Este, por su parte, empuña la pluma con mano temblorosa. Es zurdo, advierten todos. Moja la plumilla en la tinta. De resultas, una mancha como una luna negra condecora la página. Aguarda un instante, inmóvil, a que algo ocurra. Todos están con él. En éstas, la mano comienza un tembleque más intenso. La plumilla se apoya en el papel. Traza un par de líneas torpes como los garabatos de un niño. De un violento espasmo, se sitúa a mitad de la hoja y acompañadas de un sonoro rasgueo comienzan a aparecer letras.
«Cuando me acueste en la tumba no diré, como tantos otros: he terminado mi jornada», escribe de una vez.
La pluma descansa para repostarse. Vuelve al papel. Continúa:
«La tumba no es un callejón sin salida y mi jornada comenzará de nuevo a la mañana siguiente.»Nueva pausa. Con tinta suficiente, la mano continúa:
«No penséis en lo que se pudre. No sólo los vivos proyectan sombra. Mirad fijamente a la oscuridad y veréis brillar la luz de los difuntos.»El temblor convulso se detiene. El médium lanza un suspiro. Espera durante unos minutos más a que el mensaje se retome, pero no ocurre nada. Sólo el temblor de su mano izquierda. Al fin, suelta la pluma y musita, con un hilo de voz y las mejillas coloradas:
—Creo que eso es todo.
El señor Conde toma la hoja garabateada y lee en voz alta el mensaje completo. Al terminar exclama, con un mohín satisfecho:
—¡Notable, jovencito! ¡Toda una declaración de intenciones! ¿Sabe quién se la ha dictado?
—Sólo sé que es un espíritu elevado —responde el muchacho.
—De eso no hay duda. Pero ¿conoce algún otro dato que pueda iluminarnos?
—No se resigna a estar muerto. Le desagrada. Tal vez traspasó hace poco —opina.
—¿Sabe usted si pudiera ser francés? ¿Le habla en ese idioma? —se interesa una de las damas de más edad.
—Los espíritus no precisan de idiomas —responde, seguro de nuevo—, pues se expresan en un lenguaje universal.
—¡Ah, claro, claro!
—Estoy impresionada, señor Canals —confiesa Maria del Roser—. Realmente posee usted un don portentoso.
El joven se ruboriza, volviendo así a lo que parece ser su estado natural.
—Y no ha visto nada, amiga mía. El señor Canals posee un talento más, gracias al cual yo le conocí, capaz de remover nuestras conciencias hasta lo más hondo.
—¿De verdad? ¿Y de qué talento se trata?
El silencio subraya el suspense:
—Es capaz de adivinar cuánto tiempo le queda de vida a una persona sólo con mirarla a los ojos.
La revelación genera distintos efectos. Las miradas esquivas son el primero de ellos. Pocos parecen dispuestos a desvelar una intimidad que a ellos mismos aterra. Las exclamaciones se suceden.
—¿Y eso funciona con todo el mundo? —pregunta la anfitriona.
El hilo de voz del joven responde:
—Sí, señora. Incluso conmigo mismo.
—¿Quiere decir que conoce usted la fecha de su propia muerte?
—Hace mucho tiempo —contesta el joven.
Ninguno se atreve a formular la pregunta que está en la mente de todos. Francisco Canals se adelanta:
—Me queda poco.
Hay estupor general.
—¡Pero si está usted en la flor de la edad! —exclama alguien, indignado como si el muchacho fuera culpable.
—La muerte no está más lejos de usted que de mí, señora —susurra, tranquilo—, porque no obedece a ninguna lógica.
—¿Y la causa? ¿También puede saberla? —interviene una voz masculina.
—No. Sólo la fecha.
—Si conociera la causa, tal vez podría evitarla.
—No veo razones para ello.
—¿Razones? ¿Le parece poco la muerte misma?
El joven bebe agua. Por toda respuesta añade:
—No le temo a la muerte.
—Pero ¿volveremos a verle? —inquiere la misma anciana que habló antes.
—Por supuesto. Estaré cerca de ustedes. Después de mi marcha de este mundo, mucho más que ahora.
Eduardo lee de nuevo el texto escrito en la hoja y comenta:
—Puede que el espíritu elevado que ha entrado en contacto con usted quisiera transmitirnos un mensaje que le atañe.
—Tal vez —musita el joven médium, pasándose la mano por la frente para secarse un sudor incómodo.
Viendo que su estrella invitada comienza a dar muestras de cansancio, Maria del Roser decide intervenir. Se levanta, va hacia los anaqueles reservados a los clásicos griegos y toma una cajita que hasta ahora custodiaban los tres tomos del
Teatro completo
de Aristófanes. Con una solemnidad muy hogareña, se sitúa junto al muchacho y le entrega el paquete.
—Un humilde presente, señor Canals, en nombre del Círculo de los Miércoles, como muestra de nuestra gratitud.
Los doce invitados vuelven a sus tazas de té, aliviados de poder relajarse, mientras el muchacho libra del envoltorio al regalo. En el interior halla un estuche nacarado que, al abrirse, le muestra un lecho de terciopelo rojo sobre el que descansa una alianza de oro. Los ojos del joven Canals brillan de la sorpresa.
—Lleva su nombre grabado en el interior —informa Maria del Roser.
—Es demasiado. No debían... Yo nunca... —El joven no atina a encontrar las palabras y la concurrencia se complace con ello.
Desliza el anillo en su dedo corazón.
—No debían ustedes haberse molestado —añade.
Todos esquivan su mirada.
—No ha sido ninguna molestia. No es más que un pequeño detalle, con el fin de que nos recuerde y consienta en volver otro día.
Francisco Canals no contesta. Se despide del grupo con cortesía extrema, ensayada en los mostradores de su sección de duelos.
En la escalera, los invitados se cruzan con Conchita, que en ese momento sube al cuarto de los niños llevando en brazos a la pequeña Violeta, de poco más de un año de edad. Todos se detienen a lisonjearla. Le dedican esa retahíla de palabras ridículas que los adultos acostumbran a esgrimir frente a los niños. En último lugar, Francisco Canals Ambrós aguarda para salir.
En silencio, pasa junto a ellas cuando ya todos se han marchado. Su gesto resulta inadvertido a todos, salvo a la niñera. Mira a Violeta y al instante desaparece de su rostro ese aire tranquilo que tanto destaca en él. Se crispan sus labios, baja los ojos, se desliza con prisa escalera abajo.
Conchita iba a decirle lo mucho que le gustó su actuación el otro día, en el teatro Calvo-Vico, pero no tiene ocasión. El joven ha desaparecido, con la urgencia de quien ha visto lo que no deseaba ver.
De: | Violeta Lax |
Fecha: | 24 de marzo de 2010 |
Para: | Valérie Rahal |
Asunto: | Ya que tanto te interesa… |
Debo confesar, mamá, que no conocía esta faceta tuya. ¿Así que te debo una historia? Me halaga saber que he sido capaz de intrigarte. Y me alegra tener la seguridad de que no voy a defraudar las altas expectativas que he creado. De lo contrario, estás en tu derecho de enojarte con el narrador.
La cosa comenzó el 19 de diciembre de 1993, en París, cuando conocí a una persona que habría de ser fundamental en mi vida. Ocurrió por casualidad, como todo lo importante. En aquel momento apenas intercambiamos frases de cortesía que sólo nos sirvieron para saber que nuestros intereses eran similares: nos movíamos de puntillas por el terreno del arte. Lo mío era la pintura. Lo suyo, la música: comenzaba a hacer sus pinitos como cantante. También componía. Quería formar una banda y grabar un disco. Volvimos a encontrarnos ese fin de año, durante una escapada a Barcelona con las amigas de la universidad. Nos acostamos. Fue mi primera vez. Luego, dos años de silencio en que yo me limité a seguir sus logros a distancia. Su nombre comenzaba a sonar, no sólo en Francia, también en España. De pronto, una de sus canciones fue escogida para no sé qué evento deportivo y se hizo muy popular. Sonaba a todas horas. Comenzó a dar conciertos por todas partes y decidí ir al de París. De incógnito, podríamos decir, pero en primera fila. Nada más comenzar la primera canción, me vio desde el escenario. Al acabar la actuación, se acercó a mí uno de los gorilas de seguridad y me anunció que alguien deseaba verme. Me pidió que le acompañara al camerino. Ya sabes: así son las cosas en el mundo del rock. Por supuesto, le acompañé.
La verdad es que en ese tiempo su presencia me subyugaba, ejercía una atracción tan grande sobre mí que me daba miedo. Cuando estaba a su lado sentía que no podía resistirme a nada de lo que me propusiera. Era un sentimiento fantástico, pero incómodo al mismo tiempo. Su seguridad, su atractivo y ese modo suyo de ir a por todas sin titubear anulaban mi voluntad por completo. Sí, supongo que ésa es la definición más clásica del enamoramiento, una enajenación de ti misma, pero yo entonces no estaba acostumbrada. Y dudo que lo haya estado jamás.
Nuestro reencuentro fue maravilloso. Me dijo que no había dejado de pensar en mí ni un momento. Yo no correspondí. Mis propios sentimientos me asustaban y prefería negarlos. A pesar de todo, cuando sólo unos meses más tarde me propuso instalarnos en Barcelona, no lo pensé dos veces. Al principio, cada cual en su piso. Luego le pedí que viviera conmigo. Interpretó ese gesto como el fin de mis dudas y mis miedos y creo que en cierto modo fue así. La única etapa de nuestra relación en que fui capaz de entregarme del todo, sin complejos ni prejuicios ni medias tintas. Fui suya, sin excusas. Y valió la pena. Sin ninguna duda, fue lo mejor que he compartido alguna vez con otra persona. Sé que es terrible decirlo así, y que es inevitable no pensar en Daniel, en lo que ha significado él para mí, en el papel que nuestra relación ha jugado en mi vida. Pero así es como lo siento y a estas alturas sería absurdo no reconocerlo.
Duró dos años. En ese tiempo, comencé a darme a conocer entre los galeristas y también en el mundo académico. Publiqué algunas cosas. Comenzaron a Moverme las ofertas de trabajo. Entonces, de pronto, decidí centrarme en mi carrera. Me escudé en mi excusa de siempre y mandé a tomar viento nuestra relación. Le pedí que no me acompañara a los actos públicos. Una vez me preguntó si me avergonzaba su compañía. No supe qué responder. Me di cuenta de que comenzaba a hacerle daño sin remedio. Y que, por algún motivo que no podía explicarme, aquello sólo era el principio.
Entonces me ofrecieron incorporarme al equipo del Art Institute y me faltó tiempo para aceptar. Sabía que aquel trabajo era incompatible con nuestra vida en común y, a pesar de todo, seguí adelante. Trató de convencerme y sus palabras obraron el efecto contrario: de pronto lo único que quería era cerrar aquella etapa de mi vida. En realidad, lo de Chicago fue el pretexto perfecto para huir. Ni siquiera me despedí. Aproveché que estaba fuera durante una de sus giras, hice las maletas y dejé una nota muy rimbombante en la mesilla de noche donde le agradecía todo lo que había aprendido a su lado y le deseaba mucha suerte.
Me marché con el corazón destrozado, pero no me volví a mirar atrás ni una sola vez. Sentía que huir era el único modo de avanzar. Algo atávico.
En Chicago aprendí a curarme la nostalgia, y a olvidar poco a poco mi vida anterior. Me prometí a mí misma no regresar a Barcelona mientras no pudiera librarme de ese recuerdo y, de algún modo, me convertí en otra persona. En aquella que deseaba que los demás vieran en mí. Renuncié a una parte esencial de mí misma. Y lo peor es que ni siquiera me di cuenta. Luego apareció Daniel. La guinda perfecta del pastel. Y pasaron más de quince años. El tiempo avanza más deprisa que el olvido.
Hace poco supe por la prensa que mi antiguo amor de juventud padece un cáncer incurable. Le ha plantado cara un par de veces, pero esta vez va en serio. Primero anunció que suspendía la gira. Luego sacó un disco nuevo, un recopilatorio de maquetas y canciones inéditas, compuestas hace años, que hasta ahora no había mostrado por razones personales, según se aseguraba en las informaciones que publicaron los periódicos. En ese álbum hay una canción llamada Adiós, Violeta. Fue esa canción lo que terminó de decidirme. Creo que, aunque sea tarde, se merece que le dé una explicación. O la oportunidad de insultarme a la cara. Como me decías de pequeña: «Nunca es tarde para hacer lo que se debe hacer.»
Para eso vine a España.
Aunque, ahora que estoy aquí, tropiezo de nuevo con mi cobardía. Sé en qué hospital está, tengo el teléfono de su representante, pero me sigo amparando en cualquier cosa con tal de postergar la decisión. Estoy paralizada de terror.
Ahora ya lo sabes. Estamos en paz.
Dale recuerdos a Jason. Tu hija, que te quiere:
Violín
La muerte de Rodolfo Lax tomó a todos por sorpresa, incluido él mismo.
El 27 de julio de 1909 el industrial se levantó antes de que amaneciera, tan preocupado por lo que sabía que iba a ocurrir como por lo que temía que ocurriese. La casa estaba desierta, como todos los veranos. El era el único huésped de un puñado de habitaciones pobladas por los espectros envueltos en sábanas de unos muebles que dormían su sueño anual. Sólo su gabinete y el dormitorio permanecían abiertos. En esas semanas flojas de los máximos calores y las máximas modorras no hacía falta más, puesto que el único huésped de la casa no necesitaba otros lujos que su café matutino, su silencio lector y los planes que trazaba con deleite para distraer su soledad el resto de la jornada. De habitual salía hacia las diez, después de estudiar los periódicos. Visitaba alguna fábrica, dirigía asuntos de importancia, tomaba tres o cuatro decisiones de las que luego se sentía orgulloso y sólo volvía a casa después de cenar en el hotel Colón, donde la tertulia se prolongaba hasta altas horas, para solaz de otros como él, felices hombres librados de la familia.
—Es la única época del año en que hablamos de señoras sin padecer por la nuestra —solía comentar Lax, entre risas.
Aquella mañana de martes, la ciudad estaba sumida en un silencio falso, culpable. El día anterior se habían producido preocupantes disturbios en las calles, de los que nadie sabía qué pensar. Un puñado de mujeres habían iniciado una manifestación contra la decisión del gobierno de enviar a sus hombres a la guerra de Marruecos. «Es una guerra de ricos donde sólo morimos los pobres», decían, creía Lax que con toda razón. El también pensaba que los planes del gobierno eran un dislate y una injusticia pero su pereza le impedía tomar partido. Para esas luchas idealistas ya estaba su mujer, que escondía un alma inconforme dentro del delicioso corsé. Luego llegó la huelga, convocada por los obreros descontentos. De pronto estaban las calles sembradas de barricadas, los comercios cerrados, los insurrectos en pie de guerra y una parte del ejército con ellos. Cuando comenzaron a arder iglesias, conventos y colegios religiosos, Rodolfo temió que todo se vendría abajo. Aquel revuelo le parecía más propio de una novela del siglo anterior que del día a día de gente sensata y moderna. Aunque la sensatez no parecía ser el punto fuerte de aquellos revolucionarios que se autoproclamaban pacíficos, pero a quienes sólo el ejército era capaz de apaciguar. Sólo unas horas después, Rodolfo podía comprender sus razones, pero de ningún modo su procedimiento. Las cosas, estaba convencido, se resuelven mejor alrededor de una mesa que en la línea de fuego. Todo se puede negociar. Él mismo lo había demostrado cuando evitó en su propia casa la huelga general pactando con los obreros nuevas condiciones de trabajo. Claro que el gobierno de Maura era mucho más rápido enviando la artillería que encontrando argumentos. Y en la cuestión de los reservistas había demasiados intereses ocultos para llevarla a ninguna mesa de debate.