarse con gozarlas en la ciudad, holgando, durmiendo hasta las tantas y, si acaso, paseándose los domingos con la familia por las orillas del Ter o el valle de San Daniel. Tampoco la clase media, civil y activa, podría alquilar ningún chalet en la costa o en la montaña; pero el número de «privilegiados» aumentó considerablemente, y entre éstos se contaban los estraperlistas de la ciudad que durante el invierno habían conseguido evitar que las autoridades les echaran el guante; la mayoría de los concejales; el camarada Arjona, Delegado Sindical; el jefe de Obras Públicas; etcétera.

Mateo se fue con su campamento juvenil, que ese año llevó el nombre de Campamento Haro, en memoria del falangista Eduardo Haro, fusilado por los «rojos», y que no se instaló en San Telmo, sino en la comarca idílica de Arbucias, en un paraje hacia el interior, «pues era bueno que los muchachos cambiaran de lugar y fueran conociendo la oxigenante diversidad de la provincia». Mateo se fue tranquilo, pues Pilar permanecería en Gerona, trabajando y preparando como siempre su ajuar de novia —octubre se acercaba— y cuidando de don Emilio Santos.

Marta partió también a instalar, como estaba programado, su albergue juvenil en Palamós, entre los pinos. Ciento veinte niñas, reclutadas en su mayoría en los pueblos, a propuesta de los jefes locales de Falange, vivirían allí, por turno, en tiendas de campaña, bañándose, aprendiendo, contestando al test habitual y cantando himnos mientras se izaba la bandera. Marta, antes de partir, se despidió de Ignacio procurando contener las lágrimas. «¿Irás a verme?». Ignacio contestó: «¡Claro que sí, mujer! Aunque ya sabes que estoy ocupadísimo».

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