Habitaciones Cerradas (32 page)

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Authors: Care Santos

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BOOK: Habitaciones Cerradas
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Amadeo miró al futuro apoderado desde una frialdad inescrutable.

—No olvide que mi padre lleva muerto casi tres años, Trescents.

—Claro, señor. Lo recuerdo a cada momento.

—Yo soy ahora el señor Lax. Del pasado no se vive, Trescents.

—Por descontado, señor. El presente es usted, lo tengo muy en cuenta.

—Bien, en ese caso, le diré al notario que vaya redactando los documentos.

Acta de la Asamblea Ordinaria del Patronato del Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC) celebrada el 25 de marzo de 2010 (extracto)

Reunido en Asamblea General extraordinaria el Patronato de esta institución, se acuerda por unanimidad:

1) Aceptar el legado constituido por doña Eulalia Montull Serrano a favor del MNAC y compuesto de 32 obras hasta ahora inéditas del pintor Amadeo Lax.

2) Aceptar, por consiguiente, el mandato que tal legado lleva implícito, comprometiéndose públicamente a reunir toda la obra disponible del pintor en un mismo espacio museístico, aún por designar.

3) Aceptar el segundo mandato, nombrando a doña Violeta Lax Rahal miembro de este patronato en calidad de vocal, a fin de velar por el cumplimiento de la disposición anterior, por un plazo de diez años.

4) Hacer pública la aceptación del legado mediante rueda de prensa que se celebrará el 12 de abril de 2010 en el propio Museu.

5) Invitar para tal ocasión a la legítima heredera de la señora Montull, señora Fiorella Otrante (domiciliada en Nesso, Italia) y a la señora Violeta Lax, albacea del mencionado legado.

Y para que así conste, se firma en Barcelona, a 25 de marzo de 2010.

XVII

Arcadio es el hombre que no cesa. Ahí está, dispuesto a realizar una de sus visitas rutinarias a las obras de la futura biblioteca. Su tímida mirada asoma por la entrada de carruajes. Hasta ayer podríamos haber dicho que había aquí una actividad frenética. En estos momentos, en cambio, el único frenético es Selvas, el arquitecto. Habla por teléfono desde el rellano de la escalera de mármol. Grita:

—¿Cómo que siempre hubo dudas con respecto al proyecto? ¿De qué me estás hablando, hombre? ¡Eso no te lo crees ni tú! ¡A estas alturas! Lo que ocurre es que no tienes mejores argumentos para justificar lo injustificable. ¡Luego dirán que las administraciones improvisan y vosotros tendréis la jeta de negarlo! ¡Ésa es la pura verdad: sois los reyes de la improvisación! Y de la falta de seriedad.

Hace una pausa. Observa sin interés al ser anodino que se ha detenido al pie de la escalera, junto al pámpano inoportuno. Lleva una rebeca de punto color burdeos, una camisa de cuadros verdes y unas náuticas marrones. Hoy Arcadio se ha superado eligiendo vestuario.

—Ya, ya... la herencia de los cojones. ¿Y de verdad no hay otro sitio para poner estos cuadros? ¿Tiene que ser en mi proyecto, coño?

Arcadio se asoma a lo que fueron las cocinas. La mesa de madera desapareció hace años, igual que los bancos de la chimenea. A la cocina económica le faltan puertas. De la abundante batería de cazuelas y ollas, sólo ha pervivido un cazo, en un rincón de la alacena. Parece tan sorprendido como él de estar allí.

Los espacios vacíos amplifican la conversación del arquitecto.

—No, si los operarios no son el problema. Se han ido muy contentos. El problema es trabajar contra corriente, como de costumbre. ¡El primero de mayo está a la vuelta de la esquina! ¿Se puede saber, además, a qué vienen tantas prisas? ¿Habéis dejado pudrir la casa durante décadas y ahora queréis que cambie todo el proyecto arquitectónico en sólo un mes? Coño, tío, que las cosas no son así. No, si no es que sea tan complicado. Después de todo, el espacio expedito que diseñé bien puede adaptarse a un museo con cuatro pequeños retoques. Pero tú y yo sabemos que no es eso. La prensa ha publicado ya la noticia. Nos hemos comprometido. Mi nombre ha salido a relucir. No me gusta pasar por aceptar cualquier cosa. No es mi estilo, ¿lo entiendes? Ni el de mi estudio. Vamos, que yo acepto todos tus argumentos, pero tú tienes que aceptar los míos. No puedo figurar como el responsable del nuevo proyecto, por mucho que se base en el anterior. Yo hice una biblioteca, y si ahora habéis decidido que sea un museo, me retiro. Así de fácil.

Arcadio toma el cazo, observa su interior. La película de porcelana azul está descascarillada. La estudia como si sus mellas revistieran un interés extraordinario. Si alguien le viera en estos momentos se preguntaría cómo un hombre cuerdo puede lucir tal sonrisa de felicidad sólo por mirar un cazo.

—No, no, no, Voltas, escúchame —continúa la conversación allá arriba—, ¿me escuchas? No voy a cambiar de opinión. De verdad, lo siento mucho. Tengo muchos proyectos esperando para perder el tiempo con vuestras incertidumbres. Te he dicho que me retiro y eso es lo que voy a hacer. Puedo recomendarte algún otro estudio de arquitectura, como mucho, pero no puedo garantizarte que el proyecto esté listo en el tiempo que dices. Claro que voy a colaborar, tío, ¿por quién me tomas? Lo único que no voy a hacer es diseñar tu puto museo. Y no me hagas perder más tiempo, por favor, mientras hablaba contigo he dejado escapar por lo menos cuatro llamadas importantes. De verdad, creo que deberíamos matar ya esta cuestión, y sería mejor para los dos. Tú vas buscando tu arquitecto suplente y yo vuelvo a mis co...

Arcadio no necesita escuchar más. Atraviesa el patio de carruajes, se cuela por el portón de madera. Una vez en la calle, levanta la mirada. Hacia las ventanas ojivales del gabinete de don Rodolfo, que más tarde ocupó su hijo, y que ahora es un espacio vacío, como todo lo demás. Hacia el ventanal del primer piso, allí donde antaño estuvo la habitación de matrimonio, reconvertida en cuarto de doña Maria del Roser, con su saloncito contiguo, tras cuyos cristales tomó Teresa decisiones importantes, y que ahora sólo es un lugar vacante, que aguarda. Hacia los pequeños ojos de buey de la tercera planta, allá donde tuvieron su cuarto los niños y desde donde Conchita espió a todas horas el paso de los transeúntes. Junto a sus pies, los ventanucos de los cuartos del servicio palpitan de emoción por revelar sus secretos.

Arcadio continúa sonriendo. Todo lo inerte le observa y le acompaña.

Cuando va a meter la mano en el bolsillo para llamar a Violeta, descubre que aún lleva el cazo en la mano.

Olympia, 1914

Oleo sobre tela, 95 x 51 cm

MNAC, Colección Amadeo Lax

Montserrat Espelleta Torres, conocida por el sobrenombre artístico de la Bella Olympia, fue la sensación de los escenarios barceloneses durante los años de la primera guerra mundial, en los que la ciudad experimentó una bonanza económica sin precedentes, favorecida por la neutralidad española en el conflicto. En ese contexto debe entenderse este retrato, que sabe captar todo el esplendor de una época en que las fortunas brillaron sin igual, y en que el ocio y el derroche ocuparon un lugar protagonista en la vida de la élite industrial y artística de la ciudad.

En el retrato destaca el alegre colorido del mantón de la modelo —amarillo, verde, rojo, azul, violeta—, la sensación de movimiento de los flecos que ocultan sus pies y la sensualidad de los hombros desnudos, que a menudo han convertido esta obra en un icono de la denominada
belle epoque.
Al fondo, se observa la platea a oscuras de un teatro —probablemente el Gran Salón Doré, donde la ¡oven actuó hasta 1915—, repleto de público expectante. En primer término, ¡unto a las candilejas, destaca un rostro algo más definido que el resto, en el que algunos han querido ver un autorretrato del propio autor, quien fue admirador incondicional de la estrella desde sus inicios, para convertirla luego en su amante, entre los años 1913 y 1920. Montserrat Espelleta tuvo un final triste: arruinada y olvidada por todos, murió de sífilis en 1930.

Joyas del arte catalán,

Ediciones Pampalluga, Malgrat de Mar, 1987

XVIII

El 4 de noviembre de 1928, con todo boato y gran alivio, Maria del Roser Golorons casó a su primogénito con la pequeña de los hermanos Brusés. La boda fue en el coro de la catedral —un privilegio rarísimo—, con presencia de Milans del Bosch, que entonces era gobernador de la provincia, y trescientos invitados. El rey y Primo de Rivera debían asistir también, pero se excusaron y fueron perdonados al instante. En aquellos días los ricos catalanes sólo pensaban en el nuevo Ministerio de Economía que habría de barrer todos sus males y en la organización de la Exposición Universal, que vendría a ponerle luces y fuentes de colores a su esplendor recuperado. Al lado de tales urgencias, que los prohombres asistieran a una boda —aunque fuera la de una celebridad del mundo del arte con una beldad de buena familia— se habría tomado como una equivocación de las prioridades.

—Pase que Primo prohíba el catalán y derribe monumentos, pero que vele por nosotros... —decía alguno.

La actividad en casa del novio comenzó antes del amanecer. Lo primero en despertar fueron las cocinas. Desde temprano en los fogones convivieron las ollas de café y las langostas del aperitivo, las copas estaban por todos lados en un desorden alegre y las camareras no podían disimular los nervios. Conchita iba de acá para allá arreglando las flores de los centros, enderezando las cofias de las camareras y disponiendo los servicios del desayuno para los invitados que se alojaban en la tercera planta, la mayoría parientes lejanos y colegas de Amadeo.

—Por cierto, ¿alguien ha visto al novio? —preguntó Vicenta cuando aún no eran las diez.

La señora desayunó en su salón a las ocho menos cuarto. Luego inició con la diligencia debida su arreglo personal.

—Cada año que pasa se necesita media hora más frente al espejo —bromeó al verse—. Siguiendo esta lógica, debería haber empezado a vestirme la semana pasada.

A las diez y cuarto llegó Juan, vestido con el sencillo hábito marrón de la orden de San Ignacio de Loyola. Conchita lo recibió con un abrazo muy poco eclesiástico.

—¡Qué guapo estás! —le dijo, golpeándole las mejillas como cuando era un chiquillo. Y bajó la voz para añadir—: Gracias a Dios que has venido. Tu madre tendrá un buen día, viendo juntos a sus dos hombres.

—Por ella lo hago —rezongó el recién llegado— y por esa chica, mi futura cuñada, que no tiene ninguna culpa. Bastante le espera al lado de mi hermano.

—Vamos, cielo, no digas eso. ¿Aún estáis así, con vuestras rencillas de siempre?

El sacerdote dirigió a su antigua niñera una mirada recriminatoria. Ella se excusó, festiva:

—¡Ay! ¡Es que a mí no me sale! ¿Cómo voy a llamarte padre Juan, Juanito? ¡Si yo te he cambiado los pañales! Te prometo que en público no meteré la pata, de verdad.

El padre Juan subió directamente al cuarto de su madre. En las cocinas las camareras no sabían hablar más que de lo bien que le sentaba el hábito.

—No seáis irreverentes, niñas, que es un hombre de Dios —decía Concha, y la frase despertaba más de un suspiro.

Madre e hijo bajaron un rato después, barriendo a dúo la escalinata de mármol con sus respectivos faldones. Aferrada al brazo de su segundón, Maria del Roser fue conducida hasta el sillón frente a la chimenea, donde quedó elegantemente aposentada.

—Todo está como siempre —dijo el jesuita, evaluando el lugar de cada cosa—. Excepto los cuadros. Cada vez hay más.

—Tu hermano pinta mucho últimamente. Pronto nos faltarán paredes.

Juan dio una vuelta pausada por la habitación, con las manos a la espalda. Se detuvo ante el retrato de Violeta aburrida. La última vez estaba junto a la chimenea. Ahora ese espacio había sido usurpado por el posado de una niña rubia y desconocida.

—Es Teresa Brusés, tu futura cuñada —explicó Maria del Roser.

—Sabía que a mi hermano le gustaban jóvenes, pero no pensaba que tanto —dijo, con una voz carente por completo de ironía.

—Ahí tenía once años, hombre. Es el primer retrato que le hizo. Para ellos tiene un enorme valor. Se enamoró de él mientras le pintaba.

—¿En serio? ¡Pobrecilla!

—Esa chica es un caso impresionante de claridad de ideas. Siempre supo que sería de Amadeo. Incluso tuvo que venir su hermana a pedirme que intercediera por ella.

—¿Y usted lo hizo?

—Bueno, digamos que intenté ayudar. El resto lo hizo él solito. Y el amor, claro. No hay que subestimar la fuerza de los sentimientos.

—Y mucho menos su interés por encarrilar a ese bala perdida.

Maria del Roser soltó un par de carcajadas y una tos.

—¿Está resfriada?

—Como todos los años, hijo. De octubre a febrero. Esta tos es peor que una tiña.

—¿Te ha visto un médico?

—Ay, no me hables, desde que murió nuestro querido Gambús ninguno es de mi confianza. Lo resuelven todo con pastillitas. No las soporto. Para eso tomo caramelos de café con leche, que tienen el mismo efecto pero duran más. Los médicos ya no son como los de antes.

Mientras su madre componía este escarnio de la píldora, Juan se había detenido ante otro cuadro. Lo miró largamente, más aún que los otros dos. Al fin, pasó de largo.

—No sé qué hace esa señorita en mi salón, la verdad, ¡ni que fuera de la familia! —comentó Maria del Roser, viendo el interés de su hijo—. Aunque reconozco que el cuadro es colorido y da alegría a ese rincón tan mustio. Si no estuviera ahí, habría mandado comprar una de esas porcelanas chinas tan chillonas.

—En cierto modo, mamá, esa chica es de la familia —explicó Juan—. Ella y sus padres trabajaron para nosotros muchos años en la fábrica de Hilados y Tejidos de San Andrés.

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